Algunos recuerdos de infancia

En 1957, a un año que el General de División y Gobernador del Territorio, Agustín Olachea Avilés dejara el mando...

10 de mayo, 2017

En 1957, a un año que el General de División y Gobernador del Territorio, Agustín Olachea Avilés dejara el mando, un servidor vivía con sus padres en una casa  de gran patio que nos alquilaba los familiares del Dr. Federico Cota, sito en calle Melchor Ocampo/ Revolución y Aquiles Serdán. A un lado de casa, había otra pequeña, deshabitada, solamente la utilizaban para preservar un vetusto librero con los libros propiedad de este doctor, que en el año 1891 fuera el presidente municipal de El Triunfo, y en 1913 Jefe Político y de las Armas del Distrito Sur de la Baja California.

 

Su bisnieta “Mamity” y yo éramos muy amiguitos, y en cierta ocasión por curiosos o traviesos, llegamos ante los gruesos volúmenes que trataban sobre el arte de la Medicina. Un servidor soñaba con ser médico y por ello me sentía fascinado al ojear las amarillentas páginas. En uno de ellos aparecían varias imágenes de un corazón bisectado, con los nombres de cada parte del órgano en idioma francés. No eran fotografías, simplemente dibujos hechos a mano, en blanco y negro.

Meses después se le rentó esta casita de madera a una pareja formada por el cabo Silva y su esposa Lola. Recuerdo bien que un día casi al anochecer el cabo llegó a su casa algo bebido. En el patiecito había un molino de viento, en cuya cola aparecía la leyenda “RUFFO HERMANOS”. Se sentó en el pretil del pozo, se inclinó hacia atrás y perdiendo el equilibrio cayó al fondo.

En esos momentos mi papá iba llegando a casa y, al saber por doña Lola sobre la situación de inmediato se dirigió al cuartel a pedir auxilio. Afortunadamente el 14º. Batallón de Infantería se ubicaba a una y media cuadras, donde actualmente se encuentra el mercado “Fco. I. Madero”. Mientras tanto la “Changa” ladraba impotente, asomándose hacia la obscura horadación donde vio caer a su amo. Era mediana, gris, peluda y  de largas uñas.

El cabo la utilizaba como observadora, pues tripulaba un camión oficial transportando tropa y, ella se subía al capacete donde permanecía oronda y bien plantada mientras el vehículo se desplazaba. Llegaron unos soldados a los que el desesperado cabo les gritaba: “Sáquenme, no sean gachos”. Los militares le lanzaron una soga y así lograron sacarlo. Por fortuna sólo resultó con algunos raspones, pienso que al ir cayendo logró aferrarse al tubo y fue deslizándose a través de éste hasta llegar al espejo del agua, y de esta manera su caída no fue tan aparatosa.

Cuando al cabo lo arrestaban en el cuartel, su esposa me habilitaba como “Asistente”, con la consigna de que le llevara sus alimentos en cuanto regresara de la escuela “Ignacio Allende” distante media cuadra, actualmente “Miguel Hidalgo y Costilla” donde cursaba el primer año. Yo aceptaba de buena gana. A veces a distancia me acompañaba la “Changa”.

 Dentro del cuartel se escuchaba el chirriar de los protectores de botas al rozar con el piso. Era común que entre soldados mutuamente se trataran de “paisano”. Usaban pantalón y camisa de manga larga, de dril, verde, no importando si fuera verano o invierno, botas café obscuro y cuartelera. Al reverso de la corbata venía impresa la matrícula de cada cual.

 Por ahí divisaba al teniente Huerta, al sargento Zavala, al soldado Pedro y al enfermero Lucio. Me gustaba observar a los soldados haciendo ejercicio, corriendo a lo largo de unos postes creosotados, elevados a medio metro del suelo para que obtuvieran sentido del equilibrio; otros efectuando ejercicios de triangulación con sus fusiles mosquetón calibre 7mm; por allá un pelotón marchando con gallardía, empuñando unas ametralladoras marca “Mendoza” calibre 7.62 mm, con cargador de 20 cartuchos, capaces de disparar 600 balas por minuto, de un alcance efectivo de 548 metros. Una maravilla de arma en ese entonces.

