Al salir de la iglesia se les veía radiantes de felicidad; sus familiares, parientes y amigos posaron junto a la pareja y les desearon lo mejor de la vida.
Sería la una de la tarde cuando los enamorados llegaron a festejar en la casa paterna del novio. Ya iniciada la fiesta, un desgarbado muchacho llamado Rodrigo llegó acompañando a quien lo había invitado; una mujer de robusta figura, tez blanca y lujuriante mirar, quien le había mentido al jovenzuelo fingiendo ser tía de la novia.
Por aquellos años, en las bodas se ofrecían de botana unos crujientes y sabrosos cueritos de puerco con limón y sal, pero muy horneados parecían trozos de fórmica. Se brindó con cerveza, brandy, ron y whisky. Los novios bailaron el vals “Alejandra” y después la pista fue llenándose de periquitos de amor.
La farsante “tía”, cuarentona que aún conservaba el embrujo de los ojos moros, jaló del brazo a Rodrigo y le obligó a bailar la cumbia “Rosa María”.
Esa contagiante música fue interpretada por una de las mejores bandas locales llamada “Los Realeños”, donde su baterista era el popular “Toluca” y don Ricardo “Bilibo” Moreno su inigualable saxofonista.
Empezaba a obscurecer, cuando la joven pareja (27 y 20 años) fue llevada al aeropuerto, pero los músicos siguieron tocando hasta cerca de medianoche por cuenta de los invitados; ocasión que la seudo tía Juana –que nadie la invitó a esa boda-, aprovechó para seguir bailando con Rodrigo, y entre pieza y pieza tomarse dos largos tragos de “Superior” para no resecarse demasiado. No terminaron de bailar la melodía colombiana “Espumas” pues la dama empezó a sentirse algo “hebrea” y, dejando de lado a su bailador, trastabillando alcanzó a regresar a su silla.
De nuevo ante la mesa, la “tía Juanita”, sin más preámbulo aprisionó las manos de Rodrigo lanzándole una mirada alevosamente erótica… y de manera “rápida y furiosa” le estampó un beso en la boca, mas el ruborizado adolescente tardó un buen rato para salir de su sorpresa. Algunas miradas de los asistentes fueron de censura, otras de aprobación, pero la mayoría fueron de “cura”. En esta ocasión “se le fue vivo el palomo” a la simpática solterona Juana, mejor conocida entre sus compañeras de trabajo como “la asalta cunitas”.
Marcelo y Alejandra sobrevolaron el mar Pacífico rumbo a la ciudad de México, para de ahí conectarse a un vuelo que los llevó a La Habana. El padre de Marcelo les había regalado una bonita casa frente al mar, pero debido a complicaciones laborales pocas veces lograban habitarla juntos. La maestra Alejandra laboraba en un Jardín comunitario del sur del Estado, y su esposo conducía un DC-9 surcando cielos nacionales y extranjeros. Cuando coincidían en sus descansos se la pasaban cocinando juntos, leyendo, contemplando el oleaje desde el balconcito a la luz de romántico farol.
Y así, entre recibimientos y despedidas pasaron dos años… Alejandra empezaba a desesperarse, recluida en su recámara durante muchos sábados y domingos, únicos días de su estancia en la ciudad. Por este tiempo es cuando más necesitaba la presencia de su compañero, ya que en la clínica le habían dictaminado incapacidad permanente para tener familia; cruel diagnóstico que su médico particular le confirmó.
Marcelo se mostró comprensivo ante tal situación, pero a escasos meses cambió de actitud y, tomando de pretexto una discusión sin importancia, barbajanamente le gritó ¡machorra! A partir de aquí nada volvió a ser igual; además los retornos de Marcelo se espaciaron todavía más, argumentando una mayor carga de trabajo. Al bajar del avión ya no se dirigía ansioso en pos de Alex, sino que hacía una “escala técnica” en algún bar para “cargar combustible”, y después de “calentar turbinas” llegaba a casa “volando bajo”.
Una mañana de agosto, la curvilínea Alex secando sus rasgados ojos dio comienzo a este monólogo interior: “Aún soy joven y dicen que soy bonita, gozo de buena salud, tengo mi profesión y mi trabajo, me estiman mis amigas y compañeras, tengo a mis padres que me quieren…” Descolgó el auricular y discó un número:
-Sí, mamá, estoy decidida, ya me cansé, te juro que a partir de este día “tiro el arpa y no toco más”.
El padre, un señorón nacido y criado en un rancho enclavado en una sierra sudcaliforniana exclamó al verla llegar: ¡“Mi’ja, aquel sigue siendo tu cuarto, de donde nunca debiste haber salido para casarte con ese pilotito jijo de su “#/%*° madre!” “¡Ya cálmate viejo, que se te va’ subir la’zúcar!”, le gritó su esposa.
La belleza y simpatía de Alex le hicieron escuchar varias declaraciones de galanes, galancillos y galancetes. Les agradecía con una sonrisa pero no se interesaba por nadie, a pesar de estar ya divorciada del inmaduro piloto, al que “mandó a volar”.
Se decía que Marcelo cambió de plaza a Tijuana y que vivía con una bailarina de “Table dance”; se comentaba también, que radicaba en Guadalajara coordinando un grupo de “Alcohólicos Anónimos”. No faltaron rumores, afirmando que al Capi Marcelo se le había olvidado jugar béisbol, es decir, que ahora “arrancaba para tercera”. Estos mitotes no le molestaban a la sensual Alex, quien frisando los veintiocho años su blanca piel aún seguía fresca y jugosa.
