Por la calle Primera*, en la Paz, entonces capital del Distrito Sur de la Baja California, transitaba un ruidoso carruaje de sitio conducido por el señor Miguel Tagle (a) “El Cachano”… faltaban unos pocos minutos para que dieran las ocho de la noche de aquel 10 de agosto de 1895. Durante el trayecto, los dos ocupantes elegantemente vestidos –pues era sábado-, platicaban animadamente sobre diversos tópicos. Cuando iban pasando frente al “Cuartel del 17º. Batallón de Línea”, aledaño a la Cárcel Municipal, se dejó escuchar en voz alta una atrevida e inesperada frase proveniente de dentro del carruaje: “¡Cabrones cuarteleros hijos de la chingada!”.
El capitán Adolfo Garza, jefe del destacamento, estaba sentado frente a la banqueta y, sorprendido de momento, pero reaccionado inmediatamente después, se lanzó en pos del vehículo gritándole “¡Que pare el coche!” pero éste continuó su camino y, de seguro, quien no lanzó la ofensa mandó frenar al carruaje, parando éste en el inicio de la calle siguiente, junto a las residencias de los jóvenes empresarios Carlos C. Cornejo y Rodolfo Gibert.
Un par de soldados llegaron en auxilio del jefe, pero éste les dijo que se retiraran pues también habían llegado tres gendarmes rurales; Vicente García, Amado Márquez y Juan Orozco, a quienes ordenó que bajaran a los ocupantes. De pronto el cochero azotó los caballos y siguieron de frente burlando así al capitán y a los rurales. Éstos no traían sus caballos, pues estaban de guardia en la cárcel, porque de haber andado “montados y armados”, se hubiera dado una espectacular persecución al estilo “Old West”. El militar apuntó con su escuadra 45 pero al instante la declinó, pues algunas damitas y niños cruzaban la calle, regresando dichosos del cercano jardín.
Al siguiente día fueron aprehendidos y, dentro del término legal se les dictó auto de formal prisión por la autoridad castrense. Al supuesto gritón como infractor del Art. 385 del Código de Justicia Militar y, al acompañante por infracciones a los Arts. 1021 y 1022 del mismo código; a quien dejaremos de mencionar por ser otra la intención de este escrito.
Cabe decir que, al pasar el carruaje frente a ambas instituciones, en esos momentos se encontraba detenido en la cárcel un muchacho de 18 años de edad, quien entre otras cosas declaró ser paceño y tener su domicilio en calle Segunda** número 428. Con la anuencia del alcaide Armando L. Rojas, el joven con ansia desmedida, acercó su boca a la campesina que tenía frente a él y le dio una mordida, es decir a una deliciosa torta “campesina” -elaborada con carne deshebrada, aguacate, cebolla y lechuga-, pues estaba cenando y no había probado bocado en todo el día.
¿Que si como se llamaba el detenido? Su nombre, Agustín M. Calderón, que fue demandado por cosas de su oficio; editor responsable del periódico “El Heraldo”, también sensible escritor amante de la literatura. Aparte de lo simplemente periodístico, unos diez días antes había escrito una prosa poética inspirado en uno de sus sueños, titulada “Laura”, que en resumen esto expresó: “… en mis sueños veía la imagen de una hermosa joven de dieciocho primaveras cuando más. Vestía blanca túnica del nainsoc; su cuerpo era esbelto; sobre sus hombros caía negra y abundante cabellera de ébano, realzando el óvalo perfecto de su cara morena; sus ojos eran de color castaño oscuro, su nariz griega, y a su pequeña boca de coral adornábanla unos dientes, cuya belleza en nada cedía a las más preciosas perlas de nuestro bermejo Golfo de Cortés… fijó en mí una de sus miradas arrebatadoras, y en medio de su sonrisa, me tendió la mano que yo besé con efusión; sus mejillas se ruborizaron y retiró presurosa aquella mano que me quemaba. Intentó retirarse, y le dije:
– Tu nombre, joven, antes de irte.
– Laura me llamo. Bástete eso.
Y tan ligera como le permitieron sus años juveniles, se alejó diciéndome: ¡Adiós! ¡Adiós!”
