El Profr. Felipe Ojeda Meza (1924-1978), oriundo de Santiago, escribió interesantes relatos sobre las vivencias de su infancia en los pueblos sureños del hoy Estado de Baja California Sur. Su hija Mélida, radicada en Tijuana, B.C. nos hizo llegar, entre otros, uno que nos hace recordar a “Platero y yo”, de Juan Ramón Jiménez, cuya narración dice así:
El “Melasquillo” era un burro, por supuesto, como todos los burros, pero él tenía signos que lo diferenciaban de las demás criaturas de su especie. Si los humanos tienen su personalidad, “Melasquillo” tenía su burralidad muy particular.
Era de color alazanado, más bien tirando a azafranado; un ojo blanco y el otro color impreciso, cuya tonalidad se ha perdido en el arcón de la memoria donde se guardan las cosas de la infancia. Tenía una oreja gacha, así que era desgarbado y burronamente feo; pero qué noble era el asno de mi infancia, cuyas aventuras compartimos algún día amigos que los vientos del destino dispersaron por distintos rumbos de México.
Los maestros Rosario Salgado Pedrín y Adolfo de la Peña Gama, Chayo y Peñita, para sus amigos que éramos sus alumnos, organizaban excursiones a los lugares vecinos de Santiago, nuestro pueblo sudcaliforniano: La Ribera, San Jorge, Las Cuevas, y todos formábamos la caravana que cabalgaba en caballos, mulas y burros, entre los que nunca faltaba la estrella de mis recuerdos de niño, el “Melasquillo”, cuyo propietario, Romualdo Meza, siempre lo rentaba a alguno de los niños pudientes del pueblo; 25 centavos era la renta a San Jorge, cuarenta a Las Cuevas, y un tostón a La Ribera.
Al salir la alegre caravana, “Melasquillo”, con majestuoso orgullo, sacudiendo su oreja gacha, con paso generoso, siempre pretendía encabezar la cabalgata, propósito que difícilmente lograba ante la competencia de caballos tan calificados como el “Sobre las Olas”, de don Juan Cota; el “Tordillo”, de Carlos Cota; el “Trinchino”, de don Trino Cordero; y el “Membrillo”, de Benito Castro. Entre esos ases del pueblo se las rifaba como campeón.
Al llegar al punto de destino, bajo la dirección de nuestros maestros, con la complaciente aprobación de la Queta Castro, Teresita Angulo, Columba Petit, se programaban juegos organizados entre los alumnos y, como culminación del paseo, las imprescindibles carreras de burros contra burros y caballos contra caballos.
“Melasquillo” siempre fue el rey. Siempre fue el as triunfador e indiscutible, y Romualdo Meza, el amo y señor de nuestro burro, compartía orgulloso los triunfos de su pollino.
Terminaba la excursión al caer la tarde y regresábamos a Santiago alegres, como todos los niños pueblerinos, comentando los incidentes del paseo y festejando las gracias de nuestro campeón, quien después de todas sus proezas, de regreso al corral de sus querencias, tomaba un galopar que ninguno de los jinetes que lo cabalgó logró controlar jamás.
Corría incontenible como alma que lleva el diablo por todo el arroyo de Santiago, de norte a sur o de sur a norte, según fuera el regreso, hasta llegar al tabachín donde estaba el amor de sus amores, regreso que no pocas ocasiones se operó liberado del jinete, porque éste había quedado a buen recaudo en alguna de las curvas del camino.
Desgraciadamente, el éxito de los burros, como el de las personas, no puede prolongarse toda la vida: la edad, el tiempo, las circunstancias, qué sé yo… “Melasquillo” también tuvo su Waterloo. Un día sin saber cómo, ni de dónde, apareció en la escena de nuestro mundo infantil una burra mora, que pronto fue conocida como la “burra de Ricardo”, de Ricardo Flores. Núbil, joven, airosa y coqueta, era una hermosa burra.
Un 24 de junio, Chayo y Peñita, como siempre, organizaron una excursión a La Ribera, más bien dicho, a la hacienda de Eureka: paseo por la playa, recolección de conchas y caracoles que en aquel tiempo había en magnífica abundancia y, sobre todo, el primer corte de sandías. “Melasquillo” no podía faltar en la cabalgata, pero aquella ocasión su burralidad se veía opacada por la presencia de una desconocida, la burra mora de Ricardo.
