El guerrero invencible y la estrella feliz

Ollantaytambo – No puede faltar en una leyenda histórica una historia de amor. En las tradiciones antiguas del Perú hay una que contiene todos los…   Ollantaytambo – No puede faltar en una leyenda histórica una historia...

24 de marzo, 2017
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Ollantaytambo – No puede faltar en una leyenda histórica una historia de amor. En las tradiciones antiguas del Perú hay una que contiene todos los…

 

Ollantaytambo – No puede faltar en una leyenda histórica una historia de amor. En las tradiciones antiguas del Perú hay una que contiene todos los ingredientes necesarios.

Un guerrero invencible (Ollantay) claro que de pobre cuna; una princesa de noble cuna y muy rica, hija nada menos que del inmenso Pachacútec. Hasta el nombre de ella era bonito: no se llamaba Urraca o Aldegunda sino Cusi Coyllur (en quechua, Estrella Feliz). Era un amor prohibido porque ni modo que una mujer noble se amancebara con un commoner plebeyísimo, por más eficaz que fuese él. Pero, oh difícil e improbable maravilla de maravillas, ¡se enamoró! Y no sólo eso sino que ¡tuvieron un hijo! Y el hijo no fue hijo sino hija. La niña adulterina se llamó Suma (en quechua “Qué hermosa”).

El gran Pachacútec, agradecido por los servicios recibidos a la Corona, había prometido a su propio general Montgomery (Ollantay) el deseo que quisiera, a condición de derrotar a un archienemigo dificilísimo (digamos, el mariscal Rommel). El caso es que Súper Ollantay, luego de arduas campañas, sí lo derrotó. Pretendió pues que don Pachacútec cumpliera su palabra. Éste jamás contó con el atrevimiento del guerrero vencedor de llevarse nada menos que a su hija, de modo que se negó en loor de indignación por la insolencia de Ollantay, y mandó al destierro al buen guerrero enamorado y querendón. Y en cuanto a la mal portada hija, la depositó en un convento de monjas (o su equivalente) por su conducta adúltera, acompañada de la bastardita. Y faltaba más, sin gran encomienda de que la alimentaran bien o cuidaran que no pasara frío. El castigo tenía que ser severo.

El gran guerrero ayuno de la gracia del gran Inca y fue declarado traidor; salió a combatirlo un general de menos valía llamado Rumi Nawi (Ojos de Piedra) pero claro, no pudo contra el todopoderoso Ollantay, que siguió en calidad de piedra en los huaraches del ardido Pachacútec.

Diez años después, el invicto Ollantay ve pasar flotando por el río Urubamba el cadáver de su enemigo Pachacútec (para componer la leyenda usando un dicho que nada tiene que ver con el Perú) y decide regresar a Cusco para exigir la mano (y lo demás) de la bella Estrella Feliz. Ya el mero jícamas es el Inca Tupac Yupanqui, hijo del finado Pachacútec, que no guarda contra Ollantay los resentimientos que abrigó hacia él el padre, y decide rescatar del ostracismo y la malnutrición a la sobrina despechada, junto con la hermosa hijita Suma. Con la bendición del tío se casa Ollantay con Cusi y, como dice el cuento, vivieron felices hasta el fin de sus días, y de sus noches.

Indudablemente el compilador-redactor original, el sacerdote Antonio Valdés (siglo XVIII), conocía la historia de Abelardo y Eloísa, de principios del siglo XII, y compiló una epopeya romántica que se llamaría “Los rigores de un padre y la generosidad de un rey”. Bonita leyenda, con todos los ingredientes de un cuento de hadas sin hadas.

Y bonito nombre para una ciudad-fortaleza llamada Ollantaytambo en homenaje al gran Ollantay. Algunos historiadores le han encontrado a esta ciudad encaramada en un cerro la forma de una llama que mira hacia la izquierda, cuya cabeza aparece a la izquierda del complejo monumental, arriba de una escarpada cumbre para quien mira la ciudad desde el frente. La cabeza de esa llama aparece a la izquierda y arriba de ese conjunto monumental; precisamente durante el equinoccio de primavera proyecta un triángulo de luz que evoca la cabeza de ese cuadrúpedo andino. Los equinoccios eran fechas a atender y comprobar comunicación piedras estratégicamente ubicadas, lo cual ocurre cuando en la misma fecha equinoccial bajan del hermoso ziggurat de Chichén Itzá unos triángulos que parecen figurar el cuerpo de una cabeza de serpiente a ras de tierra. Y allí mismo, donde el sol marca el equinoccio de primavera (oh, poco sorpresiva sorpresa) hay también un conjunto de grandísimas piedras poligonales. Y había muchas más, que ya no están allí por la batalla que narraré abajo.

