Siempre he pensado que la escala histórica –que se mide en siglos y eras– escapa de la comprensión de las personas…
Siempre he pensado que la escala histórica –que se mide en siglos y eras– escapa de la comprensión de las personas, cuyo referente temporal es la duración de una vida humana. Hechos del pasado, por remoto que sea, repercuten en nuestros días: una especie de karma de la historia, por decirlo de algún modo; y, por tanto, ineludible. La crisis en Cataluña es prueba de ello.
Las relaciones entre Cataluña y España nunca han sido fáciles. Todo comenzó en la Edad Media. Hacia el siglo X, Cataluña era en una entidad política independiente bajo el gobierno de los Condes de Barcelona. España no existía como tal, y Francia, que estaba naciendo bajo la dinastía de los Capeto, no pudo conseguir de los nobles catalanes el juramento que, con el paso del tiempo, les hubiese convertido en una región de Francia (dicen los españoles, en tono de reproche, que los catalanes son como franceses).
Más tarde, durante el siglo XII, el reino de Aragón se convirtió en la primera potencia de la península ibérica. Petronila de Aragón, hija del rey Ramiro, contrajo nupcias con Ramón Berenguer, conde de Barcelona: los descendientes de esta pareja estaban llamados a ser Reyes de Aragón y Condes de Barcelona. Digamos que el condado quedó subsumido en el reino de Aragón.
Es muy notable que el rey de Castilla (la otra gran potencia peninsular) buscara la unión matrimonial con Petronila. ¿Qué hubiera pasado si Petronila se hubiera casado con el rey de Castilla y no con el Conde de Barcelona? Los reinos de Castilla y Aragón se hubieran unido (como de hecho sucedió siglos después con el matrimonio de los reyes católicos) desde entonces, y Cataluña habría conservado su independencia; y así, en lugar de los dos Estados peninsulares que hoy existen (España y Portugal), muy probablemente habría tres, y Cataluña sería ese otro. Pero las cosas marcharon de manera distinta.
El matrimonio de los reyes católicos en 1469 dio origen a una superpotencia: la España que conquistó América y que fue la entidad política más poderosa del mundo durante casi tres siglos. En efecto, Carlos I (rey desde 1516), nieto de los reyes católicos, unificó las coronas de Aragón (que incluía Cataluña; él mismo ostentó el título de Conde de Barcelona, igual que sus sucesores y todos los reyes españoles desde entonces) y de Castilla, de modo que toda la península, excepto Portugal, quedó bajo su dominio. Y no solo ello. Aragón se había expandido, primero subsumiendo a Cataluña (s. XII), como ya he explicado, y poco después a Mallorca y Valencia (s. XIII), y a Cerdeña, Sicilia y Nápoles (s. XIV). Y por si esto fuera poco, Carlos I era un Habsburgo (los españoles les llaman Austrias), así que a todo lo anterior hay que añadir Flandes y los Países Bajos (Carlos fue electo emperador del Imperio Alemán, desde 1530, con el nombre de Carlos V).
Muchos siglos habían pasado desde la unión de Cataluña y Aragón, de modo que el hecho de que Cataluña perteneciera a la corona española era una cuestión que nadie controvertía. Pero entonces vino una revuelta en 1640: la revuelta de los segadores y los campesinos, que protestaron por el maltrato de las tropas reales, que estaban ahí asentadas como parte de las acciones militares en la Guerra de los Treinta Años. Aprovechando el descontento, un grupo de catalanes, apoyados por Francia –siempre en guerra con España–, buscaron la secesión, sin éxito. Primero proclamaron la República Catalana, y poco después proclamaron Conde de Barcelona al rey Francés, Luis XIII. Pero la monarquía española contó con un amplio apoyo del resto de los catalanes y logró vencer a los insurrectos.
Poco después, en 1700, Carlos II –llamado «El Hechizado», por sus graves problemas de salud–, último de los Habsburgo, murió sin descendencia, lo cual propició un nuevo desencuentro entre España y Cataluña, además de generar una crisis de proporciones globales. Este conflicto se conoce como «La guerra de Sucesión».
