Una antiquísima polémica está hoy más presente que nunca en México y afecta decisivamente nuestra vida. Por ello conviene estar muy atentos. Se trata de la casi omnipresente discusión política…
Una antiquísima polémica está hoy más presente que nunca en México y afecta decisivamente nuestra vida. Por ello conviene estar muy atentos. Se trata de la casi omnipresente discusión política de si el motor del desarrollo del país debe ser el Estado o el mercado. Quienes se inclinan por el mercado en su expresión más pura quieren una injerencia mínima de la política (del Estado); creen, como Bernard de Mandeville –padre del pensamiento económico dominante–, que el egoísmo impulsa el progreso. En "La fábula de las abejas, o los vicios privados hacen la prosperidad pública", presume que debemos al vicio y a la inmoralidad el pleno empleo, la pujanza del comercio y la riqueza de las naciones, pues gracias al egoísmo, al anhelo de lucro (del carnicero, del panadero… –del empresario–) tenemos alimento y bienestar: “Fraude, lujo y orgullo deben vivir mientras disfrutemos de sus beneficios”, dice.
Según el teorema de la mano invisible del mercado, los vicios privados se convierten en beneficios públicos. Por tanto, debe evitarse que el Estado interfiera en el mercado. Karl Marx en el Prólogo a la contribución a la crítica de la economía política (El capital: crítica de la economía política, tomo I) da una vuelta de tuerca a esa filosofía cuando asegura que las relaciones de producción o “la estructura económica de la sociedad [es] la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general”. Es decir, el mercado o base económica engendra a la ética, la política: a toda la vida social. El hombre es criatura del mercado; de ahí su egoísmo y codicia.
La otra teoría, cuyo padre es Thomas Hobbes, supone en el Leviatán que si se deja vivir al hombre en “estado natural”, libre, donde haga y deshaga a capricho (laissez faire, laissez passer), imperaría la anarquía, y el hombre sería lobo del hombre, por lo que debe darse todo el poder al Estado para controlar a dicha criatura. Así concebidos Estado y Mercado son entes incompatibles que se repelen. El dilema para lograr el progreso, de acuerdo con estas teorías, parece estar entre el dios Estado y el dios Mercado: la trampa entre autoridad y libertad. El peligro se conjura si entendemos a Estado y mercado como instrumentos y no como deidades, y ponemos el acento en lo que importa: el hombre. El egoísmo (con mejor tino Adam Smith le llamó amor propio) es un potente estimulante individual, pero suponer que el vicio es el motor de la economía es una apuesta por la anarquía, cuyo riesgo es el despotismo.
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