Tal vez no sea casualidad que mis lecturas y relecturas de los dos últimos meses estén relacionadas con el vínculo entre los padres y los hijos.
Tal vez no sea casualidad que mis lecturas y relecturas de los dos últimos meses estén relacionadas con el vínculo entre los padres y los hijos. Este ha sido uno de los temas centrales a lo largo de mi vida y, desde la muerte de mi madre, ha cobrado mayor fuerza. Desde hace muchos años, un poco a tumbos, he tratado de desentrañar el misterio que existe entre mi padre y yo. He pasado muchas semanas hablando de todo esto con mi mujer.
Volví a abrir las páginas de algunas lecturas imprescindibles: La invención de la soledad, de Paul Auster, Cartas entre un padre y un hijo, de V. S. Naipul y Patrimonio, de Philip Roth. También de dos libros de autores que nunca había leído: Libro de familia, del último Premio Nobel de Literatura, Patrick Modiano, y Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente; ésta última novela, asombrosa.
Cuando pensé en escribir este breve artículo me surgió una pregunta: ¿Cómo puede una persona que nunca tuvo un padre, o que lo tuvo de manera incompleta, escribir sobre el tema? Tal vez, me dije, pueda hacerlo desde la ausencia, desde lo que no se tuvo o lo que le hizo falta, desde lo que no fue. Es decir, desde la nostalgia.
Poner palabras a los silencios, llenar huecos.
Sigmund Freud dijo: «No puedo pensar en ninguna necesidad en la infancia tan fuerte como la necesidad de la protección de un padre». ¿Qué pasa con la vida de un hijo cuando no tiene la sensación de ser protegido por su padre? ¿Qué pasó con mi vida en ese sentido? En alguna época tuve la idea de yo podía convertirme en mi propio padre. Y durante mucho tiempo, me funcionó.
Recuerdo el día que escuché, magnificado por un aparato, el corazón diminuto de mi hijo en la consulta del médico. El sonido retumbaba en las paredes y tuve la impresión de que venía de una galaxia muy lejana. Ese día empezó mi paternidad.
Es así: un día algo o alguien echa a andar esa maquinaria pequeña, como de relojería, y se forma el milagro de la vida. Y otro día se para, de la misma manera. La vida es ese intervalo entre la concepción y la muerte. Una carrera por la felicidad.
Recuerdo algunos meses después de escuchar su corazón, a mi hijo, dormido, dentro de una incubadora de la maternidad. Apoyado en su mejilla izquierda en el colchón, en medio de una serenidad indescriptible. Al verlo me pregunté cómo puede alguien dejar de hacerse cargo de su hijo.
La evolución de las sociedades post modernas, en occidente, tiende hacia la creencia de que se puede prescindir de la figura paterna. El debate está abierto y es una cuestión muy interesante. En mi experiencia, la paternidad ejercida por la madre es incompleta.
Alejandro Jodorowsky escribió: «A un padre ausente lo buscas toda la vida y de todas formas». Y esa ausencia se vive como un vacío que tarda mucho tiempo en desaparecer y que, en el peor de los casos, no desaparece nunca.
Ahora que soy padre, me veo con frecuencia intentando reparar mi propia historia a través de mi hijo. Soy aprensivo, temeroso, consentidor, inseguro y sobreprotector. No me permito llegar tarde a la escuela por él, sin experimentar la sensación de ser un mal padre. Casi nunca puedo negarle un juguete, a pesar de saber que debe aprender a vivir la frustración de no tener siempre lo que desea.
Hace poco tiempo alguien me dijo: «A través de tu hijo no puedes reparar tu propia historia. Ésta ya no tiene reparación. No puedes volver a ser el niño o el adolescente que fuiste ni tener al padre que hubieras querido. Lo que sí puedes hacer es aceptar que no lo tuviste».
Un balde de agua fría
Aceptar. De la misma manera que a quien se le murió su padre no puede traerlo de vuelta y no puede dejar de echarlo de menos, pero puede aceptar que ya no está y dejarlo ir. Aceptar la vida como es.
Resignarse.
Vivir con lo que se tiene y también con lo que no se tiene.
Luego de hacer una revisión de mis errores como padre, me puse a reflexionar sobre una pregunta que me pareció fundamental: ¿Qué es ser un buen padre?
Esto es parte de lo que encontré:
Ser un buen padre no es sólo estar presente. Debe ser algo más profundo. Un padre debe involucrarse de manera activa en la vida de sus hijos. Debe imponer normas y límites. Debe ser afectivo y correctivo. Debe favorecer los procesos mediante los cuales sus hijos sean capaces de encontrar su autonomía y su identidad.
Recuerdo que mi madre me dijo alguna vez que me iba a comprar una planta para que así, al menos, me hiciera cargo de otro ser vivo, y saliera de mi egoísmo. En ese momento no imaginé lo que supondría, muchos años más tarde, ser padre.
Ser padre es la cosa más profunda que he vivido.
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