El cambio que no cambia nada

La palabra más recurrente en las campañas políticas es “cambio”…   La palabra más recurrente en las campañas políticas es “cambio”; sin embargo, aunque todos los candidatos a cargos de elección popular la utilizan, ninguno atina a...

28 de marzo, 2017

La palabra más recurrente en las campañas políticas es “cambio”…

 

La palabra más recurrente en las campañas políticas es “cambio”; sin embargo, aunque todos los candidatos a cargos de elección popular la utilizan, ninguno atina a explicar, en qué consiste.

Su utilización, independientemente del contexto de su manejo, es un reconocimiento tácito de que todo lo que precede al candidato en campaña está mal, sin importar si el gobierno en funciones es de su partido.

Lamentablemente, lo que se observa es únicamente un recurso propagandístico que pretende generar esperanza en el electorado cansado de promesas que no se cumplen.

El simple hecho de hablar de un cambio sin que éste se fundamente en acciones concretas es pura retórica, o peor aún que las ofertas no se cumplan una vez que se accede al poder.

No se trata de un planteamiento de corte ideológico, por el contrario, lo que resulta es un diagnóstico derivado de la insatisfacción ciudadana que reprueba la corrupción y la incapacidad administrativa.

La falta de un mecanismo legal que exija y obligue a las autoridades electas a cumplir con sus promesas de campaña, más aún si éstas fueron el factor que motivo y derivó en su ascenso al poder.

La referencia al cambio no deja de sonar atrayente, aún cuando no está claro que tan refrescante siga siendo al oído popular, e incluso si podrá seguir representando una esperanza genuina.

El abuso de la figura conlleva el riesgo de convertirse en un esquema monótono, que finalmente limita su margen de credibilidad, que remite a que todas las opciones terminen por ser iguales.

Si una promesa carece de la suficiente solidez para ser creíble y viable, no será suficiente como para poder establecer una diferencia y eso se va instituyendo como referencia.

En las once elecciones para gobernador del año pasado, la constante fue precisamente la necesidad de un cambio, esencialmente respecto de la corrupción y la impunidad que privó en esas entidades.

Independientemente de que candidatos y las fuerzas que abanderaron respectivamente se alzaron con el triunfo, lo que hoy se observa es que en la gran mayoría de los casos, las cosas no sólo no han mejorado, de hecho han empeorado.

Como ejemplo de ello, sólo basta revisar lo que sucede en Veracruz y Quintana Roo, estados devastados por sus anteriores gobiernos, situación que provocó un voto de castigo en contra de los partidos de los que emanaron, y que concluyó en un escarmiento, que fue el que se impuso para sancionar, más que a favor de sus rivales.

En contraparte, estos nuevos gobiernos se han vuelto más impopulares y con un nivel de rechazo mayor al de sus antecesores. Si a Duarte y Borge les llevó cinco años ganarse el repudio colectivo, a Miguel Ángel Yúñez y Carlos Joaquín sólo les bastaron tres meses para superarlos.

Lo interesante es que siguiendo este mismo ejemplo ambos gobernadores en funciones surgieron, militaron y construyeron sus carreras en el PRI y por una mera cuestión circunstancial arribaron al poder de la mano de otros partidos.

La mutación de colores no significa que su formación, comportamiento, conceptos, e ideales hayan cambiado sólo por el hecho de usar otras banderas para competir políticamente.

Para poder proponer un cambio genuino, por lógica, se entiende que quien lo oferta tendría que tener una ideología diferente, que sus antecedentes no estén relacionados con aquello que es objeto de lo que se enfrenta.

Esto plantea como conclusión, que si bien es completamente cierto que prevalece una urgente necesidad de cambio, este no podrá llevarse a cabo mediante un “gatopardismo”, que sólo fomenta una mayor desilusión del electorado. 

Si lo que se promete es un cambio que realmente no cambia nada, en el que que las cosas sigan igual, los unicos que se benefician son los candidatos que lo ofrecen.

Un cambio genuino tendría que trazarse en dos vías: la primera, la institucional, desde la modificación legal que incluyera reformas que limitaran la discrecionalidad del ejercicio del poder, como la revocación de mandato por ejemplo.

La segunda, una actitud diferente de quienes se postulan para cargos de elección popular y que eventualmente accederán a los cargos de gobierno, en la que realmente se modifique el comportamiento.

Para lograr el objetivo, sería necesario que ambos elementos estuvieran concatenados mediante una suerte de vinculación en la que la obligatoriedad comprometiera al cumplimiento.

No se trata nada más de una cuestión de buenas voluntades, por el contrario, dadas las condiciones actuales en las que el valor de la confianza está en su peor momento, se hace necesario imponer formatos forzosos.

Más aún que estos esquemas supusieran que la inobservancia de los mismos llevara aparejadas sanciones legales lo suficientemente contundentes, al menos para evitar la tentación de no observarlos, de otra forma el deseo de cambio se quedará sólo en eso, en una esperanza.         

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