El claroscuro Julio Scherer

Julio Scherer ha muerto y recibe todo tipo de elogios y muestras de admiración. Se ensalza la calidad periodística del reportero valiente y tenaz, el guerrero insobornable que se enfrentó… Julio Scherer ha muerto y recibe todo...

9 de enero, 2015
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Julio Scherer ha muerto y recibe todo tipo de elogios y muestras de admiración. Se ensalza la calidad periodística del reportero valiente y tenaz, el guerrero insobornable que se enfrentó…

Julio Scherer ha muerto y recibe todo tipo de elogios y muestras de admiración. Se ensalza la calidad periodística del reportero valiente y tenaz, el guerrero insobornable que se enfrentó a Luis Echeverría y a todo poder político, y los retó con la palabra que permanece; escritor preciso y filoso, entrevistador talentosísimo, fundador de empresas periodísticas, maestro e inspirador de periodistas combativos.

Para no perder mi costumbre (y de algún modo, siguiendo su ejemplo) navegaré contra la corriente. Hablaré del Scherer que conocí.

Todos elogian su defensa a la libertad de expresión. ¿Libertad de expresión? Claro que defendió la libertad de expresión. Más aún la suya: la de su propia voz.

No lo vi muy tolerante con la expresión ajena. Tenía la costumbre de meter el elemento discordante: al escuchar una exposición que me parecía impecable, escudriñaba algún punto a veces nimio para poder manifestar su desacuerdo y criticar lo que fuese. Buscaba y encontraba la oportunidad de rebajar al oponente y solazarse en ello, como buen detective del desacuerdo. Una vez osé expresar una opinión diferente de la suya luego de que —como lo acostumbraba en nuestras reuniones— era el último en hablar. Supongo que por ello me dijo algo que me sobrecogió y espero nunca volver a oír de nadie.

Antecedentes: mucho antes de casarnos, la que sería mi esposa decidió incursionar en el periodismo y se presentó con él. Impresionó al director de aquél Excélsior esa jovencita talentosa, audaz y desenvuelta; le dio orientaciones utilísimas para las entrevistas —conoció ella así hasta al un poco misántropo Juan Rulfo— y redactó un obituario a José Gorostiza que llegó un día tarde para ser publicado, pero fascinó a Scherer con su frase conclusiva: “don José, dejemos de jugar a las ausencias”.

Fue breve su inolvidable experiencia allí; tuvo lamentablemente que dejarla por motivos no periodísticos pero se forjó en ella, y años después en mí, una sólida admiración al director de aquél Excélsior.

En 1976, ante el golpe que le espetó Luis Echeverría, cancelamos la suscripción al infame pasquín en que se convirtió un gran diario secuestrado por un hatajo de truhanes, y seguimos de cerca los avatares del notable equipo que acompañó a Scherer en su salida. Por una parte nació la revista Proceso. Por otra —dada la simultánea desaparición de Plural, revista asociada a ese diario— fue notable el esfuerzo de su director Octavio Paz para fundar Vuelta, la mejor revista de México y quizá de Hispanoamérica.

Escribimos sendas cartas de apoyo a Scherer y su equipo, la de ella terminando “señor Scherer, dejemos de jugar a las ausencias”. Estuvimos presentes en una reunión fundadora convocada por él en un hotel y compramos acciones de Comunicación e Información, la empresa que dio vida a Proceso. Abrazamos con orgullo al hombre y al periodista.

Dos décadas después, en un encuentro causal me presenté con uno de los hombres más importantes de mi vida: don Juan Sánchez Navarro. Me reconoció por los artículos que yo escribía cotidianamente en Diario de Diarios y me invitó a acompañarlo los viernes en un desayuno del Club de Industriales, una de las mayores bendiciones que he recibido en toda mi existencia. Jamás agradeceré lo suficiente al generoso don Juan, señor de señores a quien llegué a llamar amigo y que quise enormemente. A los desayunos acudía siempre Julio Scherer.

Me presenté con él y le recordé brevemente esos antecedentes. Escuchaba yo con suma atención sus palabras y las del plural grupo de amigos de don Juan, gente de altísimo nivel adonde acudía yo a aprender de quienes sin embargo me escuchaban como a su par. Traté siempre a don Julio con el mayor respeto y poco a poco lo fui conociendo; lo traté varios años.

Alguna vez, relataba, me atreví a expresar desacuerdo con algo que había dicho. Se indignó e insistentemente pidió la palabra a don Juan, por alusiones. Me contradijo duramente mientras me miraba con ojos cortantes e incisivos. Decidí no volver a contrariarlo porque nunca me ha gustado discutir cuando los juicios abandonan el terreno de las ideas para invadir lo personal.

Días después hubo una reunión en que la directiva de México Unido contra la Delincuencia le pidió su opinión para una campaña. Estábamos en una casa grande y bonita, cosa que según su costumbre no dejó de remachar, como a diferencia de la “vida de trabajo” a que se veía obligado; como si esa casa no fuera producto del trabajo. En fin. Pero antes, al llegar yo a la reunión en que ya estaba él y pretendí saludarlo con un abrazo, ni las buenas noches me dio; me miró a los ojos y me espetó “Yo a usted lo aborrezco”.

No dijo más. No respondió a mi saludo y sólo acerté a decirle, atónito, ¡pero don Julio! mientras se iba a saludar a alguien más. Nunca supe si fue por haberlo contradicho o porque veía algo aborrecible en mí o en mi apellido.

Al acabar la reunión y retirarse se limitó a mirarme hondo y decirme dos veces “usted y yo ái la llevamos” lo cual nunca entendí. Nos despedimos fríamente. Un amigo a quien le narré este episodio me dijo que a él le había dicho lo mismo; “no le hagas caso”. Pues vaya costumbritas, pensé…

Pocas veces más asistió a los desayunos. Resulta que privadamente don Juan le había pedido comedimiento antes de un desayuno, pues la invitada era la esposa del presidente Fox. Se indignó tanto por lo que interpretó como censura, que se marchó y nunca regresó. Sólo volví a verlo en el Panteón Francés, donde yacía yerto el grandioso mexicano que fue don Juan Sánchez Navarro. Le di un abrazo a don Julio (procuro perdonar y no dejar cuentas pendientes con nadie en este mundo, pues no sé si lo abandonaré pronto).

Es el Scherer que recuerdo: intolerante, ególatra, rijoso, amargo, rígido, constantemente indignado y perseguidor del desencuentro; brillante reportero que ejercía como francotirador con el filo de su palabra, siempre cobijado en su talento y en su rigor con los hechos pero también en sus propias opiniones, ideología, identidad pública y fama. Es ése el Scherer que se ha ido, días después de su cercano amigo Vicente Leñero.

Siento cercanía como hombre ante quien adelanta su retiro de este mundo, más de alguien que fue todo menos mediocre. Creo que México estará peor sin Julio Scherer. Pocos habrá como él en un México repleto de arribistas y acomodaticios.

A pesar de la terrible declaración que me hizo (que espero no oír nunca más) dedico respetuosamente estas líneas a ese claroscuro hombre que, con todos los defectos que sus panegiristas hoy callan clamorosamente, ha decidido jugar definitivamente a las ausencias.

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