Aquella cálida ráfaga

En este mes de abril en el que en Argentina rendimos homenajes a nuestros jóvenes soldados que dejaron la vida en las Islas Malvinas.. En este mes de abril en el que en Argentina rendimos homenajes a...

17 de abril, 2018
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En este mes de abril en el que en Argentina rendimos homenajes a nuestros jóvenes soldados que dejaron la vida en las Islas Malvinas..

En este mes de abril en el que en Argentina rendimos homenajes a nuestros jóvenes soldados que dejaron la vida en las Islas Malvinas en esa desigual guerra de 1982, rescaté los recuerdos de mi visita a ese territorio en mi juventud, mucho antes de la guerra, y escribí este relato ficción con elementos de una realidad.

Se acarició su cabello entrecano. Pronto nacería su primer nieto. Cuántas emociones se le agolpaban en sus pensamientos, cuántos recuerdos, risas y algarabías, pasos y paseos, caminos, senderos, viajes, objetos.

Como queriendo rescatar todo ello, subió pausadamente hasta el altillo. Cajas prolijamente rotuladas con objetos de la historia de su vida, anaqueles llenos de esos viejos libros que la acompañaron tantos días de su juventud y esas colecciones llenas de romanticismo de su niñez. Parecía que duendes y hadas, parejas y amoríos, historias de amores contrariados y  algo de erotismo se escapaban de sus páginas. Hasta la voz de mamá leyendo alguna vieja historia se filtraba entre las rendijas de aquel estante. O la de papá enseñándole siempre.

Involuntariamente, abrió el desvencijado baúl, que era herencia de su abuela materna y que había resistido el viaje en barco desde la Europa en guerra a la tierra americana. Estaba pleno de objetos, de sus mejores recuerdos.

Tomó algunos muñecos que estaban arriba, los volvió a su lugar. De pronto, aquel simpático pingüino fue como si la llamara lleno de encanto. Lo tomó, lo acarició, lo acunó. Imaginó la manita de su nieto acariciándolo… Y como si los objetos se conjugaran para rescatarla de su realidad, aparecieron aquellos papeles. Tomó uno. Era el menú de la cena del 16 de enero de 1974. En el frente, Tunisi, Aquarello de Ferruccio Steffanutti (1928 – 1970) y en las hojas centrales el menú. Lo recordó con la absoluta precisión con la que permanecen los buenos momentos en la memoria. Junto al menú, estaba también el tríptico con las actividades. Con ojos ya húmedos de lágrimas leyó: 21:30 – Noche de Baile con la Orquesta Côte d´Asur en el Salón Riviera; 2:30 Zarpa el buque de Ushuaia. Se vio con sus amigas, con las que compartía ese magnífico crucero al sur de los mundos. Danzando en los salones, disfrutando de las piscinas, compartiendo actividades en los puentes y las cubiertas, haciendo excursiones por tierra. O disfrutando de tragos en cualquiera de los cuatro bares, aunque siempre prefirió el pequeño y cálido de sillones tapizados en cuero de vaca con un vaso de buen cognac y un bombón Bacio de Peruggina.

Sintió de nuevo la inmensa conmoción que le produjo zarpar de Ushuaia, esa magnífica ciudad fueguina y la más austral del mundo. Y no sólo por lo que dejaba atrás, sino por las aventuras de los dos próximos días, tal vez los más esperados del viaje.

La mañana siguiente fue diáfana, ninguna nube perturbaba el azul, ninguna brisa hamacaba al crucero. Dejando atrás las tierras continentales e insulares, el buque se adentró en el mar. Todos estaban en cubierta disfrutando los azules de cielo y mar y esperando ansiosos. De pronto apareció, el promontorio rocoso de Cabo de Hornos. Tantas fantasías, tantas historias de dragones, naufragios, dificultades, marinos cargando con miedos y leyendas. Y ahí estaban. Yermas y gigantescas rocas emergiendo en la nada. Fantasías disolviéndose en un mar calmo. Clases de geografía de la escuela primaria mostrándose en toda su inmensidad. Un intenso ulular de sirenas saludó al extremo de América y la nave siguió su recorrido de cielo y mar.

Por la noche, en una velada, todos recibieron su Diploma de Lobo de Mar por haber circundado tan célebre formación pétrea.

Luego de un rápido trago, se retiraron a sus camarotes. Los esperaba al día siguiente otra fantasía al alcance de la mano.

