Era costumbre que en las tardes previas a Nochebuena mis primas y hermanos nos reuníamos en mi casa. Nos sentábamos frente a un aparato de radio de paredes de madera de cedro, marca “Universal”, de esos que para que mejor se escuchara había que insertar uno de sus alambres en un botecito lleno de tierra mojada.
Esperábamos ansiosos que el reloj marcara las siete de la noche para sintonizar la estación XENT y escuchar nuestro programa favorito dirigido por la locutora Margarita King; ella leía las cartitas que los niños enviábamos al “viejito de las barbas blancas” pidiéndole que nos trajera los juguetes preferidos.
Aquella Nochebuena, tan tardía que nos pareció por fin llegó. Con toda antelación el grupito formado por mi tía, mi madre y la señora María se abocaron a las tareas de preparación de la tradicional cena. María tenía ya tiempo de laborar en mi casa, y preparó “Tamales estilo San Bartolo”, su pueblito natal.
Mi tía Rosy cocinó unos antojadizos “Buñuelos”; mi madre confeccionó los “Chimangos pero no podía faltar el “Champurrado”. Se prepararon los “Calientitos”, que los adultos acostumbran agregarle una copa de tequila.
Aquella Nochebuena, nuestro árbol navideño, desde luego que no podía compararse con un “Abeto Siberiano” pero nos parecía bonito.
Aquella Nochebuena llegaron temprano el tío Rodrigo y la tía Rosita. Mis primas ya estaban en mi casa desde la tarde. Él, un hombre alto y fortachón; ella, de talla mediana, regordeta figura y algo regañona. Mi madre, hermana de ella era tranquila y poco comunicativa, en cambio mi padre era un ser muy sociable, pero en lo general se llevaban bien entre los cuatro, aunque algunas ocasiones mi tía recriminaba al tío, como sucedió esa noche: “Apenas llevas dos copas y ya estás escandalizando. ¡Hombre imprudente!
Los concuños-compadres seguían jugando al póker, saboreando unas copas de tequila entre chupetes de limón con sal, después de ingerido el trago, interrumpiendo momentáneamente el juego para contarse una broma y carcajearse a todo pulmón, mientras el par de hermanas bebían lentamente una copita de “Rompope”.
El bailazo con el radio “Universal” estaba en su apogeo, cuando a la puerta llamó Jovita la vecina: “¡Ya viene el barco, ya viene arribando el barco!”.
Mi tío y mi padre salieron en el carro de éste rumbo al muelle, que distaba unas cuantas cuadras.
Gritos de júbilo lanzaban los señores que se posesionaron en el muelle, observando a lo lejos las tenues luces de una embarcación. Poco a poco la luminosidad fue incrementando su intensidad… Se apreciaba una luz verde a la izquierda y roja a la derecha. ¡No cabía duda, aunque distante, ese barco venía navegando rumbo al puerto!
Aquella Nochebuena la luna brillaba en cuarto menguante y, las titilantes estrellas se asomaban a ratos entre las nubes viajeras; vestigios quizá de la recién pasada tormenta que azotó el puerto de San Diego, California, muy comunes a partir de noviembre en esa región. Por esa causa el barco se retrasó casi una semana, pues se dificultaron considerablemente las maniobras de embarque de mercancías
-Hic ¡Un farolazo pa’l méndigo frío, compadrito! –dijo el tío Rodrigo.
Y uniendo su voz a la acción, sacó del bolsillo interior de su chamarra de cuero una anforita de tequila y se la ofreció a mi padre.
-Compadre –expresó mi papá- ¿Qué barco es el que está por atracar?
-El “Korrigan IV, está más viejo que yo y el conejo de la luna juntos.
Un Oficial de Puerto que escuchaba se acercó sonriente, diciendo:
-Señores, por si les interesa saber, ese barco fue construido a principios de 1900 en Flesburgo, Alemania. Durante la Primera Guerra Mundial perteneció a la flota de la “Armada Alemana Imperial”. En aquella época se llamaba “M-147”… El informante se disculpó y se alejó corriendo para recibir al barco que empezaba a atracar.
Aquella Nochebuena eran casi las diez de la anoche cuando los estibadores empezaron a descargar… los concurrentes preguntaban angustiados, casi exigiendo, si acaso habían llegado las manzanas “Red delicius”. El destinatario de la mercancía era la negociación “Ruffo Hermanos”. Sus propietarios se dieron cuenta de la situación; no podían llevar el cargamento de manzanas a la tienda, pues ésta ya había cerrado y los empleados estaban en casa departiendo con su familia, además el día siguiente sería de asueto.
¿Quién les compraría manzanas después de Nochebuena y Navidad? Se hicieron formar cinco largas filas a lo largo del muelle para regalarles el apreciado fruto: ¡Diez manzanas por cabeza!, ordenó el gerente a los estibadores que gustosos ayudaron en el reparto, y los beneficiados se las llevaron a casa en los bolsillos y otros en el sombrero. Cuando regresó el tío y mi padre les arrebatamos las “Red delicius”. Pasada la medianoche, en incipiente Navidad, después de fervorosos abrazos los tíos y las primas retornaron a su casa.
Aquella Nochebuena, todo el pueblo de La Paz, Baja California Sur, estuvo a punto de festejar sin manzanas; no fue así, ¡pero por poco y sucede! Jamás olvidaré esa fecha; fue un lunes 24 de diciembre de 1956.
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