Al fondo del patio y junto a unos pinos, la chimenea de un horno a leña difícilmente disimulaba el aroma de pan a punto de salir, cuyas bandejas eran láminas de latas mantequeras. Los panaderos, al saber que era el asistente-lonchero de su cabo Silva, me obsequiaban algunas piezas de dulce y también birotes, aunque ellos les llamaban “bolillos”, por cierto muy diferentes a los de hoy, pues eran más aplanados que levantados.

Regresaba a la Prevención donde el arrestado cabo me hacía entrega del maletín de lona donde le llevaba su comida, que regularmente eran tacos dorados con abundante verdura y “Chalupas”, sin olvidar jamás su abnegada esposa incluirle una generosa dotación de chiles “güeritos.” Afortunadamente tampoco se le olvidaba a doña Lola cubrirme mi “haber” con una moneda de cobre de veinte centavos.

No había “Sabritas” ni “Chamoy”, pero con ese haber me alcanzaba para comprar dos panochas y dos galletas marineras en la tienda de don Melchor, en Serdán/ Bravo y Ocampo, o dos plátanos con don Pepe Brooks, en 16 de septiembre e Ignacio Ramírez. Cuando no se me antojaba nada iba con don “Chule” Beltrán, en Ocampo y Madero y le compraba cuatro luces de Bengala. En la tienda “Rubio” podía hacerme de  un par de panes; una “novia” y un birote.

Y vagando un poco más lejos llegaba a la tienda de don Guillermo “Memo” Salgado, en 16 de septiembre y Serdán a comprar cuatro “cardoncitos”, especie de jamoncillos. O lo guardaba para la escuela, donde compraba una  botellita de cera llena de miel o cuatro pirulines, que elaboraban y vendían las profesoras Beatriz Zumaya y su hija “pitín”.

“¡Qué tiempos, señor don Simón!”. Me tocó presenciar  varias películas  de guerra que las tardes-noches se exhibían en el patio del cuartel. Tanto  militares como civiles teníamos entrada gratuita, pues había una buena comunicación entre lo castrense y lo civil. Bajo el alto techo del pasillo, sostenido por esbeltas columnas de acero, un oficial hacía la reseña, destacando la valentía y moral del contenido de aquellas cintas en blanco y negro.

Todos los espectadores parados pues no había ninguna silla. Al salir del “cine”, casi traspasando el portón principal, había un saloncito que me llamaba mucho la atención; junto a una bandera en su nicho, un militar con su fusil  y bayoneta calada permanecía en posición de firmes, inmutable, parecía un soldado de cera.

Nostalgia por esos tiempos ya idos, por aquel pueblito de “La Paz que se perdió”, como dijera nuestra escritora Manuelita Lizárraga. No obstante haber transcurrido ya varias décadas aún se me dificulta aceptar que, un grupito de amigos se reunía con mi papá en casa, a practicar tiro al blanco al final del patio colindante con el cuartel. Resonaban los disparos de las escuadras “Colt” y los  revólveres “Smith & Wesson”. ¡Las balas pegaban en la barda del cuartel y, sin  novedad! Al parecer, para los centinelas este hecho no representaba ningún problema.

 O tal vez estos tiradores tenían permiso de un señor que vivía casi frente a mi casa, a donde mi hermano mayor Clemente y yo solíamos ir a jugar con sus hijos Roberto y Jorge. La “Changa” esperaba afuera. Una tarde que llegó a su casa el padre de ellos, a mi hermano y a mí nos hizo unas preguntas mientras nos dirigía una inquisitiva mirada… luego expresó sonriente: “¡Buenos muchachos!”. Por supuesto que esos hermanos, de siete y seis años, muy lejos estábamos de imaginar que esa persona era el General Petronilo Flores Castellanos, Jefe del Estado Mayor de la Zona Militar y Gobernador del Territorio de Baja California Sur.  