Ella puso bien tempranito su despertador. Sola. Sus amigas, mucho menos andariegas y curiosas, se quedarían durmiendo. Se vistió con su conjunto celeste de camperita impermeable y no muy abrigada y su pantalón azul. ¿Colores para reafirmar su ser nacional? Tal vez. Hoy, a la distancia, ve esos colores, sus cabellos largos al viento, y todos los recuerdos se le escapan a borbotones. Fue al salón Comedor, desayunó y pidió una vianda para pasar el día. Antes de las ocho, ya estaba, sola y excitada, en la fila para tomar la lancha.

Observó todo. Desde el inmenso transatlántico, que se hallaba fondeado en alta mar, sin nada alrededor que no fuese agua, vio cómo colgaban cuerdas y maderas improvisando un muelle de desembarco para arribar a los lanchones, que también se descolgaban de la nave. En su parte superior, a modo de techo, botes salvavidas inflables. Sonrió recordando aquellos juegos con su hermano menor construyendo la idea de infinitud, una imagen, y otra, y otra en las sucesivas etiquetas impresas. Un barco, una lancha, un bote… uno dentro de otro para asegurar inseguridades.

Pronto bajó al muelle y tomó la segunda lancha. Puerto Stanley, en esa lujuria intelectual que representaban las Islas Malvinas en su formación argentina, ya estaba en su derrotero.

Tomó la cámara de fotos y aquellas lejanas tierras que tanto había dibujado y pintado en los mapas de Argentina se iban acercando.

   -Hola. Me llamo Carlos Alberto.

Se dio vuelta, no lo había visto nunca durante el viaje. Impecablemente vestido de blanco. Alto como ella. De cabellos castaños como ella. Con unos coquetos anteojos que coadyuvaban a su pulcro aspecto de intelectual.

   -Hola. Yo, Alicia.

   -Dame, te saco una foto.

Comenzaron a compartir expectativas, fotografías, anhelos de conocer esas místicas tierras insulares.

Arribaron. Él saltó primero y le ofreció su mano para descender. Se notaron ambos que llevaban la bolsita blanca de letras celestes con la clásica vianda de la compañía y que era promesa de un día largo para vivir.      

Focas y lobos marinos, al lado del pequeño muelle, les daban la bienvenida.

Presurosos comenzaron su recorrido. La calle principal los recibió, con la Christ Church Cathedral (Eglise Anglicane) donde crece tal vez el árbol más alto de las islas, que se caracterizan por su vegetación achaparrada, motivada por los fuertes vientos que no tienen barreras naturales que los contengan.  Se tomaron las primeras fotos en el lugar. Un vínculo empezaba a unirlos. Ese paisaje tan esperado se les metió en la sangre junto con esa experiencia de dos soledades para compartirlo.

Comenzaron a observar todo. Carteles en inglés, construcciones típicamente victorianas inglesas, mano izquierda de circulación, motos, jeeps Land Robert, viejos automóviles señoriales, bombas londinenses para extracción de agua, tradicional monumento hecho con vértebras de ballena. Una larga avenida principal junto al mar desde donde nacían callejuelas empinadas de dos o tres cuadras hacia el interior.

A las nueve en punto se abrieron las puestas del Store más importante, un pequeño mercado con toda clase de productos. Fueron. Compraron algunos recuerdos y chucherías. Él le regaló un pingüino de peluche, lo llamaron Ping. Se lo entregó con un cálido beso en la mejilla, como asegurando desde temprano esa magnífica experiencia. Se colgaron en una primera mirada profunda, negra intensa la de él, azul cristal la de ella.

Pagaron en libras, peniques y chelines. Pesaron en onzas. Midieron en yardas. Ella se preguntaba dónde estaba aquella visión que su maestra de 6º grado le había marcado a fuego “Las Malvinas son argentinas”. Nada lo era.

Desde una ventana de una de las casas señoriales, pudieron ver el asombro con que unos inglesitos de pelos rubios, ojos celestes y pecas, observaban curiosos tal invasión de turistas.

Compraron tarjetas, se sentaron en un cordón de vereda, las escribieron y fueron al Correo a enviarlas. Con los pulsos acelerados, sabían que era ésa una experiencia fuerte en sus vidas.

Continuaron el recorrido. En la Iglesia católica Stella Maris se conectaron con el sacerdote, tal vez uno de los pocos de habla hispana en el lugar. Les contó historias, curiosidades, formas de vida.

