Día 6: Nadie sabe para quién trabaja (1 de 2)

Como quedamos, el relato de nuestras reuniones se haría sin preámbulos y JG empezó así su narración: “Pues si, amigos, hoy terminó mi aventura como… Como quedamos, el relato de nuestras reuniones se haría sin preámbulos y...

1 de agosto, 2016
suricato

Como quedamos, el relato de nuestras reuniones se haría sin preámbulos y JG empezó así su narración: “Pues si, amigos, hoy terminó mi aventura como…

Como quedamos, el relato de nuestras reuniones se haría sin preámbulos y JG empezó así su narración:

“Pues si, amigos, hoy terminó mi aventura como chofer de taxi: lo vendí. Fueron diez años dedicados (es un decir, porque mi horario de trabajo rara vez excedía las cinco horas) a recorrer todos los rumbos de la ciudad, de preferencia por el sur y calles aledañas, detrás del volante del auto que cuidaba más  que la sala de mi casa porque, a diferencia de los sillones en los que a veces se duermen mis perros y Jagger, el gato, nunca permití que los asientos del taxi fueran ocupados por las mascotas de mis pasajeros. Sólo hubo una ocasión, inevitable por supuesto, en la que una pequeña perrita viajó en el asiento del copiloto, hecho ocurrido hace ya tres años y que recordé gratamente cuando un día como hoy, 25 de julio pero de 2015, abrí la correspondencia dejada en mi buzón por el tradicional cartero. La historia a la que esa perrita dio origen es la siguiente:

“Como casi todos los días, apenas iniciado el verano del 2013, me dispuse a manejar mi taxi en busca de aquellas personas que desean un transporte rápido, seguro y cómodo además de limpio y en buen estado. Por inercia me dirigí hacia el sur de la ciudad, en los alrededores de Coapa. A la altura de Canal de Miramontes y Las Bombas mi primera pasajera me cambió el día por completo. Era una joven señora con un niño como de siete años de edad, que me pidió dirigirnos al antirrábico de la zona con la finalidad de abandonar en ese lugar al perrito (después descubrí que era hembra) que llevaba en brazos porque su mamá, la abuela del niño, ya no lo soporta. Como es sabido, en esos lugares el destino de las mascotas indeseadas es la muerte, por lo cual me negué a transportarla: Es más –le dije- ¡bájese y déjeme al perro! No se si espantada o pensando que me podría arrepentir, la señora se apeó y se fue corriendo jalando al niño del brazo y sin el perro.  Así, de buenas a primeras, me quedé con una inesperada compañía de tierna mirada. No se, pero creo que también me veía tan agradecida que no le pude reclamar nada cuando se asumió como copiloto y luego se adueñó de la cabecera de mi asiento.

“Aún no reiniciaba la marcha cuando otra mujer, tal vez no mayor de cincuenta años, se acercó y con marcada cortesía me hizo la clásica pregunta: disculpe caballero, está libre. Mi deseo era decirle que sí porque ya llevaba casi una hora sin pasaje y consumiendo gasolina, pero hube que negarle el servicio al mismo tiempo que le señalaba a mi acompañante canino. La dama, no sólo por su vestimenta sino por su  forma de hablar y por sus modales muy propios (según pude observar en apenas unos instantes), me contestó que el pequeño animalito no le representaba problema alguno toda vez que ella convivía en su hogar con varios de su especie. Ante tal respuesta me identifiqué de inmediato con mi interlocutora. No me pude negar y acepté llevarla. 

“Camino a la terminal de autobuses de Observatorio, sitio al que me pidió  llevarla porque tenía que trasladarse a Toluca, ciudad en donde entonces residía, iniciamos una plática meramente de ocasión hasta que, sin darme cuenta, abordé la peripecia que dio lugar a la presencia del perrito que dormitaba plácidamente a mi lado y del problema que me representaba tener una mascota más en mi casa. Mi pasajera, de la que hasta ese momento desconocía el nombre, quedó tan gratamente impresionada por mi reacción ante la injusticia que aquella mujer iba a cometer con el animalito que se ofreció a ayudarme para encontrar quien la adoptara. Sin creerle, porque en los siete años que tenía de taxista nunca había repetido pasajero, por mero formulismo le agradecí de antemano el apoyo que pudiera brindarme para que la pequeñez a mi lado tuviera un mejor futuro. Bueno -me dijo-, entonces necesitamos establecer canales de comunicación para lograr nuestro objetivo. En primer lugar, una vez que despierte esta criatura le voy a tomar una fotografía para promoverla en mi face book. En segundo lugar, aquí  está mi nombre, mi teléfono y mi correo electrónico. Y para no distraerlo del volante, cuando se comunique usted por cualquiera de esos medios me podrá proporcionar sus datos, concluyó después de entregarme su tarjeta de presentación. 