Conforme a la tradición, esta ciudad fue fundada por Viracocha, padre de Pachacútec (no confundir al Inca Viracocha con el dios todopoderoso creador del cielo y de la tierra también llamado Viracocha, en parte equivalente a Quetzalcóatl y Kukulcán). Es una ciudad repleta de terrazas, escaleras, terrazas agrícolas, casas, alhóndigas y canalitos que conducen agua, y hasta una pequeña fuente monolítica que deriva agua de un canal y que en algún tiempo tuvo un par de espejos de algún mineral pulido. La que llaman Baño de la Princesa.

Frente a la gran ciudad de Ollantaytambo, en un escarpado risco, el Inca Pachacútec hizo modificar una caverna para mostrar el rostro inmenso del dios Viracocha, que mira perpetuamente a su ciudad.

Dicen que aquí, en 1537, para protegerse de un ataque español, los indígenas se refugiaron y atrincheraron en la parte superior de Ollantaytambo, y para combatir a los invasores comandados por Hernando Pizarro que pretendían ascender por las escalinatas, dejaban rodar encima inmensas piedras como las que subsisten en la cabeza de la llama y el templo del sol, y hoy yacen desperdigadas en los jardines inferiores. Cuando les faltó el agua allá arriba, los guerreros nativos al mando de Manco Inca se fugaron, pero no por el camino corto que conduciría a Machu Picchu sino por un camino largo a otra ciudad en dirección contraria. De ser cierta esta historia protegieron así, por casi cuatro siglos, la integridad de Machu Picchu.

La presencia de Ollantay y sobre todo del gran Inca Pachacútec se siente hasta hoy en todo el Valle Sagrado, región fertilísima bañada por el río Urubamba, y en pueblos cercanos que se pueden visitar, aunque con prisas, en un día.

Nuestra visita al Valle Sagrado comenzó en las ruinas de Písac, pueblo que, si Ollantaytambo tiene forma de llama, Písac la tiene de cóndor. La eterna tríada mesoamericana era el águila, el jaguar y la serpiente. Para el Perú, el cóndor, el puma y la serpiente: los dioses, los vivos y los muertos.

Para algunos (no sé cuántas hojas de coca haya que mascar para imaginar algo así) la planta de la ciudad de Cusco tiene forma de puma. La forma de cóndor de Písac también está medio difícil de identificar, pero eso viene siendo lo de menos cuando se ve que, cóndor o no, Pisac era una grandiosa ciudad y fortaleza, repleta como siempre de terrazas con sus fuertes muros de contención a base de piedras, solución excelente para evitar los deslaves y la erosión. Los cerros cercanos están repletos de líneas horizontales, testigos de que allí hubo en un tiempo esas omnipresentes terrazas, que no todas están prístinas y perfectas como el día en que sirvieron a su cometido. Gran manera de convertir en suelo productivo un valle repleto de montañas escarpadísimas, visibles en un valle de mil tonos de verde bajo un cielo de un azul profundo y allá abajo, como fuente de vida, el caudal del Urubamba.

Como en todas partes, en las tiendas del moderno pueblo de Písac venden piedras naturales de la región; el Perú es rico en minerales. Para un aficionado como yo a las joyas naturales en bruto, resultó un deleite encontrar rocas de azulísimo lapislázuli, verde malaquita, crisocola con aplicaciones de turquesa, y verde sodalita que se encuentra en la parte baja del Huayna Picchu (piedra que, se supone, forma un par magnético con las piedras de la cima de ese monte en forma de pilón; quién sabe). Para rematar, piedras ceremoniales llamadas chumpi, hechas de jiwaya (el mineral ferroso muy duro y pesado que, dicen, sirvió para esculpir las rocas de Sacsaihuamán, Cusco y todas partes.

El periplo por el Valle Sagrado apenas empezaba. Vaya día.

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