¿Por qué los narcos se vuelven ídolos?

Los antiguos romanos practicaban una ceremonia a la que llamaban «Apoteosis». Los antiguos romanos practicaban una ceremonia a la que llamaban «Apoteosis». Consistía en la deificación del emperador. Era un rito post-mortem a través del cual una...

26 de julio, 2017
altar-jesus-malverde

Los antiguos romanos practicaban una ceremonia a la que llamaban «Apoteosis».

Los antiguos romanos practicaban una ceremonia a la que llamaban «Apoteosis». Consistía en la deificación del emperador. Era un rito post-mortem a través del cual una persona alcanzaba el carácter divino, es decir, se convertía en un dios al que se veneraba y se rendía culto. La «Apoteosis» era el máximo honor que un ser humano podía alcanzar.

Algunos emperadores rompieron la regla post-mortem e iniciaron sus apoteosis en vida, lo cual suponía una megalomanía y un egocentrismo extremos. Los emperadores que lo intentaron fueron siempre tiranos y acabaron muy mal. No solo no alcanzaron la apoteosis, sino que al morir sufrían el procedimiento contrario: la «Damnatio Memoriæ»: una declaración extrema que el mismo Senado pronunciaba para que la memoria de una persona (un político, un traidor, un fallecido emperador) fuera maldita por los siglos de los siglos.

En México estamos presenciando casos de verdaderas apoteosis tratándose de narcotraficantes. Lo vimos recientemente en el funeral de Felipe de Jesús Pérez Luna, alias «El ojos», en Tláhuac. Lo hemos visto desde hace muchas décadas con la «canonización» de facto de Jesús Malverde, el santo-narco (o narco-santo) de Sinaloa, a quien se rinde verdadero culto y devoción. Es ni más ni menos que el «Santo Malverde», patrono de todos los narcos de aquella entidad. ¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible que una persona que asesinó, que violó la ley, que pasó por encima de todos, que corrompió, torturó y fue causa de toda clase de males; cómo es posible que se convierta en héroe, en santo? Es una cuestión que nos deja a todos perplejos.

Yo veo varias razones. Voy a comentar algunas.

La industria del entretenimiento ha convertido a los criminales en héroes. La película «El Padrino» exalta la figura de un mafioso que ejercía el contrabando de sustancias prohibidas, que controlaba el juego, la prostitución y que extorsionaba. Un mafioso que tenía una gran organización criminal y que disponía de sicarios. La narrativa que nos ofrece Francis Ford Coppola en la trilogía «El Padrino», sobre todo en la segunda entrega, es la de un héroe que venció la adversidad, que escapó de una muerte segura en su natal Sicilia, y que contra viento y marea, aún en contra de los mafiosos italianos que a él mismo extorsionaron, se abrió camino, triunfó e hizo realidad el sueño americano. Quien ve el film termina adorando a Vito Corleone: un hombre justo, un hombre medido, sereno, coherente, pero implacable. ¿Quién no quisiera ser o tener un «padrino» así? La primera película inicia con un hombre que acude a «El Padrino» en busca de justicia, porque su hija fue brutalmente violada y golpeada y la policía ni siquiera le hizo caso. Sólo Vito Corleone puede hacer justicia.

La misma sensación de simpatía experimenta el televidente al ver las numerosas series de narcotraficantes en Netflix y otras plataformas. Al ver «El Chapo», esta nueva serie sobre la vida de Joaquín Guzmán Loera, el público experimenta esa sensación: desea que «El Chapo» escape de la cárcel, que se vengue de sus custodios, que dé una lección a los funcionarios corruptos. El mundo al revés. El malhechor es él, pero el público lo percibe como un justiciero. De algún modo –muchos lo piensan, aunque casi nadie lo admite–, si «El Chapo» se sale con la suya, reivindica a todos los jodidos, es decir, a todo México; lo reivindica frente a esa monumental organización delincuencial que es el gobierno. Ya lo decía Agustín de Hipona: el gobierno es «magna latrocinia».

Otra razón es la marginación, el entorno. No estoy diciendo que las personas que engrosan las filas de las grandes organizaciones criminales no tengan otra opción. La tienen, pero el margen de maniobra de que disponen es muy estrecho. Recuerdo una serie, «Sin tetas no hay paraíso», en la que uno de los personajes, guardaespaldas de un narcotraficante colombiano, es testigo de la vida de lujo y exceso de su patrón. Mientras el capo está en la piscina con las mujeres más bellas, tiene helicópteros, automóviles, mansiones, y toda clase de lujos, él vive en una pocilga a las afueras de Medellín. Un día, mientras hace guardia, platica con un compañero y le dice que no descansará hasta ser como el patrón, que no le importa si tiene que matar a todo el mundo, él llegará a la cúspide: como Aquiles –que prefirió una vida corta y gloriosa, que una vida larga sin gloria–, termina su parlamento pronunciando una terrible sentencia: «prefiero esta vida (la del patrón), aunque me maten mañana, que vivir por siempre en la miseria». Palabras más, palabras menos. Así las cosas, los capos son el sueño que muchos jovencitos de las favelas, de las ciudades perdidas, de las barriadas de cholos, desean hacer realidad. Quieren ser como ellos, sin importar la cuota de sangre que tengan que cubrir, sin importar si los van a matar mañana: «si me han de matar mañana», dice la canción «que me maten de una vez.»

Finalmente, otra razón que encumbra a estos malhechores es que muchos los consideran como el único poder de facto que puede poner en predicamentos al gobierno. El gobierno, no hace falta decirlo, es visto y considerado por muchísimos mexicanos, como la verdadera delincuencia organizada: gobernante que entra, gobernante que roba y sale enriquecido, sea el municipio, una entidad federativa o el Estado Mexicano en su totalidad. Las instituciones son incapaces de proveer seguridad y bienestar a las regiones. En muchos municipios, el poder del Estado es inexistente: el poder de facto es el de los capos, y este poder es ejercido, para bien o para mal. El capo local tiene que administrar justicia, debe proveer seguridad, aún a costa de imponer el terror, y debe de algún modo convertirse en un factor de progreso. Si el gobierno no puede arreglar las calles, las escuelas, el alumbrado público; si el gobierno no puede castigar a los transgresores; si el gobierno no puede con estas indispensables tareas, entonces el capo lo hará. Los jefes que han entendido esta circunstancia han alcanzado la apoteosis aún en vida. El culto que se rinde a Pablo Escobar en su pueblo natal es verdaderamente espeluznante. El respeto que goza Joaquín Guzmán Loera en su natal Sinaloa también llama mucho la atención. La gente dice en Antioquia y en Sinaloa: «los que deberían estar en la cárcel son los políticos, empezando por el presidente.»

No podemos ocultar el sol con un dedo: mucha gente percibe a los gobiernos como la verdadera delincuencia organizada: otra vez Agustín de Hipona: «magna latrocinia». Así las cosas, no es de extrañar que los capos gocen de la estima popular.

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