En su testamento, Carlos II cedía la corona de España a su sobrino-nieto, Felipe d’Anjou, nieto del rey francés Luis XIV (el Rey Sol). No obstante, el archiduque Carlos, de la rama austriaca de los Habsburgo, pensó que el trono de España le correspondía. Desde luego Inglaterra no estaba dispuesta a tener al nieto de su archienemigo Luis XIV en el trono de España, con la posibilidad de que las coronas francesa y española cayeran en un futuro cercano sobre una sola testa. Así, se inició una guerra que involucró a Inglaterra, Austria, Provincias Unidas (Holanda), Prusia, Portugal, Saboya, Francia y España.
Después de una larga lucha y muchas muertes, las cosas quedaron como Carlos II había establecido en su testamento: el nieto de Luis XIV se quedó con el trono español y gobernó bajo el nombre de Felipe V, iniciando así la dinastía de los Borbones, que hasta la fecha impera. Cataluña apostó por el bando perdedor. Los catalanes se decantaron por el pretendiente de la Casa Habsburgo –que les prometía autonomía–, y eso fue algo que el rey Felipe V –de ideas centralistas, como su abuelo– nunca les perdonaría. Los nobles catalanes, y toda Cataluña (con excepción de Cervera), se alinearon a la Gran Alianza de La Haya, encabezada por Inglaterra, y reconocieron como rey de España al Archiduque Carlos de Habsburgo. De hecho este rey, conocido como Carlos III, mantuvo un gobierno de facto desde Cataluña que duró seis años.
El pretendiente de los Habsburgo súbitamente se vio con la corona de Austria y del Sacro Imperio en su cabeza, por la muerte de su hermano, de modo que perdió interés en la corona española. Los ingleses ya no vieron con buenos ojos que una misma persona fuera rey de España (con sus enormes dominios de ultramar), de Austria (con sus enormes posesiones en Centroeuropa) y emperador del Sacro Imperio (como en su momento lo fue Carlos I, el primer Habsburgo, que tantos dolores de cabeza y reveses les había causado). La guerra perdió ímpetu y las partes se sentaron a negociar, mientras el ejército franco-castellano de Felipe V invadía Cataluña y tomaba la ciudad de Barcelona. El bando ganador se encargó de imponer sanciones y toda clase de molestias a los catalanes. Aún estaba fresco el recuerdo de la revuelta de los segadores. Había que actuar con contundencia y así prevenir indisciplinas y traiciones de la siempre voluble Cataluña: hubo un debilitamiento de las libertades civiles catalanas, de los fueros (leyes) y una política que privilegió el castellano sobre la lengua catalana –este tipo de políticas bien merecen el calificativo de «genocidio cultural»–.
Por cierto, si ustedes desea saber por qué Gibraltar pertenece al Reino Unido, la respuesta está en esta Guerra de Sucesión. Entre los acuerdos que lograron las potencias en el tratado de Utrecht (1713) para establecer la paz estaba la cesión, a perpetuidad, de Gibraltar a Inglaterra –todavía no existía como Reino Unido–. Desde entonces es suelo inglés, y lo será por siempre.
Las sanciones contra Cataluña no impidieron que la región progresara a pasos mucho más avanzados que el resto de España durante las siguientes décadas. A principios del siglo XIX, en plena revolución industrial, Cataluña tenía niveles técnicos y una infraestructura textil casi tan avanzada como las regiones económicas más pujantes de Inglaterra, Francia y Alemania. Conforme caminó el siglo, esta fortaleza económica se incrementó.
Sin embargo, la muerte del rey Fernando VII (1833) engendró un nuevo conflicto que costaría miles y miles de vidas a los españoles, y, claro, pondría otra vez a Cataluña en contra de los poderes centrales. A la muerte de Fernando VII (quizá el peor monarca en la historia de España), subió al trono su hija, Isabel II (también una de las peores monarcas), hecho que controvirtió Carlos María Isidro de Borbón, hermano del difunto rey, tío de la nueva reina. Se inició así una serie de conflictos conocidos como «Guerras Carlistas».
Quizá los intelectuales catalanes, hartos de tantos problemas e intrigas dinásticas, y viendo cómo el gobierno de Isabel II se caracterizaba por una terrible corrupción y toda clase de escándalos sexuales, empezaron a pensar en una república. No sólo los catalanes; muchos intelectuales españoles pensaron que sería mejor instaurar una república en España. Y lo hicieron.
