(Segundo relato, de tres). Por: profesor Felipe Ojeda Meza
*Recopilación y adecuación: Profr. Luis Manuel Dibene Geraldo
Selectos lectores, este es el segundo relato de este tipo de historias, escritas no sólo con cariño a la tierra de su autor, Profr. Felipe Ojeda Meza, sino también con un sentimiento social y lugareño, presentados con una narrativa muy adecuada, que don Felipe, además, le supo impregnar su orma y estilo que hacen que nosotros, los lectores, echemos a volar la imaginación hasta ubicarnos en los escenarios de cada historia del pueblo que corresponda.
Como les decía, esta presentación obedece a que su hija, Mélida Ojeda López, una magnífica y bien valorada colega y amiga mía desde cuando estuvo viviendo aquí en La Paz, que ya estaba inmersa en el periodismo, las lecturas culturales, literarias, iniciándose también como escritora (ahora ya cuenta con un gran acervo cultural y premiaciones allá en Tijuana, B.C. donde reside). La Dirección.
* VA PUES ENSEGUIDA EL SEGUNDO DE TRES (por ahora, quizá nos lleguen más)
EL FUEGO DE SAN TELMO
Por Felipe Ojeda Meza
El fuego de San Telmo es algo semejante a una pelota de beisbol, quizá un poco más grande, de extraordinaria luminosidad y de cambiantes colores que pasan a través de una serie de tonalidades; del amarillo al rojo, verde, azul, violáceo; es algo que recuerda a las esferas que arrojan los castillos pirotécnicos tan comunes en nuestras fiestas populares. Este fenómeno se presenta en las noches de tormenta o cuando azotan ciclones tropicales en regiones como las costas del sur de Baja California.
El fuego de San Telmo se forma a veces en el interior de las casas, mientras se desarrolla la tormenta, y cuando esto sucede, los moradores armados de escobas y otros utensilios se apresuran a arrojar aquella bolita de luz que maldita la gracia que les hace, pues su presencia solo anuncia que ocurrirá alguna calamidad en el seno de la familia.
La esferita luminosa se desliza por los ángulos que forman el piso y la pared; la pared y los techos; los marcos de las puertas; y escobazos van y escobazos vienen, pero la lucecita se escurre como burlándose de sus perseguidores, hasta que al fin desaparece, para tranquilidad de todos.
Escenas como la anterior ocurren cuando el fuego de San Telmo se presenta en tierra firme. Pero cuando sucede en el mar, esto es, en alguna embarcación, reviste caracteres de tragedia, pues si logra llegar al tope del palo mayor, la nave se hundirá sin remedio.
Y va de cuento…
Durante la Segunda Guerra Mundial, el hígado de tiburón alcanzó un elevado precio en el mercado, por lo que a todo lo largo de las costas de la península de Baja California se establecieron campos de pescadores que se dedicaron a la captura del tiburón. De estos campos fueron famosos los que se encontraban entre Ensenada de Muertos y La Ribera, y entre La Ribera y Cabo Pulmo.
Era La Ribera el centro de operaciones de los compradores de hígado y fue precisamente de este lugar de donde los pescadores Guillermo, Gilberto y Juan Macklís salieron a tender sus cimbras una tarde del mes de octubre de 1940.
El cielo estaba limpio, con esa limpieza impecable que tienen los días de Sudcalifornia. “La Tintorera”, bote velero de seis metros de eslora, hendía las olas con gracia marinera. La brisa soplaba mar afuera, y pronto desapareció en la línea del horizonte la costa de La Ribera.
Gilberto conducía el velero, mientras sus dos hermanos curricaneaban para sacar carnada para los tiburones. La suerte no favorecía aquella tarde a los hermanos Macklís, quienes de sobra conocían los sitios donde pican el jurel y la bonita, pero aquella tarde nada jalaba, por lo que decidieron cambiar el rumbo en busca de la preciosa carnada, en medio de la tarde, que parecía alargarse perezosamente.
Del sur comenzaron a levantarse nubes tenues como gasas, y fueron elevándose sobre el horizonte, tomando cuerpo, densidad, adoptando un color oscuro nada halagador.
Los muchachos seguían navegando tras la escurridiza carnada que no aparecía por ningún lado; pero, siempre optimistas, buscaban, buscaban, buscaban…
A media tarde, la superficie del mar comenzó a rizarse lentamente, al mismo tiempo que principió a soplar una brisa del Noroeste. Decididamente, aquello no era bueno. Era necesario renunciar a tender las cimbras. El viento arreciaba, el cielo se había encapotado y el mar se encrespaba amenazadoramente.