Ahora bien, al señor que juzgaban por lanzar ese improperio, desde su ingreso a prisión se le mantuvo en el área de considerados; aunque una pena mayor se sumó al sufrimiento de este personaje, pues su señora madre falleció a los pocos días de su reclusión, encontrándose muy lejos de ella. Un mes después de ser privado de su libertad se levantó un parte policíaco, no con el afán de castigarlo sino por simple curiosidad. En la pared de la alcaldía había escrito a lápiz los siguientes pensamientos:
“Yo soltaré mi queja y hablaré con amargura de mi alma” (Job, Cap. X, versículo 1)
“Aquí la envidia y mentira me tuvieron encerrado” (Fray Luis de León)
“Dones felix fueris multos numeraris amicos:
tempora si fuerint nuvila solus eris” (Ovidio)
Locución que significa: “Mientras seas feliz tendrás amigos: pero si la fortuna te es adversa te quedarás solo.”
Y abajo firmó: “DURALIS ESTARS” ¿Quién era este señor? Era todo un competente abogado, escritor y poeta. Fue autor de las siguientes obras: “Monóstrofes”, “Oratorios o delicias de mi madre”, “Selectas”, “Microapólogos”, “Océano”, “Pompillas” (poemario), y “La Riqueza del Mar.” Escribió en los diarios nacionales “Partido Liberal”, “La Voz de México”, “El Partido”, “El Nacional” y en Jalisco en “El Correo de Jalisco”. Aquí fundó “La Revista Jurídica” y el periódico “El Correo de La Paz”, en unión de su gran amigo don Adrián Valadez.
Llegó a este virginal puerto en el año de 1892 para ocupar la dirección del Juzgado de Ia. Instancia a la edad de veintiocho años. Puesto que desempeñó desde el 23 de julio de 1892 hasta finales de junio de 1895, casi a un mes y medio antes de que sucedieran estos hechos, cuya averiguación se extendió hasta marzo de 1896. Fue remitido a la Ia. Zona Militar en Guaymas, Son., cuyo jefe era el general Luis E. Torres para ser juzgado. Lo llevó custodiado el Sub ayudante Fausto A. de Marín a bordo del vapor nacional “Carmen”, siendo recibido en ese tribunal el día 30 del mismo mes.
Cumplida la condena emprendió su regresó en el buque americano “Orizaba” el 30 de abril de 1897, a compurgar una sentencia pendiente por unos cuantos meses, dictada por el Juez I de Distrito, quien lo encontró culpable de un delito contemplado en la “Ley del Timbre”. Por ser enfermizo, parte de esa estancia se la pasó en el “Hospital Salvatierra”. Ambos procesos fueron muy controvertidos. Este abogado zacatecano nacido en 1864 manejaba la tesis de que él siempre fue objeto de las envidias, como lo manifestó al escribir en la pared de la alcaldía ese pensamiento de Fray Luis de León. Regresó y radicó en otras entidades de nuestra república, para al fin terminar su atribulada existencia, al ser atacado por una corta y misteriosa enfermedad en el año 1903 en Cananea, Sonora.
Que si fue culpable o no, eso ya no importa, no somos nadie para tratar de juzgar a nadie, pues los seres que ya no se encuentran en este mundo, sino en los estratos superiores, merecen cuando menos nuestro respeto. Lo que en verdad resulta importante es el hecho de que los sudcalifornianos, y quienes amen a esta mágica Tierra, no importando de dónde vengan, debemos estar agradecidos con este gran escritor que nos obsequió su inspiración literaria a través de sus obras póstumas “El País de las Perlas” y “Cuentos Californios”.
Concluyendo diré, que el seudónimo que utilizaba el Lic. José Ma. Barrios de los Ríos era precisamente el que estampó en la pared de aquella triste alcaldía: “Duralis Estars”, derivado de la sentencia del derecho latino “Ars est dura lis”, -el arte es lucha-.
¡Nuestro escritor luchó por el arte, lucho por la vida!
NOTA: * Actualmente calle Belisario Domínguez.
** Calle Francisco I. Madero.
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