Primero destituyeron a la reina, tras la llamada «Revolución Gloriosa» (1868), y trajeron a un italiano de la Casa de Saboya para que subiera al trono: Amedeo I. Un catalán fue el principal impulsor de este movimiento: Juan Prim y Prats, el célebre General Prim –tenemos una calle con su nombre, en memoria a su honorable actitud de no invadir México por el impago que decretó el presidente Juárez, y retirarse de nuestro territorio junto con las tropas españolas; los franceses no siguieron su noble ejemplo–. Por desgracia para Amedeo I, Prim, que era el primer ministro, fue asesinado en 1870, de modo que el rey perdió sustento político y se vio obligado a abdicar. Surgió así la Primera República; muy efímera, por cierto, entre 1873 y 1874. Y después, la restauración de los borbones en la figura de Alfonso XII, hijo de la depuesta y odiada Isabel II.
En todos esos años, muchos catalanes pensaron que lo mejor sería tener su propia república y surgió un movimiento conocido como «Reinaçenxa» (renacimiento). Hubo un florecimiento importante de las artes, cultura y lengua catalanas, acompañado de un siempre creciente sentimiento de identidad nacional. En 1888, la organización política Lliga de Catalunya pidió formalmente a la corona española un estatuto de autonomía política, que, desde luego, fue negado.
Los catalanes pasaron las siguientes décadas promoviendo, los más moderados, un estatuto de autonomía; los más progresistas, la secesión y la creación de un Estado Catalán.
Las cosas no marcharon bien para España al inicio del siglo XX. Toda Europa estaba viviendo un clima político bastante turbio: las fuerzas sociales eran cada vez más extremas. Era cuestión de tiempo: la bomba iba a estallar.
España logró mantenerse neutral durante la primera guerra mundial, pero estaba en una decadencia sin fondo; una decadencia en todos los sentidos. La figura del rey era vilipendiada por los sectores progresistas. El equilibrio político estaba sostenido con alfileres. De no ser por el golpe del general Primo de Rivera, en septiembre de 1923, quizá la Guerra Civil se habría adelantado trece años. Primo de Rivera llevó el fascismo a España con la anuencia del rey. El golpe supuso una dictadura con rey –como un año antes había hecho Mussolini en Italia–, en la que el dictador era quien en realidad gobernaba. El descrédito de Alfonso XIII –amante de la erótica, de los autos de carreras, mujeriego empedernido: todo menos rey– era total, no solo frente a las fuerzas progresistas, sino también ante la oligarquía, la Iglesia Católica y los sectores conservadores. La Lliga Regionalista catalana, que era de corte fascista y catalanista, había apoyado a Primo de Rivera en el golpe, pero el general, una vez en el poder, puso en marcha una política anti-separatista en todas las comunidades. En Cataluña, por ejemplo, se volvió a prohibir el catalán, se hizo obligatorio el uso del español incluso en misa, y se inició una fuerte represión en contra de cualquier idea catalanista –otra vez el genocidio cultural–. Acció Catalana y Fransesc Maciá fueron los símbolos de la resistencia.
La Segunda República Española llevó a las fuerzas de la izquierda al poder. El mismo día que fue instaurada (abril de 1931), en Barcelona se proclamó la República Catalana. Si bien no se rompía definitivamente con España, la proclamación consideraba a Cataluña como autónoma e independiente de los poderes centrales, pero unida a España como una entidad federada. Las fuerzas reaccionarias (fascismo y catolicismo) veían con horror cómo España empezaba a desintegrarse y cómo los rojos (comunistas) se empoderaban. Se estaba gestando la guerra civil, que estallaría cinco años después. El asunto catalán se resolvió provisionalmente con un Estatuto de Autonomía, en 1932. Los catalanes no se separarían, seguirían perteneciendo a España, pero a cambio tendrían un gobierno autónomo, su propio parlamento y libertad de gestión. En el papel Cataluña era España; en la realidad Cataluña daba pasos hacia la independencia.
