¿Cómo comenzó la Revolución Mexicana? El error de Madero

Los mexicanos celebramos nuestra Revolución el 20 de noviembre. Los mexicanos celebramos nuestra Revolución el 20 de noviembre. Y digo “celebramos”, porque la Revolución derrumbó un régimen de injusticia y opresión, y porque supuestamente traería justicia, igualdad...

21 de noviembre, 2017
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Los mexicanos celebramos nuestra Revolución el 20 de noviembre.

Los mexicanos celebramos nuestra Revolución el 20 de noviembre. Y digo “celebramos”, porque la Revolución derrumbó un régimen de injusticia y opresión, y porque supuestamente traería justicia, igualdad y progreso a todos los mexicanos. Hoy en día, a 107 años de su inicio, seguimos usando la frase “por fin te hizo justicia la Revolución” cuando a alguien le va muy bien: por ejemplo, aquel amigo o familiar que después de muchos años y esfuerzo logra adquirir una vivienda.

Nombres de revolucionarios como Pancho Villa o Emiliano Zapata son mundialmente conocidos y se han erigido en símbolos de la mexicanidad. Tal vez un extranjero no sabe que la Constitución Mexicana de 1917 fue la primera constitución social del mundo, pero está familiarizado con Villa y Zapata. ¿Qué tal Marlon Brando dando vida al Caudillo del Sur (Viva Zapata!, 1952)? ¿O Antonio Banderas (And starring Pancho Villa as himself, 2003) y Yul Brynner (Villa rides, 1968) en el papel del Centauro del Norte?

Pero, ¿cómo comenzó la Revolución?

El presidente Porfirio Díaz llevaba treinta años en el poder y, para no perder la costumbre, fue candidato en la elección de 1910. El candidato opositor era Francisco I. Madero, un acaudalado empresario de Coahuila, soñador y de espíritu democrático. Porfirio Díaz ganó la elección y Madero adujo fraude. En el “Plan de San Luis”, Madero llamó al pueblo a alzarse en armas para el día 20 de noviembre y desconoció a las instituciones y a las autoridades. “Sufragio efectivo, no reelección”, fue su lema.

Los treinta años de Díaz en el poder habían concentrado la riqueza en muy pocas manos. La inmensa mayoría de los mexicanos vivía en la pobreza más extrema e inhumana, humillada, herida y oprimida. Prevalecía la injusticia y la inequidad. La oligarquía no estaba dispuesta a perder sus privilegios ante el pueblo que, de vez en cuando, se alzaba y protestaba (Cananea, 1906; Río Blanco, 1907). El llamado de Madero fue escuchado: Pancho Villa, Abraham González y Pascual Orozco se sumaron. Poco después, Emiliano Zapata se rebeló en el sur. Empezaba la revolución.

El anciano dictador no pudo contener esta protesta, que le explotó como olla exprés tras décadas de injusticia. El ejército federal fue derrotado una y otra vez. La situación llegó a ser tan crítica, que el dictador, a finales de mayo de 1911, tuvo que renunciar y huir a Francia. Madero se hizo del control y convocó a elecciones, que, desde luego, ganó. Madero tomó posesión como presidente el 6 de noviembre de 1911.

El problema fue que Madero no comprendió que en ese momento inicial era necesario un gobierno fuerte y enérgico. Digamos que Madero era tan democrático que fue incapaz de entender que sólo un gobierno férreo y autoritario podría consolidar la revolución: no era momento para vacilaciones; en una segunda etapa habría lugar para el diálogo y la democracia. En efecto, tanto los jefes revolucionarios –que ansiaban el poder– como los oligarcas –replegados y tramando toda clase de bajezas contra Madero desde la Embajada de los Estados Unidos– estaban dispuestos a cualquier cosa. El peor escenario se hizo realidad: Emiliano Zapata, harto de tanta tibieza, se alzó contra Madero; por otro lado, los oligarcas y los extranjeros planearon un golpe de Estado con el embajador de Estados Unidos, para asesinar a Madero y poner en el poder a un general afín a los intereses del capital.

Madero no era un hombre con malicia. Se metió en la boca del lobo y durmió con el enemigo: puso al mando del ejército a Victoriano Huerta que, pocos días después, lo traicionaría en complicidad con el embajador Henry Lane Wilson, y lo asesinaría junto con el vicepresidente Pino Suárez. Gustavo Adolfo Madero, hermano del presidente, ya lo había prevenido: Huerta no era confiable y estaba conspirando; pero Francisco no quiso creerle. Desesperado, Gustavo increpó a Huerta frente al presidente; Huerta negó las acusaciones y… bueno, el presidente Madero le creyó. Todo esto sucedió en poco más de diez días, del 9 al 22 de febrero de 1913: “La decena trágica”, una serie de acontecimientos muy violentos que iniciaron con la sublevación del general Manuel Mondragón, pasaron por la usurpación de Huerta y terminaron con el asesinato del presidente y del vicepresidente.

México se convirtió en un polvorín. Caudillos y jefes revolucionarios del norte se aglutinaron alrededor del gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, y no descansarían hasta deponer al usurpador (desde entonces, Victoriano Huerta es a México lo que Judas Iscariote es al cristianismo: el personaje más nefasto de nuestra historia; por su parte, Francisco I. Madero se convirtió en el apóstol de la democracia). Carranza se proclamó Jefe del Ejército Constitucionalista y lideró la Revolución. Se puede decir que el bando ganador de este conflicto fue el de él, aunque, como casi todos los revolucionarios, también murió asesinado.

En esta guerra fratricida hallaron la muerte más de un millón de mexicanos, lo cual es una cifra tremenda si tenemos en consideración que la población de México en aquella época no rebasaba los 15 millones.

La Revolución se “institucionalizó”: el así llamado “Máximo Jefe de la Revolución”, Plutarco Elías Calles, fundó el PNR (Partido Nacional Revolucionario, que después adoptaría los nombres de Partido de la Revolución Mexicana –PRM– y Partido Revolucionario Institucional –PRI–, que hasta la fecha utiliza) con la intención de consolidar y perpetuar las conquistas revolucionarias y generar justicia social para todos los mexicanos. ¿Logró su cometido? A juzgar por lo que dijo uno de sus más conspicuos miembros, no. En 1992 el ex-presidente José López Portillo se autodenominó “El último presidente de la Revolución”. Pensó que el gobierno de Carlos Salinas representaba un giro contrario a la Revolución: “el país vive cambios que van a contrapelo de nuestros antecedentes revolucionarios”, dijo. Empleó cuidadosamente el vocablo “contrapelo”: contra el curso o modo natural de algo; con violencia. Pocos años después de tan tremenda declaración, en 2000, el PRI perdió las elecciones presidenciales. Pero en 2012 recuperó la presidencia. Se sigue llamando Partido Revolucionario Institucional. Pero, igual que en “El nombre de la rosa” (de la rosa sólo queda el nombre), la Revolución en ese partido parece que es sólo una palabra.

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