Tratar de regresar a La Ribera era peligroso, pues tenían que hacerlo a remo, ya que pretender usar la vela sería una imprudencia, así es que tomaron la determinación de enfilar a Cabo Pulmo, que estaba más cercano y, de los peligros, el menor.
Junto con la noche, llegaron la lluvia y el viento. El oleaje se volvió más amenazador.
Ellos estaban acostumbrados al mar, lo conocían, sabían enfrentarlo y lucharían contra él como habían hecho desde siempre.
El chirriar de los canaletes en la borda de la “Tintorera” gritaba el esfuerzo que desarrollaban los pescadores para lograr que el bote avanzara a pesar de todas las dificultades.
Seguía cayendo la lluvia, que el viento tendía en diagonales que se estrellaban en la agitada superficie del mar; la noche avanzaba y los hermanos luchaban contra todo, impulsados por el instinto supremo de la supervivencia.
Los marineros sienten la costa. Hay en ellos un sentido extra que se las señala, y seguro estaba ahí, ya muy cerca… un poco más de esfuerzo y todo terminaría bien.
Un relámpago enorme iluminó las tinieblas, pero pronto volvió a reinar la oscuridad, aunque solo brevemente, porque sobre la borda de la “Tintorera” comenzó a correr vertiginosamente un fuego de San Telmo. Fue allí donde comenzó el combate entre el hombre y aquella cosa casi inexistente, contra aquella superstición.
Uno de los hermanos se dedicó a tratar de arrojar la luz de la embarcación, mientras los otros luchaban desesperadamente por conservarla a flote. La pelea era desigual. La esferita luminosa se escurría como un ser inteligente, evadiendo los golpes del remo, y pasaba de la proa a la popa, deslizándose por la borda sin que cesara la persecución, hasta que finalmente dio un salto y fue a colocarse a medio mástil.
En un máximo esfuerzo, el rudo pescador levantó el remo, lo agitó en el aire y descargó un golpe tremendo sobre el mástil, y un segundo y un tercero, y otro… y otro… hasta casi quedar extenuado, en un afán supremo para evitar que el fuego de San Telmo continuara su ascenso fatal.
Cuánto tiempo había transcurrido desde el atardecer hasta aquel momento de la noche, no había oportunidad para pensarlo. Ahí estaban el mar y aquella presencia que amenazaba hundirlos.
La cercanía de la costa se anunciaba con un tremendo latigazo producido por las olas que se rompían en el acantilado, cercanía que era a un tiempo esperanza y amenaza, porque de seguro se estrellarían en las rocas con resultados funestos.
No había voces humanas, solo se escuchaban el ulular del viento y el reventar de la marejada, cuando una enorme ola levantó sobre su cresta a la “Tintorera” y la impulsó fuera de todo control, quién sabe hacia dónde. Arriba, ya casi en el tope del mástil, giraba el fuego de San Telmo en despiadada ironía.
Un rodar sobre la arena, ruidos, tumbos, y de pronto casi todo volvió a la quietud. La “Tintorera” quedó más allá de la línea de la marea alta, como si la hubiesen varado después de un regreso normal a la playa y allá, en el tope del mástil, con iridiscentes luces, el fuego de San Telmo giraba como un rehilete.
En La Ribera, todo era consternación y angustia. El pueblo pensaba que había ocurrido lo peor a aquellos jóvenes pescadores. Con la primera claridad de la mañana se veían hombres, mujeres y niños en toda la línea de la playa buscando inútilmente en los montones de arena y oteando ansiosos el horizonte. Todo en vano.
Como a las diez, una mujer lanzó un grito que debió escucharse hasta muy lejos: “¡Miren allá, allá!”, decía, mientras señalaba un punto. La gente la rodeó y fijó su mirada hacia el lugar que indicaba.
Horas después, risas, llantos, gritos, saludos, abrazos, recibían a los hermanos Macklís, que ahí estaban de nuevo, para seguir pescando tiburones.Cuando marchaban a la casa de don Epigmenio seguidos por el grupo de vecinos, me uní a ellos para participar de la emoción que producía aquel retorno. Un viejo pescador caminó a mi lado, mientras me decía sentencioso y grave: “mira, muchacho, si el fuego de San Telmo llega a plantarse a la punta del mástil, ellos no estuvieran aquí, se hubieran hundido con la ‘Tintorera’. Pero son pescadores. De los Macklís. De La Ribera…”.
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