El Fuerte de Breendonk, uno de los dos campos de prisioneros nazis en Bélgica

“No es lícito olvidar. No es lícito callar. Si nosotros callamos, ¿quién hablará?” Primo Levi "No es lícito olvidar. No es lícito callar. Si nosotros callamos, ¿quién hablará?" Primo Levi De cuanto ha inventado el ser humano...

21 de abril, 2015
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“No es lícito olvidar. No es lícito callar. Si nosotros callamos, ¿quién hablará?” Primo Levi

"No es lícito olvidar. No es lícito callar. Si nosotros callamos, ¿quién hablará?"

Primo Levi

De cuanto ha inventado el ser humano a través de los tiempos, nada más representativo de su debilidad y de su miedo que aquellos sitios creados por los regímenes totalitarios para eliminar, física y simbólicamente, a quienes han representado un peligro para ellos. El fuerte de Breendonk es uno de estos lugares. Hoy es un memorial para recordar a las víctimas.

La primera vez que lo visité estábamos a mitad del verano. Había un cielo despejado y las sombras de la mañana se recostaban en el suelo. Pero el paisaje bucólico, en cuanto entramos al fuerte, empezó a desvanecerse.

Desde la carretera que conecta a Bruselas con Amberes, se pueden ver los cercos rematados con alambre de espino y las amenazantes torres de vigilancia del campo. Sobre la puerta principal, en un letrero, se lee: «Halt!, quien pase de este límite será fusilado». Tras las oficinas del memorial, se entra de lleno y se tiene la sensación de estar en la antesala del infierno de Dante. Un foso de agua, como los que tenían las fortalezas medievales, rodea los edificios. Nadie podía escapar. Antes de llegar al puente hay una fotografía donde aparecen algunos oficiales con el comandante, Philipp Schmitt, y su perro, Lump. Schmitt, nacido en 1902 en Baviera y antiguo comandante del campo de tránsito de Mechelen (no muy lejos de Breendonk) fue un hombre sanguinario que administraba el Lager con una disciplina implacable.

Después del puente atravesamos una puerta metálica y entramos en un largo corredor, dentro de la gigantesca estructura de hormigón y gruesos muros, a prueba de bombas. La humedad cala hasta los huesos. La escasa luz surge de viejas y vibrantes bombillas eléctricas en el techo, que emiten un intermitente y fastidioso zumbido. Más adelante es posible ver otros corredores de menor tamaño, que se conectan con el principal. Se tiene la impresión de haber entrado en una laberíntica ratonera o en un nido de cucarachas.

Resulta imposible sustraerse al horror que se respira en la atmósfera del interior.

El fuerte de Breendonk fue construido en 1906. A pesar de haber sido atacado por obuses, sobrevivió a la Gran Guerra (1914-1918) y, más adelante, tuvo diferentes usos. Al principio de la Segunda Guerra Mundial, antes de la capitulación del rey belga, fue sede del gobierno nacional. Hasta que fue ocupado por los nazis, en septiembre de 1940.

En un principio se trataba de una prisión para delincuentes comunes y personas que no querían someterse a las reglas de la ocupación. Pero después de 1941 los guardias de las SS tomaron el relevo del mando y convirtieron al fuerte en un campo para judíos en tránsito que eran deportados hacia los campos de exterminio, y en un lugar para internar a los miembros de la resistencia belga, del partido comunista, a simples patriotas y antifascistas.

Una vez en el corredor, el primer cuarto del edificio es la cantina de los SS. Ahí corría el alcohol a raudales, se presumían de la crueldad y los maltratos que los guardias daban a los prisioneros y se le rendía culto al Führer.

Al final del corredor principal hay otro largo pasillo. A la derecha están las frías y lúgubres habitaciones. No es difícil imaginar a los prisioneros hacinados en las camas; tampoco es difícil imaginarlos recostados sobre los sacos rellenos de paja, piojosos, famélicos y fatigados. En total, doce habitaciones que albergaban, cada una (en dieciséis literas de tres camastros) a cuarenta y ocho prisioneros. Las estructuras de las camas, las mesas y los bancos; las desvencijadas y corroídas cacerolas, los vasos y los platos, guardan el recuerdo de los hombres que las utilizaron. No tenían calefacción, solo estufas de leña que les permitían encender, de vez en cuando, y solo en invierno. Durante el día, cada prisionero comía 225 gramos de pan, una sopa hecha a base de agua y alguna que otra papa y escasas raciones de bellotas asadas. No era raro que tuviesen que comer pasto y hierbas para tratar de saciar su hambre.

En el corredor hay algunas llaves por donde salía agua helada. Podían lavarse a diario las manos y las caras, pero el baño completo era mensual.

