Los invasores árabes a España, a manera de compensación, nos legaron cerca de cuatro mil palabras. Para no citar un tedioso listado escribí un pequeño cuento al estilo de “Las Mil y una Noches”, donde intercalé una serie de tales vocablos en cursiva:
¡Amanece en Bagdad! Los primeros rayos del sol saludan al majestuoso centro cultural, y se filtran a través de las vaporosas cortinas de los palacios y palacetes. Las mujeres con sus alcofinillas (cestos), presurosas llegan a la acaná (barrio de mercaderes) a efectuar sus compras. Empieza el regateo, y algunas mujeres con sus dinares compran acelgas, alcachofas, zanahorias y aceite de oliva; otras prefieren llevar berenjenas y alubias; las más jóvenes compran albérchigos, melocotones o sandías.
Asimismo, se ofertan albardas (sillas para bestias de carga). Los orfebres muestran hermosas alhajas de alto quilataje. De igual manera, los alfayates (sastres) exhiben finas prendas, mientras que los alfareros comercian tazas y altabaques (platos hondos). Los artesanos venden aldabas y otros artículos de azófar (cobre).
Cerca del barrio de mercaderes existe gran actividad en almacenes y alhóndigas. Las caravanas compran o venden por arrobas y quintales los siguientes productos: adargama (harina de trigo), almidón, semillas de algarrobo y aceitunas, pero el vino se vende por fanegas. Ningún caravanero escapa de las aduanas, pues en estas oficinas, los funcionarios nada más hablan de almonedas, tarifas y de aranceles.
Por los arrabales un joven oficial cabalga sobre un caballo azabache. Días antes había cruzado por unas plantaciones de algodón; ahí bebió agua de una noria y lo mismo hizo su caballo en una acequia. Más adelante lo saludan unos hortelanos levantando sus guadañas, y los leñadores sus alferces (hachas). Luego pasó por un ingenio azucarero y unos yacimientos de azufre. Se acerca a la playa y un pescador le informa que las alfaides (mareas) están tranquilas, y que las jabegas (redes) salen repletas.
El oficial Jazib venía de tomar un arsenal enemigo; entra a la ciudad y, antes de llegar a su cuartel escucha el redoblar de unos tambores. Un guardia descansa su azagaya (lanza) y le ayuda a despojarse del albornoz (capa) y del alfanje (sable). Jazif alquila un coche y se dirige a su casa. A buen paso recorre el jardín frontal, sembrado con azucenas, lilas y alhelíes. Al no recibir respuesta de la bella Sobeida, sube a la azotea y la encuentra junto a una atalaya, secando arrayanes al sol.
La abraza y la besa con ternura… sus cabellos huelen a jazmín. Los interrumpe el aleteo de una bandada de pajarillos posándose sobre las almenas. Bajan a la cocina y juntos elevan una plegaria. Jazib devora lo preparado por Sobeida: guisado de gacela a la albahaca, una jarra con sorbete de dátiles y unos albaricoques con almendras en almíbar.
Yazib se coloca unos zaragüelles (pantalón holgado), y ambos forman en el piso un almofrej (cama de tapices), donde la consentidora esposa le aplica un takbis (masaje a la planta de los pies), enviándolo de inmediato al valle de los ronquidos. Despierta casi al anochecer; toma un reconfortante baño, viste sus mejores ropas y envía a los criados a unos encargos al centro de la ciudad. ¡Sobeida ignora que su esposo le prepara una fiesta!
Más tarde los candelabros iluminan con tenue luz el salón principal del alcázar. La mesa cubierta está de manjares; filete de cordero adobado en salsa de ciruelas, pescado frito con arroz azafranado, asado de vaca con guarnición de espinacas, kenefa (pastel de fideos), pastelillos perfumados de almizcle, y añejos vinos de uva y de naranja.
Cenan y beben de la misma copa. Luego ella le deleita bailándole una excitante danza sobre una multicolor alfombra, al compás de una orquesta formada por ajabelas (flautas), laúdes y adufes (panderos).
Luego bailan juntos y, después de saborear tan deliciosa cena, salen al balcón a respirar el frescor de la noche. Sobeida le murmura al oído:
¡Oh Jazib! Acabas de llegar y pronto marcharás a lejanasTierras. Y recordando al poeta le declama:
“Pérfido e inconstante es el destino,
y por ley natural es siempre fuerza,
que a la unión deleitosa luego siga,
el tormento terribe de la ausencia”.
Mi Sobeida, -le contesta Jazib- cuando lejos de ti me encuentro sólo pienso en tus caricias. Y le repite los versos de otro poeta:
Tiene en si la manzana dos colores:
el arrebol que tiñe las mejillas de los amantes juntos,
y el pajizo matiz con que la ausencia se los pinta”.
Por las arqueadas ventanas se asoman la luna y las fulgurantes estrellas.
Llega la hora cero y los criados se retiran tras los músicos. Los enamorados entran a su alcoba. Sobeida quema incienso y se despoja de su gargantilla de zafiros y de su brazalete de marfil. Con agua de azahares bañan sus cuerpos y descansan en un lecho rodeado de almohadas azules.
Apagan el candil… ¡y se ocultan bajo el cobertor carmesí!
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