Es lunes por la mañana y lo único que puedo ver es un techo tapizado de libros y parte de una pared, probablemente unos mil…
Es lunes por la mañana y lo único que puedo ver es un techo tapizado de libros y parte de una pared, probablemente unos mil quinientos, con el lomo apuntando al piso. Sólo se escuchan voces, una que otra risa y el constante golpeteo torpe de tacones en piso de concreto. Abajo un guardia con aires de grandeza y una recepcionista malhumorada me reciben. “Toma”, me dice entregándome un gafete, “primer piso”. Espero, espero y espero. ¿Será que llegó mi hora de ser medianamente útil para la sociedad?
En lo que contemplo la posibilidad de tomarle una foto al techo de la manera más disimulada me empacan en una sala de juntas y espero otro poco. Cuando por fin me emboscan, digo, me atienden, después de un rápido saludo de mano, soy atacada con instrucciones por tres personas diferentes. La explicación de una hora se extiende a tres y cacho, me preguntan qué me parece, que si creo poder hacerlo. Así, sin entrevista, sin mayor preámbulo y sin “cuéntame algo de ti”. “¡Sí, todo suena perfecto!”, respondí. Pero lo que realmente quise decir fue “¡vean mi currículum, está en inglés! lo imprimí en papel caro y bonito”. Tal vez estuvo mejor así. Mi currículum es…ecléctico, en el mejor de los casos.
Y así sin más, se terminó la vida de estudiante a medio tiempo y “nini” a tiempo completo para mí, al menos hasta nuevo aviso. Ahora me encuentro viviendo el Godinez lifestyle; haciendo el bonito contacto visual en el baño entre ese espacio de las puertas que nunca se cierra bien, o en pasillos larguísimos, queriendo comer a la 1 de la tarde, cabeceando a las 3 ó 4, tomando en tazas ajenas y demás. No es una exageración decir que paso siete horas seguidas sentada en la misma posición sólo tomando pequeños descansos para ir al baño.
He tenido la suerte de tener un horario flexible y estar trabajando con gente que genuinamente quiere ayudar. Lo bueno de mi área es que nadie se conoce lo suficiente como para ser protagonistas de los famosos chismes de oficina. Algo me dice que no va a ser fácil encontrar al contador manoseando a alguien como ya me pasó en una ocasión en otro lugar.
Tengo que aclarar que no es que me burle del estilo de vida “godín”, agradecida debería de estar…pero bueno, la verdad es que sí lo hago un poco, pero es que sin la burla, ¿qué sería de mí?
En las oficinas casi siempre hay un “Isra” y una señora Lupita, una “Clau”, una “Tere”, y alguien con un nombre poco común, ¿a poco no? Creo que ya he mencionado que soy pésima con los nombres, sobre todo cuando son de esos raros. El primer día me repetí como mantra el nombre de la persona con la que trabajo. Cuando tuve que hacerle una pregunta sólo me podía acordar que terminaba con lí. Tuve que recurrir al viejito pero bonito “oye….”, que nunca falla y esperar a que alguien más diga el nombre. Por suerte, en las oficinas tienen la formalidad de no usar apodos.
Me acaban de meter un sustote ahorita que estoy haciendo mi mejor esfuerzo por tapar la pantalla para poder escribir. Un cubículo prestado no es el lugar más ideal para estar cuando se está inspirado. En mi panorama visual no hay ni una ventana; sólo hay papeles, cables, fotos de gatos, plantitas cubiculeras y adornos de Navidades pasadas; en el ambiente hay un ligero olor a comida casera recalentada, café rancio y el ruido de pláticas a lo lejos sobre nuestra entrega inminente, palabras en inglés y teléfonos que pueden sonar por horas.
El trabajo en sí es mecánico pero demandante. De esos que le dan chance a uno de pasar un momento viendo al vacío. Paso sentada tantas horas enfrente de la pantalla que, aparte de las almorranas, siento que ya anocheció.
Sorprendentemente la transición ha sido fácil, sobre todo cuando hasta hace unos días mi única opción era ser maestra, gracias pero no, o mejor dicho, de nada. Claro que sólo el tiempo dirá. Al menos mi curso intensivo sirvió de algo, saludos a mi amiga R. que me recomendó.
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