A los meses falleció de muerte natural el general Petronilo y, esa casa fue ocupada por el capitán Palemón Morales León, donde también íbamos a jugar con sus hijos “Memy” y “Cecy”. A Flores Castellanos lo suplió el Coronel Lucino M. Rebolledo, quien anteriormente ocupaba el cargo de Jefe del Estado Mayor de la Zona Militar. Al igual que mi padre, eran socios del “Club de Leones” donde entablaron buena relación.

 Una prueba de afecto de parte del coronel Rebolledo consistió en el regalo de un paquete con seis pistolas; entre ellas una escuadra pavonada calibre 22, un revólver 32, otro calibre 44, ambos niquelados, además otras que no recuerdo. Me había prometido que al llegar a la mayoría de edad me regalaría una, esperé pero nunca llegó. Ignoro si el coronel se las obsequió por verdadera amistad o como un reconocimiento a una hazaña que en esas fechas logró mi progenitor, el Ing. Clemente Ávila Muñoz.

Había llegado a La Paz un grupo de “Materiales de Guerra” con los mejores francotiradores del Ejército Mexicano. Su labor consistía en practicar el tiro diariamente y hacer exhibiciones por toda la república. Ese  evento se llevó a cabo en el ya desaparecido campo de “Palmira”, en un llano junto al “Cerro de la Calavera”, donde los domingos se reunían los socios del Club de Tiro, Caza y Pesca “Gavilanes”; entre ellos recuerdo a los señores Ramiro Alvarado, ing. Humberto Quiroz Cárdenas, Francisco “Pancho” Olachea, Carlos Navarro de Alba, Cap. Enrique Aguilar Morales, y a los ex-revolucionarios Fernando “Charol” Ramírez y el Mayor Teófilo Bautista, que fuera muy cercano al presidente Francisco I. Madero.

Después después de la “tirada”, a eso de las dos de la tarde acostumbraban dirigirse al restaurante del hotel “Central”, que regenteaba el pícaro señorón don Nicolás “Talismán” Martínez Villalba, en la esquina de 5 de mayo y Belisario Domínguez. Al llegar jugaban una partidita de dominó, para inmediatamente después disfrutar de un exquisito “Pecho de Caguama”, no sin antes paladear unos fríos tragos ambarinos, alternándolos con unos trozos del hígado del quelonio reglamentariamente aderezados con limón y sal.

 Empezó el tiroteo; de pie, rodilla en tierra y tendido. Los militares venían bien apertrechados con una serie de colchones, apoyos y coderas. Ante el asombro de los presentes, mi papá les iba ganando en las dos primeras posiciones; enseguida el tiro en posición tendido. Sin más equipo que su rifle Mauser deportivo, se tiró al suelo y colocó de apoyo en el cañón una piedrita, otros disparos a la “diana”… ¡y también les ganó!

Tal vez de momento a los francotiradores no les vino en gracia, pero al fin militares, tenían que disciplinarse. Y para demostrar que no había ningún enojo, esa noche  invitaron a  mi padre  a cenar al hotel “Perla”. Le propusieron que se uniera a ellos y le otorgarían grado de Oficial, a lo que respondió: “Señores, muchas gracias por la distinción, pero aquí tengo mi familia y mi trabajo”. Entonces, a una orden del jefe  un soldado dio media vuelta, y regresó con una caja de 1,000 cartuchos calibre 7 mm. Al entregársela le dijo: “Ingeniero, de todas maneras le vamos a regalar este parque, para que siga tirando”.

Dos años después abandoné ese barrio, pues terminaron de construir la casa donde nos cambiamos, tiempos ya del Gobernador Gral. de División Bonifacio Salinas Leal. Me encontraba cursando el quinto año de primaria en la antigua escuela “Carlos A. Carrillo”, en el cruce de 5 de mayo y Josefa Ortiz de Domínguez, y fue cuando vi por última vez en la aledaña calle Independencia, circular el viejo camión conducido por el cabo Silva.

¡Aún permanecía en su puesto la voluntaria “Changa”!   

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