Entre la noche de Tlaltelolco y la Noche de Iguala, hay un abismo.
Entre la noche de Tlaltelolco y la Noche de Iguala, hay un abismo.
¿Qué diferencia hay entre la matanza del 2 de octubre de 1968, y la masacre del 26 de septiembre de 2014 en Iguala?
¿Qué importancia tiene traer a este espacio aquellos hechos, cuando México se encuentra inmerso en el proceso para elegir al próximo ocupante de “La Silla del Águila”?
Creo que la comparación es oportuna, precisamente porque me he asomado al México de hace medio siglo para cotejar la conducta de Gustavo Díaz Ordaz con las actuales formas de hacer política en nuestro país.
Hace casi cuatro años, a raíz de los hechos de Iguala (ocurridos del 26 al 27 de septiembre de 2014), la “verdad histórica” difundida por conducto del procurador Murillo Karam, fue que “LOS 43 NORMALISTAS DE AYOTZINAPA FUERON ASESINADOS, SUS CUERPOS CALCINADOS EN UNA GRAN FOGATA EN EL BASURERO DE COCULA Y LAS CENIZAS REGADAS EN EL RÍO SAN JUAN.”
A raíz de la noche de Iguala, fueron y vinieron acontecimientos y personajes; vimos llegar al Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, y los vimos desaparecer sin mayor explicación.
Tambien pudimos ver cómo, mientras se escarbaba en busca de 43 víctimas, se encontraron innumerables fosas con muchos más muertos cuyas identidades ni siquiera se intentó determinar, por la sencilla razón de que la mortandad rebasa toda posibilidad forense para esclarecer, perseguir y castigar a los responsables del matadero epidémico que padece Mexico.
En relación con la noche de Tlaltelolco, merece la pena recordar, citar y reconocer la actitud asumida por Gustavo Díaz Ordaz ante la nación:
El SEÑOR Presidente de México dijo entonces:
“POR MI PARTE, ASUMO ÍNTEGRAMENTE LA RESPONSABILIDAD PERSONAL, ÉTICA, SOCIAL, JURÍDICA, POLÍTICA E HISTÓRICA, POR LAS DECISIONES DEL GOBIERNO EN RELACIÓN CON LOS SUCESOS DEL AÑO PASADO.”
Díaz Ordaz no prometió abrir investigaciones ni designar fiscales carnales; no nombró a un ministerio público para casos del pasado; no se escudó tras las faldas de ninguna Paca; no se burló de nadie ni trivializó lo ocurrido.
Díaz Ordaz asumió como mexicano y como hombre su responsabilidad total.
Como el viejo que ahora soy, y como el jovencito que fui en 1968, reconozco en el presidente Díaz Ordaz, cualidades que deseo que tenga el mexicano que se tercie sobre el pecho la bandera de México para el próximo sexenio.
La verdad histórica contenida en sus palabras recias, pronunciadas desde la tribuna del Congreso de la Unión, lo honra como un mexicano valiente; un mexicano de frente; sin recovecos ni excusas ni versiones cosmetizadas; un presidente listo y dispuesto a que la nación le demandara lo que hubiera que demandarle; un mexicano de al toro por los cuernos.
La sola diferencia entre “la verdad histórica” de Iguala y la verdad frontal expresada por Díaz Ordaz durante su penúltimo informe de gobierno, ameritan que se le reconozca cuando menos, la reciedumbre y la honestidad de asumir una responsabilidad plena, donde tantos otros buscan escurrirse y justificarse de formas a cual más patéticas y censurables.
Reducir la figura de Díaz Ordaz a la fealdad de su aspecto físico o a la acusación de haber sido un asesino agazapado en torno a las Plaza de las Tres Culturas, es injusto para su memoria y pésimo para nosotros como mexicanos.
Las múltiples llamadas a la concordia que hizo entonces, nadie me las platicó; yo las escuché en vivo, tanto por radio como por televisión.
Las cualidades que entonces apreciaba yo en el presidente de México (sin ignorar sus defectos y sus errores), son atributos que quisiera ver en el mexicano que ingrese por la Puerta de Honor de Palacio Nacional a partir del próximo primero de diciembre.
Es una pena que se haya ido tan temprano de esta vida, porque era un hombre que no rehuía las confrontaciones ni los debates; era un hombre duro pero además directo y sin rodeos; no era un francotirador ni un halcón.
Si hubiera tenido la oportunidad de vivir más tiempo, no dudo que habría dado la cara con su verdad histórica, como lo hizo desde la tribuna del Congreso de la Union aquel 1º de septiembre de 1969.
Hay una frase de Díaz Ordaz que lo dibuja como el mexicano que fue:
“Por los hijos, la vida; por la patria, los hijos.”
Yo quiero para México un presidente que vea la presidencia como una institución sagrada puesta al servicio de la patria a la que se ama más que a la propia vida; con un amor que no se predica con rollos sino que se demuestra con hechos.
No es mala idea rezar, porque buena falta nos hace; sobre todo que no es aconsejable estar lejos de Dios, cuando estamos tan cerca de los Estados Unidos (como decía el general).
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