Caminando tranquilamente llega a la esquina; espera unos instantes y apura el paso al cruzar la calle, continuando su derrotero sobre empinada banqueta. En sentido opuesto bajan por la misma acera jóvenes parejas hacia el carnaval; algunas tomadas de la mano, otras, abrazadas, y más atrás una venerable parejita transita lentamente en fila india. ¿Cuántos carnavales habrán pasado juntos? Se dice que al arribar los esposos a la edad otoñal, su lejana y mutua pasión se convierte en un inviolable pacto de compañerismo. Se pone de manifiesto, pues, la práctica del “eterno retorno”.
Nuestro caminante abre una puerta y se dirige a la barra. Al verle llegar el barman le dice:
– ¿Qué ondas jefe, lo hacía en el carnaval?
– ¡Para nada! He disfrutado muchos carnavales, ya no me llaman la atención.
– Pues yo, saliendo del jale me arranco para allá. ¿Qué se toma?
– Que sea un tarrito bien frío, por favor.
Debido a las fiestas carnestolendas el salón no se hallaba muy concurrido, sólo dos o tres mesas ocupadas, y ante la barra, aparte del recién llegado, dos clientes jugando al cubilete. Se retira a una mesa y cómodamente se dispone a ver el televisor, que en esos momentos transmite noticias de un canal nacional, así como algunas imágenes de los carnavales de Río de Janeiro, de Veracruz, y de Mazatlán. Admira, pero no las escenas de carros alegóricos, sino a las bailarinas, especialmente las brasileñas.
Enciende un cigarro y, al exhalar, las volutas de humo se confunden con sus blancos cabellos.
Llega al bar una dama, tal vez frisando tres décadas, piel morena clara, de larga cabellera negra, y ojos cafés. Se ve de considerable estatura, a pesar de no usar tacón alto. Una blusa roja encierra su cintura de avispa pilera, y con su holgada falda beige a la rodilla, de muy difícil manera logra disimular sus caderas de ánfora romana. El barman le entrega un vaso de agua con hielo. Mira en derredor… bebe un sorbo y, tímidamente se aproxima a la mesa del señor que acaba de dejar la barra para ver el noticiario.
– Señor, ¿me permite acompañarlo un momento?
– Desde luego, puede tomar asiento con toda confianza.
– Pero sólo vengo a platicar, no vaya a pensar otra cosa.
– Por supuesto que tampoco es mi deseo faltarle al respeto, señorita.
Un parroquiano que no alcanza a escuchar lo que platican los observa con turbios ojos y, se le oye decir, “pinchi maistro suertudo”.
Con vacilante paso llega a la sinfonola y deposita unas monedas; en su espalda se aprecia el logotipo de una empresa refresquera. Vuelve a su lugar, y al sentarse lanza una inquisidora mirada de reojo hacia la dama, chasqueando su lengua, tal como lo hacía “el lobo feroz”. Mientras tanto la naciente pareja dialoga animadamente, ajena a las tonterías de aquel rechoncho y envidioso intruso. Ella le pregunta:
– Disculpe, señor, ¿a qué se dedica usted?
– Soy trabajador de la universidad del Estado.
-¡En una universidad! Cuánto extraño mi estancia en la UAG; tuve que dejarla recién iniciado el tercer semestre en Medicina.
Un mesero les lleva dos cervezas de barril, y dicen ¡Salud! Poco a poco, al frescor de los espumantes tarros la bella dama se muestra más expresiva.
Y bien, ¡Quién es ella? Su nombre es Elizabeth, descendiente de una reconocida familia jalisciense; de la misma rama del Lic. Ignacio L. Vallarta, quien fuera gobernador de Jalisco durante el periodo 1871-1875, en cuyo honor conocemos lo que hoy es Puerto Vallarta.
Le confía ella su triste soledad. En plena juventud peca por amor al enamorarse de un irresponsable junior, quien al saberla embarazada prefiere continuar sus estudios en una universidad de California, -en complicidad con sus queridos padres.
El honor de la familia se siente mancillado, y a cada rato le reprochan su proceder, al grado de sugerirle el consumo de sustancias abortivas. La relación intrafamiliar se vuelve un infierno, y maleta en mano escapa de cas a través de una ventana. Llega a la estación de autobuses a medianoche y parte rumbo a Mazatlán, donde labora algunos años en un laboratorio de análisis clínicos.
Antes de cumplir dos años muere su inocente hijo a causa de una enfermedad contagiosa. En el mismo hotel en que vive llega a hospedarse una ex compañera de preparatoria. Reinician amistades y comete la imprudencia de renunciar a su trabajo y, ambas empiezan a salir de noche y dormir de día.
La dama le agradece el haberle escuchado, y posando su frente en la de él, derrama intermitentes lágrimas. Elizabeth se levanta, pues tiene que trasladarse a la zona del Malecón de La Paz a ofrecer su mercancía, pero ya no la de antes, sino que ahora vende cobertores y artículos de piel; actualmente se gana la vida como merolico; de feria en feria y de carnaval en carnaval. Se cubre la cuenta y salen a la calle. En voz baja le pide que si acaso puede ayudarla para completar el taxi; éste acepta, pero le aconseja que mejor se vaya caminando para que se relaje, ya que el Malecón se encuentra a unas cuantas cuadras.
De su billetera extrae un reluciente papel y le hace entrega; asombrada contempla el billete, entorna sus húmedos ojos ¡y obsequia un pronunciado beso en la mejilla del caballero! La ve alejarse… ella da vuelta en la esquina y él retorna al bar.
– ¿Qué pasó don Amado? ¿Se le fue viva la paloma?
– No seas vulgar y prosaico, aún eres joven y te falta mucho por vivir.
– No se agüite -dijo el barman, ahí va un tarro, cortesía de la casa.
– Pues que sea el del estribo, mañana tengo mucho trabajo en la escuela…
– ¡Gracias, nos vemos! –gritó al despedirse.
– ¡Buenas noches señor Flores! –contestó la mesera.
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