El pasado domingo 1ro de julio, se llevaron a cabo no sólo las elecciones más grandes en la historia de nuestro país…
El pasado domingo 1ro de julio, se llevaron a cabo no sólo las elecciones más grandes en la historia de nuestro país, sino que también las más insólitas. Una de las cosas que genera mayor impacto sobre los analistas políticos es la contundente diferencia que López Obrador obtuvo con respecto a sus adversarios, el neopriísta José Antonio Meade y el abanderado de “Por México al Frente”, Ricardo Anaya; quienes pasaron de ser los candidatos presidenciales a los mayores errores en la historia moderna de sus respectivos partidos.
El PRI vivió uno de sus momentos más obscuros. Merecido se lo tienen, por el pobre desempeño que han mostrado en sus administraciones. Comenzando a nivel federal, donde el Presidente Peña Nieto se ha visto involucrado en escándalos de corrupción inexplicables hasta el momento y en un sinnúmero de vergüenzas diplomáticas, además de las decisiones precipitadas y contraproducentes de su Gabinete, como la imperdonable visita de Donald Trump a nuestro país, cuando contendía por la Presidencia de Estados Unidos. Sumado a ésto, los numerosos escándalos políticos de algunos de personajes como Javier Duarte, César Duarte, Tomás Yarrington, Fausto Vallejo, por mencionar algunos, le quitaron al Partido la credibilidad de transparencia y eficacia a tal grado que decidirían postular a un candidato ciudadano, empático y receptivo como lo fue José Antonio Meade.
Ahora bien, debemos reconocer los estudios y la experiencia en el campo político y económico que presume José Antonio Meade. No obstante, todos esos cargos que desempeño no se comparan con un puesto donde las habilidades de relaciones públicas y convencimiento son primordiales. Los discursos del candidato se antojaban insípidos y poco inspiradores. De la misma manera, sus spots de campaña aportaron todo menos un factor novedoso que detonara el interés ciudadano en medio del hartazgo por el exceso de propaganda política. Estos factores, sumados al peso de un Partido político manchado hasta sus cimientos y su incapacidad de deslindarse del Gobierno del Presidente Peña Nieto estancaron a Meade en un lejanísimo tercer lugar desde el principio de la campaña, de donde nunca logró salir, a pesar de su extensa trayectoria. Ciertamente, la estrategia de integrar un candidato ciudadano honesto, aunque poco habilidoso en labia política, no fue una buena estrategia para el PRI, pues José Antonio Meade será recordado como el candidato menos votado en la historia de su Partido.
Por su parte, Ricardo Anaya, un político astuto, pero con una ambición que amerita catalogarse como su mayor virtud y su mayor defecto, simultáneamente. En un joven inteligente y meticuloso, un gran jugador de póker. Aquél capaz de utilizar la Dirigencia Nacional para hacerse de la candidatura impositivamente en un Partido que se jactaba de aparente democracia. Una candidatura que trajo una división agrupada en Acción Nacional (Los Calderonistas, los Anayistas, los seguidores de Moreno Valle). Una coalición francamente inentendible cuya derrota terminó de desmantelar el izquierdismo del PRD y de Movimiento Ciudadano, Partidos que estuvieron cerca de perder el registro tras su deplorable resultado en estas elecciones. Ya en campaña, Ricardo Anaya destacó (como lo ha hecho en toda su carrera) por su impresionante habilidad de oratoria, siendo uno de los políticos más articulados que se recuerden en la historia moderna mexicana. Fue un candidato diseñado bajo la estrategia errónea de que destacando en los tres debates (como ciertamente sucedió) obtendría la banda Presidencial “peladita y en la boca”, desconociendo en realidad el poco impacto que estos ejercicios tendrían ante la enorme fuerza política que encabezaba Andrés Manuel. Una campaña que se dedicó más a la defensa e independencia del Gobierno peñista, que a un contraste respecto a la campaña de “Juntos Haremos Historia”. Un conflicto que llegó al nivel de mostrar división cuando se requería denotar unidad, como en los casos de Gabriela Cuevas, Javier Lozano y, más recientemente, de Ernesto Cordero. Anaya demostró en esta campaña su inteligencia, su precisión y su ambición, pero dejó en claro que una excelente habilidad discursiva no es lo mismo que una campaña precisa.
De Jaime Rodríguez “El Bronco” no puedo decir que fue un error de campaña porque, simplemente, no tenía nada qué hacer ahí más que hacer comentarios burlescos y banales, intentar conectar algunos golpes y terminar como empezó. El señor dejó en claro que es un delincuente electoral y como tal, será recordado.
No soy partidario de López Obrador, no estoy de acuerdo con él ni estoy feliz de que haya ganado, aunque lo respetaré como mi Presidente y le deseo el mayor de los éxitos. Tengo que reconocer, por otro lado, que supo hacer una campaña muy bien estructurada, firme y memorable. Siempre que algún amigo mío me expresaba su repudio temeroso contra AMLO, les respondía que, aunque prefirieran a otro candidato, era mucho más sencillo que me dijeran 10 propuestas de Obrador a que me dijeran cinco de Meade o de Anaya. Nunca me equivoqué.
La victoria de Andrés Manuel López Obrador es un cúmulo de muchas cosas: una tenacidad aplaudible, un aprovechamiento certero del hartazgo social, un discurso populista pero efectivo y, también, dos candidatos opositores que, aunque son muy buenos en lo que hacen, encabezaron campañas que hicieron más énfasis en bromas sobre el vitíligo y videos tocando la guitarra que en un pleno convencimiento de la ciudadanía.
¿Cuál fue el error de José Antonio Meade y Ricardo Anaya? Fácil. Pecaron de olvidables…
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