“El tren acababa de salir de Génova y se dirigía hacia Marsella, siguiendo las profundas ondulaciones de la larga costa rocosa, deslizándose como serpiente de hierro entre mar y montaña, reptando sobre playas de arena amarilla en las que el leve oleaje bordaba una lista de plata, y entrando bruscamente en las negras fauces de los túneles, lo mismo que entra una fiera en su cubil.
Una voluminosa señora y un hombre joven viajaban frente a frente en el último vagón, mirándose de cuando en cuando, pero sin hablarse. La mujer, que tendría veinticinco años, iba sentada junto a la ventanilla y miraba el paisaje. Era una robusta campesina piamontesa de ojos azules, pechos abultados, y mofletuda. Había metido debajo del asiento de madera varios paquetes, y conservaba encima de sus rodillas una cesta.
El joven tendría veinte años; era flaco, curtido; tenía el color negro de las personas que cultivan la tierra a pleno sol. Llevaba a su lado, en un pañuelo, toda su fortuna: un par de zapatos, una camisa, unos pantalones y una chaqueta. También él había ocultado algo debajo del banco: una pala y un azadón, atados con una cuerda. Iba a Francia en busca de trabajo”. (Idilio) Novela del escritor Guy de Maupassant.
Los anteriores párrafos dan inicio a su escrito, mismo que me permití continuar con mi propia versión y lo titulé “Un regalo irrepetible: … el joven labriego iba a Francia busca de trabajo, ya que las escasas liras que percibía en los sembradíos de peras, duraznos y manzanas en su natal Venecia, -allá, frente al mar Adriático- apenas cubrían sus gastos, y anhelaba que en lo futuro le pagaran con francos.
La pechugona sacó un libro de poemas amorosos, el “Canzoniere”, de su paisano Francesco Petrarca, donde su musa es la amada Laura. Recitaba en voz baja, aunque perceptible a los oídos del sorprendido campesino Marcello, que hasta ese momento descubrió la dulce voz de Vittoria:
“No era su andar cosa mortal grosera,
sino hechura de ángel, y sonaba
su voz como no suena voz humana…”
Ella abrió su cesta y descorchó una botella de vino tinto Lechthaler Pinot Nero, sirviendo para ambos en unas diminutas copas de plata.
-Marcello, ¿conoces a la cantante Alba Florenti?
-¡No, no la conozco ni en fotos!
Ante tal respuesta, una pícara sonrisa se dibujó en sus rojos labios. Dijo de nuevo ¡Salud! chocando con energía la copa del recién conocido compañero de viaje. Treinta kilómetros más de abrazos, masajes, besos, “traca-tacas”, humaredas y resoplidos de vapor y el tren detuvo su andar en la “Estación Gare Nice Ville” de la bella ciudad Niza.
Entraron a un hotel construido sobre las ruinas de un convento del s. XVIII. Él, recostado en un rojo diván esperaba que ella se diera un baño con esencia de violetas. Brindaron con una botella de champán “Veuve Clicquot” y unos “Croissants rellenos con jamón de Parma”. Vittoria puso en funcionamiento la vitrola. Bailaron varias piezas, entre ellas una hermosa melodía francesa al piano, llamada “La Madelon”.
“Cabarin, se llama el cabaret, / la cantinera es una moza/ llena de fuego y de pasión, / ríe y con todos retoza, / linda es la Madelon…”
Al día siguiente, durante el resto del viaje la pasaron con más tranquilidad; los ardientes besos ahora fueron tibios pues llegando a Marsella se despedirían, que así lo acordaron mientras desayunaban esa mañana. Marcello trataba de aceptar que todo había sido un inesperado obsequio del destino, compensando así su menesterosa existencia; un regalo misterioso, de esos que producen mucho placer y también mucho sufrimiento y que nunca se repiten.
Llegaron a la “Estación San Charles” de Marsella. Se despidieron en el andén casi en silencio. Vittoria le obsequió su libro de poemas y un beso en la frente. Marcello agacho la cabeza y dio media vuelta. Vittoria le mintió al decirle que era maestra de un Kindergarden.
La realidad fue que se trataba de la conocida soprano Alba Florenti, que viajó a esa ciudad a firmar un contrato para cantar el 21 de julio, “Día de San Víctor de Marsella”. Era descendiente de la también soprano Claudia Florenti, quien en unión del tenor Lorenzo Salvi entonaron por vez primera el “Himno Nacional Mexicano”, en el teatro “Santa Anna” de la ciudad de México, aquel muy lejano 15 de septiembre de 1854.
Marcello no encontró trabajo en los sembradíos de la vid, y se dirigió a Provenza a laborar en los exuberantes campos de lavanda.
A principios del otoño de 1920, finalizando su jornada casi anocheciendo, con ambos instrumentos de labranza sobre sus hombros regresó al campamento. Encendió una fogata con el “Canzoniere”… lo vio arder hasta convertirse en ceniza. Ya no le importaba seguir conservando el libro, pues ya se había aprendido uno de tantos sonetos, y se le oyó decir: “De mi mismo me siento asombrado, / que siempre avanzo y no sé desunirme/ del yugo que he querido sacudirme, / y más me acerca estar más apartado…”.
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