Recorrieron la casa del gobernador, se extasiaron con las flores de los invernaderos, se impactaron con frutos y hortalizas de otros invernaderos y con garages llenos de turba para la calefacción. Sintieron como una daga la bandera inglesa que flameaba potente por el viento en todos los mástiles.

El día, que había comenzado diáfano, calmo, de temperatura agradable, comenzó a ponerse agresivo. No les importó. Siguieron curiosos investigando lo que los rodeaba y tenían al alcance de su mano, tal vez por única vez. Parecía que la vida los había puesto juntos en ese lugar para potenciar sus ansias de saber y devorarse todo. Almorzaron sentados en el césped de un parque las viandas que portaban.

Se hicieron las primeras confidencias. Reían de las coincidencias de sus vidas, se mofaban de las diferencias, se divertían, podían ser cada uno dibujando su vida para el otro.    

Después del informal almuerzo, recorrieron la escuela primaria, única de las islas ya que la educación era itinerante por las estancias.

Llegaron al extremo de la avenida costera. Allí se sacaron fotos en el Monumento a la Fragata Clío que conmemora la obtención de las islas para la Corona Británica, otro estilete clavándose en su sentido de la patria usurpada. Se sentaron en los escaloncitos de mármol que lo rodean. Sus manos se buscaron, sus dedos se entrelazaron y el beso estalló primero lleno de timideces, luego intenso, incontenible.

Con mucho frío, el cielo totalmente gris, retornaron al muelle. Reanduvieron la larga avenida, ahora abrazados, redescubriendo flores y paisajes, robándose besos en los rincones de los jardines. Eran casi las cinco de la tarde y seguro la última lancha ya zarparía para volver al crucero.

Altas y endemoniadas olas marcaron el recorrido de regreso de veinte minutos. Ella miraba hacia el norte, donde allá a lo lejos, en su suelo santafesino, sus padres la esperaban. Él la abrazaba tratando de ahogar entre ambos el miedo a tanta furia de inmensidad. Llegaron al improvisado muelle.

   -Por fin en tierra firme – dijo ella y todos rieron estrepitosamente, tal vez por la alegría de llegar, tal vez por la ocurrencia de que una nave sea tierra firme.

Estaban helados por el viento y mojados por las olas que los amenazaron durante la travesía. Él la invitó a su camarote, ella accedió. Mientras el buque zarpaba, tomaron un whisky. Tal vez para calmar el frío. Tal vez para animarse a finalizar juntos esa jornada tan especial que habían vivido.

Las miradas se hicieron caricias. Los comentarios de Puerto Stanley, confidencias. El frío del exterior, calor en sus cuerpos. Y el sexo llegó. Fue como si ese paisaje tantas veces avizorado y esos cuerpos jóvenes, se fundieran en un mismo deseo.

Por la noche, ella volvió con sus amigas a la rutina de cena, salones, fiestas, juegos, cine. En los tres días que duró el viaje en alta mar hasta llegar a Buenos Aires, sólo lo vio de lejos. Ni una oportunidad de un cambio de palabras, de miradas, de deseos. Nada. Sólo ese recuerdo intenso allá en las islas. Como formando parte de un mismo dibujo.

La última cena en el buque fue muy especial, despidiendo al Comandante. Aún degusta en su memoria el exquisito gâteau que sirvieron y el burbujeo de esa copa de champagne celebrando el final de la travesía. Pero de él, sólo ausencia.

Diez de la mañana. Todos en cubierta mirando cómo los prácticos del Puerto de Buenos Aires entraban la nave a puerto y la anclaban. Allá a lo lejos lo vio. Ya era tan lejano como las islas.

Se acodó con sus amigas en la baranda. Nadie las esperaba, faltaban algunos kilómetros en bus para el reencuentro familiar. En ese momento, sólo disfrutarían de la visión de otros reencuentros y de la música del tango “Mi Buenos Aires querido” que, ejecutado por una gran orquesta,  en el muelle les daba la bienvenida.

De pronto lo vio descender y abrazar a una hermosa muchacha rubia y a dos pequeños niños que se le colgaron de su cuello. Abrazó fuertemente a Ping y supo que el sueño quedaba para siempre allá en las heladas tierras y en una tarde fría de un lujoso camarote.

Vuelve a tomar el pingüino de peluche y lo acuna. Sueña con las caricias de su nieto.

Sabe que siempre que ella o que él piensen en Las Islas Malvinas, en medio de ráfagas heladas e inclementes, habrá una ráfaga dorada, calma, cálida, que les traiga el recuerdo de tan únicos y maravillosos momentos.

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