La bella educadora dejó el jardincito para ocupar una mejor plaza en la capital. Un día de aquellos, Alex fue comisionada para organizar una Posada-Baile a fin de recabar fondos para la escuela. Auxiliada por dos compañeras avituallaron y decoraron un enorme Salón. Alex pensaba comprar un arbolito de Navidad, pero se le ocurrió una mejor idea al ver un árbol marchito cerca de la puerta de entrada. La “Jacaranda” fue pintada en tono plateado, se cubrió hasta la cumbre con luces multicolores y abajo se colocó un Nacimiento.
Por la dificultad que esta tarea representaba, no pudieron ejecutarla en su totalidad las educadoras y pidieron ayuda a Rodrigo, el nuevo conserje del Jardín; o sea, aquel inexperto muchacho que en la boda de Alex sufrió un conato de violación por parte de “la asalta cunitas”, actualmente radicada en New York, conocida ahora como Mrs. Jane Harper.
Un ingeniero de nombre Fernando extendió su mano y Alejandra aceptó. Bailaron cada vez más juntitos. Tenían varios años que no se miraban; él acababa de llegar del Estado de México recién concluido su contrato con ICA. Representaba menos de sus cuarenta y tres años de edad, no obstante las duras tareas en el campo.
Alex experimentó algo extraño en los brazos del bailador; empezaba a sentirse segura y eso la inquietaba. Fingió cansancio y se dirigieron a la barra a saborear un delicioso “calientito” con tequila y granadina. Bebieron sus humeantes tarros frente a frente. Fernando contemplaba sus oblicuos ojos negros y ella los giró hacia una lámpara del techo, como diciendo para sus adentros: “Ahora sí violín de rancho, te encontraste un profesor”.
Siguieron bailando una de Los Yonics, “Palabras tristes”, y al término de la placentera posada la acompañó hasta el auto de ella, cubriendo su espaldita con su chamarra cazadora mientras caminaban. Al despedirse, Alex sintió un beso; ella correspondió, sí, ¡pero con una helada y sonora cachetada!
A eso de mediodía, Fernando, en medio de una nube de cruda y frustración contestó el celular: -“¡Buenooo! ¿Quién habla?…” Y escuchó lo que sigue: “¡Hola! Si me perdonas, la manotada te invito un menudito en San Pedro”.
Como por arte de magia al ingeniero se le borraron sus males y, raudo y veloz cual saeta de tres zancadas llegó a la regadera. Y no cantó porque no sabía, pero recitó unos versos del poeta cubano Enrique José Varona: “Algo fue tan sutil, algo tan breve, / que al punto de nacer quedó deshecho; / mas si fue para ti copo de nieve, / gota de lava fue para mi pecho…”
Salieron en el carro de Alex, y después que menudearon en “Saint Pierre” siguieron hasta ese paraíso terrenal llamado Todos Santos. Antes de retornar a La Paz, y sólo para justificar el viaje, alquilaron una confortable habitación en el legendario “Hotel California”.
Razones importantes no les permitieron casarse, aunque vivieron muchos años juntos, amándose con locura. Así pasaron veinte largos años… Alex se jubiló a los cuarenta y ocho años de edad, todavía atractiva. Él, a sus sesenta y tres años continuaba trabajando en lo particular, sin descuidar su afición por la poesía. Nunca olvidó aquel verso de Jaime Sabines adjudicado a las mujeres: “Ni la contemplación, ni la sabiduría, ni Dios te inyectarán lo mismo el deseo de vivir…”
Un mal día, el Ing. Fernando recibió Orden de Aprehensión por parte de la PGR. Se le relacionaba con un delito contra la salud. Declaró que sí tenía algunos conocidos viciosos, pero eso de consumir y vender drogas no podía aceptarlo. Se le dictó Auto de Formal Prisión. Alex, muy despacito empezó a digerir esta nueva realidad. Al visitarlo, ambos se brindaban la mejor sonrisa; los meses pasaban pero la sentencia no se dictaba.
Alex falleció después de terrible agonía, y las causas de su deceso aún son investigadas por las autoridades centrales del ISSSTE. Cuando Fernando fue llevado al funeral lloró como un niño, y requirió ayuda psicológica para que aceptara esta cruel verdad. Ante el féretro recordó al poeta nayarita: “Tal vez sueño despierto, / que muy pronto te veré, / y me dirás: ¡No es cierto, / vida mía, no me he muerto; / ya no llores…, bésame!”
Salió de prisión ya que no se le comprobó nada. Al morir Alex, unos amigos de Fernando gestionaron para que la pensión de la maestra Alejandra pasara a él. Desde antes de abandonar la cárcel este ingeniero, irónicamente se había convertido ya en un concubino pensionado. Contaba entonces con sesenta y cuatro años, y la educadora no alcanzó a cumplir cincuenta.
Empezó a frecuentar bares y cantinas que jamás visitó y su vida se convirtió en un caos. Llegó el 2 de Noviembre; afeitó su crecida barba, se bañó, y vistiendo su mejor traje dirigió sus pasos hacia el Panteón Municipal “San Juanes”. Hincado ante la tumba dijo casi desvariando: “Inmerso en mi sufrir siento que mi vida sin ti es un Infierno, pero en cambio, el Infierno contigo sería la Gloria. ¡Que Dios perdone nuestro grave pecado! ¡Perdonémonos también tú y yo primita mía, la osadía de habernos enamorado!”
Rezó un “Padre nuestro”, se incorporó y se persignó de nuevo… La santa quietud del cementerio se interrumpió de pronto por el estruendo de un revólver. El cuerpo exánime cayó de espaldas, destrozado su corazón, jaspeando de rojo el ramo de blancas rosas que le había ofrendado.
Este suicida sintió y pensó como romántico, pues los románticos no le temen a la muerte; y no le temen por la sencilla razón de que ambos son aliados y siempre se han llevado de tú.
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