Este es otro escrito del Profr. Felipe Ojeda Meza, también proporcionado por su hija Mélida. Se trata de una narración ubicada en el poblado San Antonio, distante 60 km al sur de La Paz. Esta historia se dio en los inicios del segundo tercio del siglo XX, cuando nuestro Estado -Baja California Sur- todavía era un territorio federal. “San Antonio del Real” fue un distrito minero de importancia, y dicho sea de paso, es digno mencionar que en el año 1768 por aquí anduvo todo espinado, pero saboreando agridulces pitahayas un importante personaje, egresado de las universidades de “Salamanca” y de “Alcalá de Henares”: Don José de Gálvez y Gallardo, “Visitador de la Nueva España”. He aquí el trabajo de Ojeda Meza:
En 1935, San Antonio, pueblo del Territorio de Baja California Sur, era centro de intensa actividad que le imprimían algunas empresas mineras, como la del general Olachea, que tenía su planta de beneficio en “La Posta” y cuya mina “El Sol de Mayo” gozaba de fama por su riqueza; la empresa “Pearson”, de Juan Andrés Pearson, con su beneficio allá por los Sanjuanes, y, para no quedarse atrás en cuanto a minas, allí estaba la de “San Cristóbal”. Había otras menores, como la de Vicente Ibarra, que se nutría por el producto de los “metaleros” y cuya planta se encontraba por el lado de “Las Parras”.
San Antonio era un pueblo feliz; feliz y pintoresco, tanto por su geografía, como por su gente. El 13 de junio, día del santo patrono, se celebraba una gran fiesta popular y de las rancherías y pueblos vecinos, acudían todos al mineral a divertirse en grande. No faltaba a estos festejos gente de La Paz, El Triunfo, Todos Santos, San Bartolo, y uno que otro de Santa Rosalía.
Todo mundo conocía los eventos tradicionales que se iniciaban desde temprana hora, cuando los rancheros de Los Planes invadían las calles en sus hermosos caballos planeños y luciendo con gallardía el vistoso atuendo del vaquero sudcaliforniano: cuera, polainas de gamuza; buena silla adornada de plata; cabezadas y escuelas recubiertas con el mismo metal que sonaban como campanitas anunciando su presencia a cuyo frente invariablemente, como un centauro, como un general de Caballería, marchaba el pintoresco tío Chimo.
A las diez de la mañana se iniciaban las competencias “de a caballo”. Primero, a “sacar el gallo”. En esta prueba se entierra un gallo en la arena, dejando libres cabeza y pescuezo y luego los concursantes, a todo galope, tratan de sacarlo, “barriéndose” hasta la arena para cobrar la presa, que se defiende con toda agilidad. El jinete que logra la hazaña obtiene un premio en metálico, con una banda de listón, y un abrazo de alguna de las madrinas de la fiesta.
Seguían las “carreras de cintas”, en el mismo lugar. Entre dos postes separados por una distancia de diez metros, se ataba fuertemente un alambre bien tenso, y ahí se colgaban en listones argollas con un diámetro como pesos del 0720. A todo correr de sus caballos, los hombres trataban de ensartar con una vara las argollitas y quien mayor número cobraba era el triunfador. Premios: listones y abrazos; aplausos y vivas, en medio de la algarabía popular.
Tercera competencia: carreras de caballos. El “Zarco”, de San Bartolo, de don Pancho Silva, contra el “Alazán” de San Antonio, de Pablito Manríquez; el “Colorado”, de El Triunfo, de Toño Ojeda, contra el “Tordillo”, de San Antonio, de Bebo Hirales; el “Moro”, de El Valle, de Fernando Romero, contra el “Palomino”, de San Antonio, de Ricardón. Fiesta, júbilo, albures, gritos, alegría. Pierda quien pierda; gane quien gane. El pueblo está feliz y es lo que vale. Alegría sana, pueblerina; limpia como Sudcalifornia.
Para la cuarta competencia había que cambiar de escenario, caminar arroyo abajo hasta un palmar cuyo nombre escapa a mi recuerdo. Allí enfrente se desarrollaba el concurso de barreteros, una especie de ritual en el que el minero mostraba su pericia para horadar la roca a fuerza de marrazos y de barrena.