Las mismas fuerzas que tenían a España de cabeza y a punto del colapso, eran las que agitaban la vida política de Cataluña. La derecha observaba con mucho temor cómo la endeble República se decantaba más y más a la izquierda; y, claro, para la izquierda radical catalana, los esfuerzos de la República era pocos y nada eficaces. El presidente de la Generalitat, Lluís Companys, presionado por los catalanistas (nacionalistas catalanes), volvió a proclamar la existencia del Estado Catalán (octubre de 1934) dentro de una supuesta república federal, lo cual era un eufemismo para decir que estaban separándose de Madrid. La ebullición política y el clima de caos, que se acentuaba por la creciente idea de que muy pronto tendría lugar una revolución tipo bolchevique que convertiría a España en un Estado comunista, dieron muy poco margen de maniobra al gobierno, tanto al de Cataluña como al de España. En el ambiente se sentía que en cualquier momento los militares católicos se alzarían en armas, lo cual deseaba con vehemencia la Iglesia, la burguesía y los sectores conservadores, que no eran pocos (casi la mitad de la población). En febrero de 1936 tuvieron lugar las elecciones parlamentarias. Los partidos de izquierda obtuvieron la victoria con el 47,1% de los votos, apenas punto y medio porcentual delante de los partidos de derecha, que obtuvieron el 45,6%. Y así empezó la tragedia.
Los partidos de izquierda prometieron formar gobierno con Manuel Azaña con la condición de que el gabinete de ministros estuviera integrado por gente de Izquierda Republicana y Unión Republicana, es decir, sólo partidos de izquierda. Así que en el nuevo gobierno no hubo ningún ministro de derecha, a pesar del empate técnico en las elecciones (una especie de sistema de mayoría relativa, que ahora no se usa, precisamente para evitar estos peligros). Pero lo que derramó quizá el vaso fue la política del nuevo gobierno de anular el poder y el mando de los generales que se sabían hostiles a la República, entre ellos Francisco Franco, y exiliarlos a territorios distantes.
Los días de la Segunda República Española fueron muy difíciles. Su instauración sólo fue posible gracias a personajes como Niceto Alcalá Zamora y Manuel Azaña, quienes lograron aglutinar las fuerzas de izquierda moderada. Sin embargo, para la izquierda radical, esta nueva República no era más que un nuevo orden burgués que había que desarticular. Así las cosas, el gobierno se vio en medio de dos frentes: la izquierda radical y el fascismo.
El general Franco se sublevó en contra de la República el día 17 de julio de 1936, y con ello dio inicio a una de las más crueles guerras del siglo: la Guerra Civil Española. Franco aglutinó el apoyo y las simpatías de las fuerzas reaccionarias: la Iglesia Católica, la Falange (fascistas al estilo Mussolini), los monarquistas, los carlistas, los terratenientes. Sus ideas eran afines al fascismo italiano y al nacional-socialismo alemán, de quienes recibió apoyo, tanto en efectivos militares, en armas, en estrategia, en logística y en dinero.
Cuando estalló la Guerra Civil, los catalanes se mantuvieron fieles a la República. Desde luego existía el plan de que los mandos rebeldes (es decir, los militares franquistas) pudieran tomar Barcelona rápidamente, pero no contaban con la fidelidad que la Guardia Civil y la Guardia de Asalto en Cataluña mostrarían hacia la República –es más: junto a Madrid, Barcelona fue bastión de la República; tan fue así, que el general Franco sólo pudo tomar estas plazas gracias al apoyo de Hitler y Mussolini: la aviación italiana bombardeó duramente Barcelona y causó gran destrucción y muerte; los alemanes harían lo propio en la ciudad vasca de Guernica–. Los jefes golpistas en Cataluña fueron detenidos. El presidente de la Generalitat, Lluís Companys, instó a los rebeldes a deponer las armas. Pero las cosas se salieron de control. Los obreros de Barcelona se erigieron como el poder de facto. Habían tomado los arsenales del gobierno y hacían patrullajes y ejecuciones de fascistas (o de lo que ellos pensaban que era un fascista) en las calles de la ciudad. Estamos hablando de 30 mil obreros armados que impusieron el terror. El presidente Companys se dio cuenta de que ya no tenía poder y se vio obligado a transigir con los anarquistas, lo que daría por resultado el llamado Comité Central de Milicias Antifascistas de Cataluña, que de facto sustituyeron al gobierno catalán. Los fascistas (Falange) no se quedaron con las manos cruzadas y empezó una cruenta lucha, primero en las calles de Barcelona, luego en toda Cataluña.
