El día que la vida le ganó a la muerte

La fiesta pascual es la mayor del mundo. Al menos, de la cuantiosa parte del mundo que hace arrancar su calendario con la remembranza de un niño cuyo nacimiento anuncia… La fiesta pascual es la mayor del...

6 de abril, 2015

La fiesta pascual es la mayor del mundo. Al menos, de la cuantiosa parte del mundo que hace arrancar su calendario con la remembranza de un niño cuyo nacimiento anuncia…

La fiesta pascual es la mayor del mundo. Al menos, de la cuantiosa parte del mundo que hace arrancar su calendario con la remembranza de un niño cuyo nacimiento anuncia el principio de estos tiempos y declara una buena noticia. Es lo que se celebra en la segunda fiesta más grandiosa de ese calendario, la que llamamos Navidad, o Natividad.

Digo la segunda porque la primera es la de hoy, con que se culmina la semana santa. Si el viernes recuerda sacrificio y muerte, al tercer día se celebra el triunfo definitivo de la vida: la resurrección. Llamamos Pascua a esta fiesta, derivación del hebreo y luego del griego, que los primeros cristianos judíos hacían coincidir con el principio del Éxodo, cuando el pueblo hebreo salió de Egipto rumbo a su tierra prometida.

Es la fecha mayor de todo el año pero a muchos les pasa de noche, quizá porque no padece la brutal comercialización de que ha sido víctima la Navidad, fiesta de regalos que trae un viejo obeso, sedicente amante de los niños. Pero no hay nada más significativo que el triunfo definitivo de la vida. Y esto, como el calendario, no sólo vale para los creyentes en aquél que nació, vivió, padeció, murió y resucitó hace dos milenios.

A partir del siglo IV la Pascua cristiana está marcada por la Luna llena primaveral, primera luego del equinoccio, cuando ya los árboles dejan de ser palos secos para recuperar su verde, frondosa presencia de sombrífero cobijo; cuando la vida renovada nos recuerda que, pase lo que pase en nuestro mundo, siempre florecen las jacarandas. Pero me estoy desviando.

Veo esta fiesta como una especie de Yom Kippur, la mayor de las celebraciones judías. Es día del perdón, fecha que invita a balancear las cuentas pendientes con otros y presenta la oportunidad de planchar los resentimientos y agravios ocurridos durante un año. Los devotos practicantes de esa fiesta ayunan, se comunican, se dicen las cosas pendientes con un propósito de reparación y, como con todo perdón, se libera el camino hacia adelante para que el costal de piedras del resentimiento y el rencor no nos estorben. La Pascua cristiana también es época de renovación, y ella es imposible sin el perdón.

En animo de pedir perdón por los despropósitos verbales con que te atosigo, cedo el espacio a quienes escriben mejor que yo. El gran Antonio Machado hizo esta joyita respecto a este domingo:

Mirad: el arco de la vida traza

el iris sobre el campo que verdea.

Buscad vuestros amores, doncellitas,

donde brota la fuente de la piedra.

En donde el agua ríe y sueña y pasa,

allí el romance del amor se cuenta.

¿No han de mirar un día, en vuestros brazos,

atónitos, el sol de primavera,

ojos que vienen a la luz cerrados,

y que al partirse de la vida ciegan?

¿No beberán un día en vuestros senos

los que mañana labrarán la tierra?

¡Oh, celebrad este domingo claro,

madrecitas en flor, vuestras entrañas nuevas!

Gozad esta sonrisa de vuestra ruda madre.

Ya sus hermosos nidos habitan las cigüeñas,

y escriben en las torres sus blancos garabatos.

Como esmeraldas lucen los musgos de las peñas.

Entre los robles muerden

los negros toros la menuda hierba,

y el pastor que apacienta los merinos

su pardo sayo en la montaña deja.

Frente al ánimo juguetón y alegre de Machado, mi señor Quevedo, el de las burlas y chistes y ocurrencias con que alternaba genialmente sus siempre geniales profundidades, poemó con endecasílabos un largo verso donde hacía hablar al resucitado en extensos parlamentos. Va aquí una pequeña probada:

“…Mi cuerpo en el sepulcro está guardado

De eterna majestad siempre asistido;

Al sol tercero está determinado

Que resucite, de esplendor vestido;

El premio de mi sangre ha rescatado

Vuestra esperanza del obscuro olvido:

Seguidme adonde nunca muere el día,

Pues vuestra vida está en la muerte mía.”

 

La voz que habló del Verbo en el desierto

Dulce sonó, por la garganta herida;

De tosca y dura piel salió cubierto

El que nació primero que la vida,

Y el que primero fue por ella muerto,

Con mano al cielo ingrata y atrevida;

Que, como al sol divino, fue lucero,

Primero vino y se volvió primero.

Cuando habla don Francisco, señor de la palabra, más nos vale quedarnos callados.

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