Conforme recorríamos el campo fueron surgiendo los nombres del personal. Alemanes, colaboracionistas flamencos y kapos judíos. El primero que destaca es Walter Obler, un kapo judío. Él mismo mató a diez prisioneros. Más tarde fue trasladado como colaborador a Auschwitz y a Mathausen. Los kapos eran de especial utilidad, porque traicionaban a su propia gente y ayudaban a las SS a mantener el orden y la disciplina. Pero Obler no fue el único kapo sanguinario. También estaba el flamenco Valéry de Vos, en el dormitorio 6, sitio al que llamaban «El Breendonk dentro de Breendonk» por su dureza.

Al final de las habitaciones están las celdas de castigo, donde los prisioneros eran obligados a permanecer de pie durante días enteros. En una de ellas, un prisionero dibujó, sobre la pared, el rostro de Cristo. El dibujo todavía puede apreciarse.

Enfrente está el cuarto de torturas, donde agentes de la Gestapo, expertos en producir dolor (como un tal Arthur Prauss, fanático nazi alemán, excarnicero y chofer de camión), llevaban a cabo los tormentos. Todavía es posible mirar los instrumentos que utilizaban. A los prisioneros se los levantaba hasta el techo de un gancho, rompiendo sus articulaciones, luego eran severamente golpeados y, al final, se los dejaba caer sobre unos tablones en forma de picos, que les rompían las rodillas. O se les presionaban los pulgares o el cráneo con tornillos. Una tortura podía durar cinco horas. El objetivo era romperles no solo el cuerpo, sino el espíritu. La voluntad.

También hay una morgue repleta de siniestros ataúdes de madera, que eran utilizados para sacar a los muertos.

Más adelante llegamos a las duchas de agua helada, donde la esposa del SS Hauptsturmfürer, Philipp Schmitt, una alemana de origen norteamericano, miraba a los prisioneros desnudos y se burlaba de sus cuerpos y de sus partes íntimas. Otras veces, ella disfrutaba de comer pasteles y de tirar las sobras a los cerdos, frente a los pobres muertos de hambre de los prisioneros.

Luego de cruzar la cocina salimos a un patio exterior. Afuera, la luz resplandece y se vuelve a respirar con normalidad. Aunque la asfixiante angustia ha dejado sus hendiduras. Después de ver lo que el hombre es capaz de hacer al hombre, es imposible ser el mismo de antes. Llegamos a una barraca que funcionaba como oficina del personal administrativo. Afuera de las oficinas hay un enorme muro, silencioso y ennegrecido. Ahí eran recibidos los prisioneros, despojados de sus ropas, de todas sus pertenencias y rapados a coco. Se les entregaba un uniforme a rayas. No sé si en ese instante tenían esperanzas o si ya podían imaginar que para muchos era el final de la vida que habían llevado fuera. Que no volverían a ver a sus familias y que tal vez terminarían muertos.

Adentro del barracón es posible observar las fotografías y la historia personal de muchos de los oficiales y de los guardias. Todos ellos hombres despóticos y crueles que se ensañaron cada día con los prisioneros.

Al otro lado están las porquerizas. Los paquetes de ayuda humanitaria que lanzaban en paracaídas los aviones de la cruz roja eran entregados a los cerdos. En las caballerizas, cada caballo tenía un nombre escrito en una placa, para hacer saber a los prisioneros, reducidos a números, que cualquier animal tenía más importancia que ellos.

El exterior del campo es extenso.

Todavía es posible ver algunos de los vagones que eran utilizados para el trabajo de los prisioneros. Debían extraer grandes cantidades de tierra del foso que rodea la fortaleza y trasportarla en carretillas hacia otro sitio, donde construían un muro. Un trabajo que recuerda al mito de Sísifo, ya que al final resultaba un trabajo ocioso y sin sentido. La idea era cansarlos hasta que desfallecieran. Trabajaban doce horas diarias, todos los días del año. Cuando carecían de fuerzas para continuar, se les propinaban sendas palizas. En una ocasión arrojaron al foso a un judío de veinte años que no podía trabajar más y, frente a las miradas indiferentes de los SS, lo dejaron ahogarse.

Más allá están los postes de fusilamiento, perfectamente alineados, y al lado, la horca. De los 3532 prisioneros que pasaron por el campo, muchos fueron fusilados y ahorcados en ese lugar. Otros murieron de inanición y agotamiento.

El 6 de mayo de 1944, cuando se acercaba la liberación de Bélgica, los prisioneros fueron enviados a campos de concentración en Alemania, de donde regresaron muy pocos. Tras la liberación, los aliados encontraron el Lager abandonado. La mayoría del personal del campo fue enjuiciado y ejecutado por los aliados.

La huella de la locura quedó sepultada en el interior de aquella fortaleza. El Memorial es un recordatorio histórico de los actos de barbarie que es capaz de cometer el hombre en el mundo moderno.

Pero no todo es historia. Mientras escribo estas últimas palabras, actualmente, en muchos lugares del mundo, existen otros sitios donde gobiernos totalitarios ejercen la represión como medida de control, tal como ocurría en lugares como el fuerte de Breendonk.

Fuente:

Mémorial National du Fort de Breendonk: http://www.breendonk.be/fr/

Fotografías: Juan H. Rodríguez.

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