De un lobo con cabeza humana

Son los tiempos que invitan a aislarse, abstraerse, hablar con uno mismo. Silencio. Ahora más que nunca es mejor callar para escuchar, para sentir, percibir todo el mundo de sensaciones… Son los tiempos que invitan a aislarse,...

26 de marzo, 2015

Son los tiempos que invitan a aislarse, abstraerse, hablar con uno mismo. Silencio. Ahora más que nunca es mejor callar para escuchar, para sentir, percibir todo el mundo de sensaciones…

Son los tiempos que invitan a aislarse, abstraerse, hablar con uno mismo. Silencio. Ahora más que nunca es mejor callar para escuchar, para sentir, percibir todo el mundo de sensaciones que se nos pierden por el bullicio del mundo –aturde—. Nuestro tiempo es un tiempo de gritos, de voces que se anulan porque en altos decibeles nadie se escucha, solamente es ruido, puro ruido y allí, la neutralidad de los símbolos que transfiguran el lenguaje primigenio, se consuma. Todas las cosas son palabras, pero en un mundo como el nuestro esas palabras no son más que cosas, ya nada se sabe acerca del poder de los símbolos. Todo es materia –sin serlo realmente: no existe—, las edificaciones ya no dicen, no hablan, no son acto; no hay historia en ellos, son simples construcciones que cumplen con una funcionalidad, al dejar de ser rentables se derrumban, se pierden; están condenados a ser polvo, a perderse en la infinitud y en ello pierden todo significado. Nada habla ya, el mundo es un ruido inaudible, o mejor dicho, es un alarido indescifrable, que tiene la apariencia de ser cordero, pero que en realidad es un lobo que ya no necesita asecharnos porque ya nos devora lentamente, nos saborea — ¿a qué sabremos? La sangre espesa, coagulada de un cuerpo podrido, eso es lo que se traga ese lobo que somos nosotros mismos. ¿Qué hacer para huir de nosotros, para terminar con nosotros?

El mal está en uno mismo y nosotros nos encargamos de exportarlo al colectivo, a las sociedades: nos pasamos la vida alimentando al monstruo que somos cada uno de nosotros — ¿hasta cuándo?—. El Salvador ha muerto, el Cristo no quiere volver — ¿para qué? ¿Cuál de todos los Salvadores vendrá a rescatar a sus hijos?—. Silencio. No se sabe. Ya no importa. La fe que habitaba en el pecho de Dalí y en el de todos los hombres, como afirmaba el artista, ha huido, ¿para qué estar en un cuerpo que la rechaza, que no sabe de ella, y peor, que al percibirla, la niega y la condena al olvido?: nadie quiere estar donde no se le quiere, el masoquismo no es virtud, no es sensible al alma: la fe no conoce de dolores.

Los pensadores están ocultos, no quieren hablar, están enfermos de tanto ruido; los oídos sangran, los poetas se arriesgan, algunos más, con reservas dicen, hablan pero no son suficientes: están solos. ¿Cuándo el poeta volverá a ser escuchado? ¿Cuándo su voz será comprendida? Ojalá sea pronto. La unidad depende de su voz, porque hay tanta poesía que son islas, distantes unas de las otras — ¿y los puentes que ellos mismos crean con su voz? ¿Por qué no están alcanzando a los suyos y a los otros, a la gente que alimenta al lobo sin saberlo?

Hay que callar para escuchar, es hora de pensar más allá del futuro, ir más allá del tiempo: ser tiempo, voz: historia.

 

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