“A esas alturas del trayecto, cuando apenas habíamos recorrido la mitad del camino, tuve la impresión que en el asiento de atrás iba una persona en la que no sólo podía sino en la que tenía que confiar. Se escuchaba tan sincera que me allané. A partir de ese momento, mi plática fue personal: le di mi nombre, le comenté del cáncer que padecí en dos ocasiones,  también brevemente le expliqué la situación con mi familia y la razón principal de la separación.

“Por su parte, Anita –como leí en su tarjeta que se llama-, tan abierta como yo, también dijo cosas que seguramente no acostumbra externar, y menos a un extraño, pero sí lo hizo conmigo. Con orgullo, me habló de sus padres. De él no mucho porque falleció muy joven cuando  la pequeña contaba apenas 11 años de edad, aunque si destacó que el amor por los animales, especialmente por los perros, tanto ella como tres de sus cuatro hermanos, todos  mayores, lo heredaron del él.  De su madre, con quien convivió todos los días durante diez años  después de divorciarse hasta su muerte en 1998, lo que una amorosa hija puede expresar en pocas palabras. Y de sus hermanos por quienes regularmente venía –y lo sigue haciendo según sé- al Distrito Federal y visita por turnos porque aunque se esfuerza es muy difícil juntarlos a todos. Sólo en ocasiones muy especiales lo he logrado. Me confió que cinco años después de la muerte de su madre le dio un infarto y permaneció hospitalizada casi dos semanas. Una vez dada de alta por los médicos del IMSS, su ritmo de vida cambió radicalmente. Además, el corporativo en el que trabajaba trasladó sus oficinas a una zona industrial cercana a la capital del Estado de México, por lo que se vio en la necesidad de cambiar su residencia. Sin embargo, sus problemas se incrementaron cuando ya establecida en su nuevo hogar la empresa  anunció un ajuste de personal que le afectó directamente.

“De repente se encontró sin trabajo y con una enorme carga de compromisos, entre los cuales destacaba el crédito hipotecario con el que adquirió la casa en que vivía. Gracias al apoyo de sus hermanos sorteó los problemas económicos inmediatos, pero ella sentía que esa no era la solución. Tenía que trabajar y salir por sí misma. Entonces, fraterna, apareció Verónica –hija de la mejor amiga de su mamá-, quien no sólo le ofreció trabajo en una clínica oftalmológica, aquí en el Distrito Federal,  de la cual era socia,  sino también un cómodo alojamiento. Sin embargo, el gusto únicamente le duró un año y regresó a Toluca para empezar de nuevo. En el espejo retrovisor me di cuenta –y ella también- que tenía los recuerdos marcados en el rostro por lo que casi al llegar a la terminal prometió: lo demás se lo platico en el próximo viaje.

“Seguramente por el compromiso mutuo de encontrarle un hogar a la preciosa perrita -como Anita le dijo cuando la acarició poco antes de tomarle la fotografía anunciada- (y a la que yo mentalmente ya le había puesto por nombre Suri debido a su extraordinario parecido con un suricato) quedamos en que, previo aviso de su parte, si el hojalatero todavía no le entregaba su auto, la recogería aquí en la terminal posiblemente en 15 días, ya que vendría a visitar al hermano en turno. 

“El resto del domingo así como el lunes y martes pasaron sin contratiempos ni novedades en mi entorno, hasta que el miércoles por la noche revisé mi correo y descubrí que Anita me había mandado un mensaje en el que lo substancial era más o menos lo siguiente: … un compañero de la secundaria, al que no veo desde hace más de 40 años, se interesó por la perrita y me pidió su dirección porque quiere, acompañado de su hija, ir el próximo sábado a conocerla. ¿Tendrá usted algún inconveniente? Si no lo tiene, en su respuesta escriba la dirección porque si no ¿cómo se la doy? Al final de su mensaje entre paréntesis escribió Jajaja, en señal de que su último comentario era broma. Con mi respuesta le envié mi dirección y el horario en el que seguramente me encontrarían”.

Con esas palabras, al cumplirse las tres horas de nuestra sesión, con Julia y Tuinqui echadas en sus pies y con el Jagger en sus piernas, JG, nos dijo: “el resto de la historia, lo conocerán la semana próxima”.

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