Como siempre, hubo juegos organizados, carreras de burros y de caballos, pero llegó el gran final. Ricardo y Romualdo, que eran primos hermanos, casaron la carrera que todos esperaban: el “Melasquillo” contra la burra mora. Comenzaron a surgir las apuestas: caña contra caña; arepas y ladrillos contra arepas y ladrillos; galletas marineras contra baldes de ciruelas.
La expectación tenía a todos los niños y maestros en tensión. La burra mora, con olímpica presencia, se colocó en el partidero. “Melasquillo”, como si presintiera el fin de su reinado, no actuó con la arrogancia que nosotros le conocíamos, sino con aire de vencido.
He pensado después: ¿acaso en algún rincón de su escasa conciencia, sintiéndose tan burro, pensó en el respeto y consideración que por su sexo debía a la Mora? Nadie lo supo, pero algo de eso sucedió.
Se dio el “santiago” de salida y Mora y Melasquillo, como verdaderas flechas avanzaron sobre el taste, con el propósito de llegar primero a la meta. Pero unos cuantos metros antes del final, el burrito se fue quedando atrás, y casi por un cuerpo perdió la carrera de aquel 24 de junio, tal vez nuestra última excursión de aquel año escolar.
Al caer la tarde se inició el regreso a Santiago y, en forma inexplicable, “Melasquillo” no emprendió la carrera que todos conocíamos. Parecía avergonzado de su derrota y trotó con la cabeza baja, como si nunca hubiera deseado llegar a su corral.
Llegaron las vacaciones de verano. A nadar a la Misión, a las pozas de San Jorge y a la poza oscura. El pollino se nos perdió de vista y Romualdo nos platicó que algo le sucedía, pues no quería comer ni beber agua, “tal parece -nos decía- que tiene la rabia en la cabeza”.
Seguimos con nuestros juegos: el arroyo, el cantil, Santa Bárbara y la Misión; camarones, lisas, cachorones, pájaros y, por las noches, a colgar botes petroleros en la cola de los burros. Nuestra máxima diversión, corretearlos por la plazuela cuando inútilmente pretendían deshacerse de aquel molesto estorbo.
Pasaron las vacaciones. Regresamos a la escuela, cada quien a contar sus aventuras, sus viajes casi transcontinentales: La Paz, la enorme capital para nuestra mente ingenua; San José del Cabo, con su asombrosa luz eléctrica, sus raspados y sus chupaletas, mundo maravilloso que estaba muy lejos de nuestro pequeño Santiago, nuestro pueblo del recuerdo.
Una ocasión, en los primeros días de septiembre, sonó la campana que anunciaba el recreo y nos dirigimos al patio donde crecían los tamarindos de mi padrino Miguelito Castro. Vimos hacia el arroyo, por el rumbo de Panamá, y un círculo de auras y zopilotes anunciaba la muerte de un animal. Nos miramos sin hablarnos, y corrimos hacia el sitio donde debieran estar los despojos.
Llegamos al punto en silencio, sobrecogida nuestra alma de niños ante la presencia del “Melasquillo” que estaba allí, indefenso, para servir de festín a las aves de rapiña. Nadie dijo nada. Nos fuimos a la casa de doña Petra, allá hacia el fondo del ancón, pedimos prestados palas y azadones y regresamos, siempre en silencio, y cavamos una fosa en la arena, en la que sepultamos a “Melasquillo”, que allí se quedó para siempre.
Después siguieron nuevos veranos, nuevas vacaciones, nuevos Chayos Salgados y nuevos Peñitas y, por supuesto, nuevos niños. La burra mora de Ricardo que destronó a nuestro asno, seguramente envejeció, a nosotros nos sorprendió la adolescencia y nos fuimos a seguir el camino que nos señaló la vida. Pero, al paso del tiempo, yo siempre recuerdo cada vez con mayor cariño, cada vez con mayor devoción, el arroyo de Santiago con sus huatamotes, hierbas de la lisa, sus romerillos…y la tumba al burro inolvidable de mi infancia que fue el “Melasquillo”.
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