Ahí, soberbios como héroes olímpicos, con el torso al sol ante la muchedumbre expectante, estaban Pilar Manríquez, llevando como peón al Bebo Hirales; el “Güero Rafail”, con el Mayo Manríquez como peón; el “Chancletón”, con el “Juanillo”; más allá don Bernardo Torres con Toño Manríquez. Fija la barrena, sereno y concentrado el peón, tensos los músculos del contendiente, se daba la señal de iniciar y un cántico de yunques, música de rechocar de aceros y un resoplar de toros se elevaba sobre el dilatado silencio de la multitud. Fuerza, entrega, sudor, rubricaban el final de la competencia. Quien más hondo había clavado la barrena, sería el mejor hasta el siguiente 13 de junio.
Las autoridades eran, desde luego, el centro responsable del evento. Don Eleazar Carrillo, hombre de proverbial honestidad, era el delegado; don José Manríquez Méndez, el recaudador de rentas; Firmato Pozo, alegre, bohemio y admirado por el pueblo, era el comandante de Policía.
Previsor como era Firmato, para garantizar el orden nombraba unos cincuenta auxiliares para velar por la observancia del Bando de Policía y Buen Gobierno. Los más famosos jóvenes de San Antonio se disputaban el honor de ser sus ayudantes y el día 12 se presentaban al patio de la Delegación, llevando al cinto imponentes pistolas de distintos calibres, marcas y épocas, que jamás pensaban utilizar, y, como tocado, sombreros de ala que les daban aspecto de vaqueros del Oeste, con lo que cada uno se sentía “el muchacho”, como en las películas tejanas que estaban de moda. Ahí recibían las instrucciones necesarias, y eran investidos como representantes de la Ley.
Pero, ¡que caray!, siempre ha habido rebeldes, y San Antonio no se quedaba atrás. Por ahí andaban Manuel y Antonio Almeida, Chavalo y Pilar Manríquez, los héroes de la fiesta, y ellos también tenían su gente. Según Firmato y los “sherifes”, estos amigos no llegarían al baile a la plazuela, porque primero los meterían a todos al bote.
Ante esta advertencia, aquellos aceptaban el reto de la Autoridad, y al filo de las doce, al grito de “¡Viva Manuel Almeida!”, “¡Viva Pilar Manríquez!”, “¡Viva Chavalo Manríquez, y al que no le guste el fuste que lo tire y monte en pelo!”, se ponía lo bueno, sin faltar el grito de Carrasco, el panadero, de “¡Ay Carruscatrusca, si no me quieres pa qué me ocupas!”.
Los representantes de la Ley, a la voz de “¡Viva Firmato Pozo!” y “¡no corras, Almeida”, formaban un cordón alrededor de la plazuela para evitar que entraran los rijosos, quienes seguían su avance levantando los puños hasta que las dos fuerzas se encontraban y se producía el inevitable choque: patadas, trancazos, suelazos y maromas; un huracán tropical ante el júbilo de los mirones que lanzaban vivas al bando de sus simpatías. Era ésta la parte espectacular de la fiesta, la más esperada, la más hermosa.
Y al día siguiente, la cárcel estaba a reventar. Pero no siempre la ocupaban los rebeldes, pues si perdían el pleito los “sherifes”, eran ellos quienes amanecían tras las rejas. Eso sí, muy temprano, ocurrían ante la Autoridad de don Eleazar, quien les imponía una multa de cinco pesos por faltas al Bando de Policía y Buen Gobierno.
Después, todo mundo a su labor. Unos a las minas, otros a los ranchos; sin rencores, unidos como una gran familia. Los niños de la escuela dedicábamos todos los días del año a hablar de las proezas de nuestros héroes: que si Pilar era mejor barretero que el “Güero Rafail”; que si el “Alazán” era más ligero que el “Zarco”; que si Firmato era mejor para las patadas que Chavalo Manríquez…
Nunca hubo sangre, nunca hubo balazos. Así eran los pueblos de Sudcalifornia, con su gente eternamente noble y sencilla.
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