En diciembre de 1938 todo parecía indicar que era cuestión de tiempo que cayera Barcelona y toda Cataluña en manos de Franco; era claro quién ganaría la guerra. En febrero de 1939, Companys tuvo que huir a Francia. Lo primero que hizo Franco una vez dominada la situación, fue anular el Estatuto de Autonomía. Cataluña iba a ser sistemáticamente sometida y humillada mientras viviera Franco. El Generalísimo no dudó en aplicar esto que yo llamo «genocidio cultural», en contra de Cataluña: les impuso el español como lengua principal y fue implacable y feroz contra cualquier muestra de nacionalismo o separatismo: cientos, si no es que miles de nacionalistas catalanes fueron a dar al paredón de fusilamiento junto con los ateos y los comunistas. En 1940, Companys, que había huido a Francia, fue aprehendido por los nazis en su casa cercana a Nantes, y entregado a la policía franquista, que lo torturó. Fue sometido a un consejo de guerra; desde luego fue encontrado culpable y fue fusilado. Sus última palabras, frente al paredón, fueron: «¡Per Catalunya!»
Franco murió en 1975. Con su muerte dio inicio la transición democrática con la promesa de una autonomía plena para Cataluña, y por eso los catalanes impulsaron y firmaron la nueva Constitución (1978), y lo hicieron de una manera contundente: la Constitución fue aprobada por referéndum: en Cataluña el apoyo de los votantes a la Constitución fue de casi el 90%. Y por eso ahora el gobierno de Rajoy apela a esta decisión política fundamental: la Nación Española está compuesta de naciones –entre ellas la catalana– y es indisoluble (cfr. artículo 2). Eso lo votaron los catalanes hace apenas unas décadas, que en escala histórica es como si lo hubieran hecho hace unos minutos. El referéndum del 1 de octubre de 2017 fue ilegal y no tiene ninguna validez. No existe la posibilidad jurídica de la secesión, así que si ésta tiene lugar, tendrá que ser por otra vía.
Los principales argumentos para la separación de Cataluña son sociológicos y políticos: en efecto, son una nación con su propia lengua e idiosincrasia; pero también hay argumentos económicos: muchos catalanes piensan que contribuyen demasiado, que el resto de España se está aprovechando de ellos y que les iría mejor estando solos, lo cual es falso. Quien más perdería con la separación sería la propia Cataluña. Es un suicidio económico para ellos. Pero estas inconveniencias son difíciles de ver en un clima de efervescencia y cerrazón; son de difícil percepción para un liderazgo populista e irresponsable, como el del presidente Carles Puigdemont.
Es cierto que los catalanes albergan en sus corazones agravios históricos en contra de España y es cierto que la relación ha sido siempre muy difícil; pero también es cierto que la separación no es la solución y que desde la Constitución de 1978 Cataluña goza de una autonomía plena. En todo caso, tendría que hacerse un referéndum serio, con garantías, no el simulacro que vimos el 1 de octubre, que no dejó de ser una muestra mediática, quizá efectiva para personas fáciles de impresionar, organizada por el presidente Carles Puigdemont. Aunque hay que decir –insisto–, que un referéndum, hoy por hoy, es jurídicamente imposible. Cualquier Estado, no sólo España, es por naturaleza indisoluble (aunque de facto pueda quebrantarse).
En Madrid y en toda Europa la preocupación es grande. La separación de Cataluña, de consumarse, supondría el inicio de la desintegración de España. Hay muchas regiones en Europa con aspiraciones de independencia. Una independencia de Cataluña sería el inicio de un gran incendio; uno nada fácil de apagar. La separación de Cataluña también sería el inicio de la desintegración de la Unión Europea, por causas que explicaré en un próximo artículo. Que si el Barça ya no jugará en La Liga, créame que eso sería lo de menos.
Y para terminar, un dato muy interesante: de los casi 7,6 millones de habitantes de Cataluña, sólo 4,6 millones son catalanes. Los demás proceden de todos los rincones de España. El PIB de Cataluña en 2016 fue casi de 212,000 millones de euros. Por su parte, la Comunidad de Madrid, con sus casi 6,5 millones de habitantes, reportó un PIB, en 2016, de casi 211,000 millones de euros. En productividad per cápita se ve mejor la Comunidad de Madrid: €32,723.00 contra los €28,590.00 de los catalanes. ¿Quién es más productivo? No he escuchado a un solo madrileño quejarse de que el resto de España viva a sus costillas. El argumento económico para la separación, más allá de no ser solidario, es egoísta, como todo nacionalismo.
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