Así son los arrebatos del mundo loco que nos toca palpar, ya no solo es lo que se escucha sino lo que se puede sentir…
Así son los arrebatos del mundo loco que nos toca palpar, ya no solo es lo que se escucha sino lo que se puede sentir como garras en el cerebro, lo que se hunde como daga en la mitad del corazón y lo que queda después, un mísero corredor infinito en el que la luz no ha de llegar jamás.
Me apareció como balde de agua helada la imagen de un pequeño atrapado y, como queriendo espantar una avispa que vuela cerca del oído, sacudí la cabeza y abaniqué las manos, cerré la tenebrosa noticia y me fui a dormir con el dolor y la angustia de ese pequeño. Soñé con la sensación de abandono que tuerce los dedos y aprieta los dientes hasta sangrar la lengua.
Abandonados somos todos en algún momento, desde el primer día en el jardín de niños que, después de tanto amor y tanto arrumaco, mamá y papá se atreven a depositar al chiquitín en un lugar extraño, con un montón de extraños y lleno de señoras que no se parecen a mamá.
El abandono sucede siempre y sean quizá, los primeros traumas adquiridos en el complejo mundo de la mente, no se entienden y no hay explicación suficiente como para consolar la razón. Nos abandonan papá y mamá en la escuela, nos abandona el hermano que se fue a primaria, nos deja el amiguito que se fue a vivir lejos. Nos abandona la cobijita y hasta el pañal. Después, empezamos a abandonar las cosas, la cuna, la recámara de los papás, el biberón. La ropa y los juguetes. Nos abandona papá o mamá si se mueren cuando somos pequeños y más pronto, casi siempre, nos abandonan los abuelos que se van “a vivir al cielo”.
Ya de adultos, abandonamos la casa familiar para ir a perseguir sueños y alcanzar metas, en ese camino abandonamos las metas y nos deshacemos de los sueños. Luego, abandonamos cualquier cosa y a cualquier persona, muchas veces sin vacilación, sin pensar que estamos hiriendo a alguien hasta que se vuelve una mala costumbre. La sensación de abandono es un proceso que se tiene que vivir y es obligación del ser humano superarlo, siempre pasa, nos abandona hasta el más plácido sueño cuando suena la alarma del despertador.
Otra cosa muy diferente y cruel, es que los adultos crean tener la facultad de ‘dios’ para provocar ausencias y abandonos en criaturas que no saben más que de papá y mamá. Pequeñitos que no conocen rechazos, que no saben de noches de miedo porque papi y mami están ahí, cerquita. Otra cosa es que un ser sin cerebro y vísceras retacadas de desecho, se atribuya la capacidad para lastimar y golpear emocionalmente a los niños.
La separación de familias se da de muchas formas, es cierto, ya una vez el jefe o la jefa de familia saltaron el charco o la cerca para “buscar una vida mejor” y abandonaron a sus hijos. Es cierto que muchos indocumentados no tuvieron la facilidad, el tiempo o les ganó la desidia y no legalizaron su situación de residencia en Estados Unidos, y con todo y las justificaciones o razones que quepan en la migración de los seres humanos, no se justifica de ninguna manera y bajo ninguna circunstancia que un presidente monstruoso destroce el bienestar de los pequeños.
Son casi bebés que ni siquiera conocieron el jardín de niños y ahora se encuentran respirando alientos extraños, durmiendo en un suelo frío y siendo observados como animalitos de zoológico. Sí, la comparación y la imagen es terriblemente cruel y al personaje que hace las veces de presidente del país más “poderoso” del mundo, simplemente ‘le vale madres’. ¡Qué vergüenza tener un padre así! No puedo imaginar lo que pensarán o sentirán los hijos de Trump, sus nietos, la mujer que lo acompaña como esposa. ¡Qué vergüenza que el odio viva en el poder!
No hay suficientes palabras para describir la sensación que provocan las imágenes de niños llorando rasguñando las rejas buscando una salida. Escuchar los gritos chiquitos que ensordecen y lastiman porque parece que, como todo en el mundo de ahora, “no se puede hacer nada”.
La mano de Trump, empuñando la pluma y firmando enfurecido un papel que dicta que no se separarán a las familias no es suficiente, porque esa firma no exime el resto del contenido y las familias posiblemente se reúnan, sí, en el mismo enrejado junto a sus hijos.
La furia que corroe al venido a menos, Trump, no tiene límites y mientras más iracundo se ponga, más atrocidades se le van a ocurrir. No entiendo por qué, tanto los historiadores y los organismos mundiales, han mencionado la cantidad de posibilidades que se tuvieron en otros tiempos para detener a Hitler. Tantos que han presumido en sus publicaciones las alternativas que pudieron haber evitado, o al menos obstaculizado a tiempo el Holocausto, y ahora que el Holocausto vive en tiempos modernos, ¿ninguno puede hacer oficialmente algo?, ¿se tiene que dejar que termine de suceder para entonces, escribirlo en las páginas de la historia moderna y después decir que se pudo haber evitado?
El abandono en esos niños es un trauma importante, no queremos tener viejitos de noventa años, sentados en un auditorio recibiendo un homenaje porque son “sobrevivientes” de la era Trump y quienes les aplaudan y los abracen y les empujen la silla de ruedas le pregunten al mundo en un grito ahogado: “¿Por qué dejaron que ésto pasara?”
¿Qué han hecho por ellos, además de ir a tomar fotografías? ¿Qué podemos hacer todos, además de publicar etiquetitas con mensajes de consuelo? ¿Qué puedo hacer yo, además de estar tecleando con coraje y rabia como si de un cincel sobre piedra se tratara? ¿Qué tenemos que hacer todos? Algo habrá debajo de cada teclado, de cada libreta, en cada voz que tiene la fuerza para hacerse escuchar. Algo, algo debe haber que se pueda hacer.
Dormiré queriendo soñar que soy un mago poderoso que abrirá esas jaulas y saldrán los niños corriendo a encontrar los brazos de sus papás, aún cuando, de madrugada, el cuento de Augusto Monterroso suene como alarma: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
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