Oradores y call centers

Las personas que trabajan en las líneas telefónicas de servicio al cliente de cualquier empresa me recuerdan a… Las personas que trabajan en las líneas telefónicas de servicio al cliente de cualquier empresa me recuerdan a Ricardo...

12 de junio, 2018
ricardo-anaya

Las personas que trabajan en las líneas telefónicas de servicio al cliente de cualquier empresa me recuerdan a…

Las personas que trabajan en las líneas telefónicas de servicio al cliente de cualquier empresa me recuerdan a Ricardo Anaya, o Anaya me estaba recordando estas personas. No saben lo que dicen, repiten de memoria sus monólogos y no son capaces de escuchar alguna pregunta que se les haga. Después, cuando su cerebro les dicta, mandan a una “breve encuesta” misma que uno ya no tiene ganas de contestar.

Dicen muchas veces el nombre del cliente como si esto fuera una amabilidad, y uno piensa “sí, ya sé quién soy”, repiten “gracias por esperar” cada diez segundos e insisten con la palabra “amable” seguido todo, del guión en las pantallas frente a ellos que uno no ve, sin embargo, se puede suponer lo que dirán.

Tanto son memorizadas sus “oratorias” (igual que Anaya), que las preguntas que uno tiene nunca son respondidas, lo que les queda, es declamar otras aprendidas frases que no tienen sentido y no son respuesta.

En alguna ocasión, con Volaris, tuve que “darle una cachetada”, como se hace con los histéricos para volverlos a la realidad. Le grité pidiéndole que escuchara la razón por la que llamé. Recuerdo que la persona al otro lado de la línea se llamaba Paulina, ¡Paulina, escucha! ¡Deja de hablar! ¡No me repitas lo que ya escuché y pon atención! ¡Ya sé mi nombre!, la pobre muchacha ni se disculpó y guardó silencio. Y dije, como si de mi propio libreto se tratara: “Tomando en cuenta que esta llamada está siendo grabada, escuchen todos los que tengan que escuchar. Nada de lo que ha dicho Paulina es lo que necesito en esta llamada, su discurso no contiene la respuesta que necesito…”

Paulina me mandó, otra vez amablemente, a esperar en la línea para contestar la encuesta que le sigue a la llamada atroz. Colgué antes de escuchar la grabación para apachurrar el uno, el dos o el cero, porque no había calificación para algo que no dejó satisfecha la razón de mi llamada.

Esos son los robots humanos que viven en las señales satelitales del teléfono, oradores que memorizan sus discursos y en ellos no cabe escuchar y menos, responder. Anaya me recuerda a los empleados de los “call centers” o los empleados me recordaron a Ricardo Anaya, el que quiere ser presidente.

Por otro lado, los empleados autómatas también aborrecen a los clientes que llaman, precisamente porque preguntan, reclaman y se quejan de cosas que no estudiaron y que no están dentro de los guiones que les proporcionan las empresas. Los empleados, a punto de la histeria y deben controlarse de colgar y mandar a la fregada al necio que llama. Hay reportes y testimonios de personas que han pasado de la consulta psicológica a la psiquiátrica por razón de su trabajo pegados a la diadema telefónica, como cuentan estos jóvenes.

Asimismo, “Córtenla” un documental argentino de Alejandro Cohen, que entre la sátira y la realidad, cuenta las hazañas y desajustes emocionales que padecen tanto clientes como empleados de todas las empresas contratantes. Esta película documentada fue hecha hace tres años y es una prueba, que el entorno y el ambiente de trabajo en un call center ha empeorado con el tiempo.

A un empleado, al dueño de la marca y al propietario de un call center, lo mismo que a un orador, no se le puede creer en lo que dice porque la mayoría de las veces no sabe lo que dice. El orador está entrenado para interpretar un discurso, para no fijar la vista en su público, para no dejarse interrumpir, para no distraerse y para sonreír siempre, aunque el pantalón le esté aplastando los huevos o la corbata esté a punto de asfixiarlo; y a los “call centers” los entrenan para no escuchar, para asfixiar la bocina, tapar el micrófono, para enredar los dedos en el cable de la diadema, aplastar el teclado hasta enrojecer los dedos y sonreír, siempre sonreír porque la palabra cambia su sonido cuando sale de una boca que sonríe, aunque esté fingiendo.

Por eso, a quienes repiten de memoria sinrazones no son dignos de credibilidad, de aplausos y menos de mantenerse en línea para contestar una encuesta que no deja lugar para comentarios adicionales.

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