Quiero referirme hoy aquí a Gustavo Díaz Ordaz desde el punto de vista del Partido Liberal del siglo XIX, que tanto apasiona al actual presidente de la República.
Gustavo Díaz Ordaz era bisnieto del héroe liberal oaxaqueño, Jose María Díaz Ordaz, que luchó al frente de las fuerzas liberales contra los conservadores durante la Guerra de Reforma. Su padre, Ramón Díaz Ordaz, tuvo una carrera política discreta. Entre sus cargos destaca el de jefe político de Chalchicomula (Puebla), lugar donde nació el futuro presidente de México, Gustavo Díaz Ordaz.
Don Gustavo Díaz Ordaz se caracterizaba por su extraordinaria seriedad que no era ajena a un agudo sentido del humor que desplegaba con velocidad y precisión.
En una ocasión, durante una entrevista, una reportera le preguntó: “Señor candidato, ¿es verdad que ustedes los poblanos tienen dos caras?”. Díaz Ordaz le respondió de inmediato, soltando una carcajada espontanea al tiempo que le decía: “¿Cree usted señorita que si yo tuviera otra casa, usaría esta?”.
Yo tuve la oportunidad y el honor de conocer a don Gustavo Díaz Ordaz, gracias a otro don Gustavo: El Doctor Baz Prada de quien tuve el privilegio de ser discípulo y amigo durante más de 25 años.
Cuando conocí a don Gustavo Díaz Ordaz, era yo un joven de escasos 19 años, y él recién había terminado su sexenio. Al acercarme a saludarlo, me dirigí a él diciéndole: “Mucho gusto, Señor Presidente”. Él me dijo que ya no era presidente, a lo cual yo le dije: “Por desgracia, Señor Presidente”. Pude percatarme de su emoción porque se le arrasaron los ojos con lágrimas, al tiempo que don Gustavo Baz me decía que me fuera a vestir y que me les uniera para desayunar.
Antes de aquel primer encuentro, había escuchado al Presidente Díaz Ordaz dirigirse a sus compatriotas por radio y por televisión en los días del llamado Movimiento Estudiantil de 1968. Aunque era yo entonces muy joven, algo dentro de mí me hacía ver en aquel hombre a un patriota vehemente, a un presidente profundamente preocupado por el inmenso problema que él veía desde una perspectiva que solamente un estadista serio puede ver.
Jamás denostó a los estudiantes ni a los maestros universitarios; nunca les puso apodos ni calificativos peyorativos. No olvido cuando dijo que su mano estaba tendida, ofreciendo que “la chocaran”. No olvido cuando desde Guadalajara hizo un llamado a la concordia, advirtiendo que nadie se llamara a engaño; que lo que tuviera que hacer lo haría; que hasta donde tuviera que llegar llegaría para preservar la seguridad y la dignidad de la patria. Y yo se lo creía y se lo sigo creyendo.
Un hombre que como él pudo asumir públicamente la responsabilidad jurídica, política, histórica y personal por los acontecimientos de 1968, no es del tipo de chacal que embosque inocentes en una plaza dejándolos a merced de francotiradores clandestinos.
Sin embargo, no escurrió el bulto, ni evadió su responsabilidad, ni constituyó “fiscalías autónomas”, ni hacia rifas que no eran rifas, ni ofendía a los estudiantes ni a sus líderes. Era un mexicano que miraba de frente con reciedumbre y claridad. Era un mexicano de histórico abolengo LIBERAL; liberal de pólvora y fuego a diferencia de Juárez, el santón elevado sobre el pedestal falso de la masonería traicionera.
Corría por sus venas sangre de soldados mexicanos y por el inmenso respeto que tenía por nuestras fuerzas armadas, jamás las hubiera manchado convirtiéndolas en sicarios. Su Secretario de la Defensa Nacional fue un GENERAL de verdad, Don Marcelino García Barragán, que no era un cortesano ni un soldadito de escritorio, sino un general que se ganó su rango por méritos en combate.
En algún momento durante los disturbios de 1968 (que ocurrieron en muchas otras partes del mundo “casualmente”), los gringos le ofrecieron la Presidencia a Don Marcelino García Barragán, que los rechazó y los mandó al demonio con cajas destempladas.
No es casualidad que tres años después de la noche del 2 de octubre de 1968, el jueves de Corpus Christi, el 10 de junio de 1971, Luis Echeverría repitiera el mismo modus operandi de Tlaltelolco, dejando claramente a la vista que Díaz Ordaz no fue el autor de esa masacre; de una de esas masacres que al actual presidente de México le dan tanta risa.
Díaz Ordaz no era hombre de caprichos ni ocurrencias; no se hacía pasar por algo que no fuera. Casi no hablaba en público y por eso, su palabra tenía credibilidad y un peso moral y político que subsiste hasta hoy. Don Gustavo Díaz Ordaz era un hombre de palabra; de una sola palabra, no de palabrería. Se podía confiar en él, porque no aparentaba ni fingía.
Era un rival formidable, pero un rival que solamente luchaba de frente, como cuando dijo que nadie tenía fueros contra México. No olvido su emoción durante un discurso cuando dijo: “La injuria no me llega; la calumnia no me toca; el odio no ha nacido en mí”.
No era capaz de hipocresía. Era un hombre físicamente feo que conocía los chistes que se hacían con motivo de su dentadura prominente; pero tenía solamente UNA BOCA que para hablar con México y de México, es mucho mejor que tener DOS BOCAS, dos versiones, dos salidas, o dos mentiras más siempre a la mano.
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string(7519) "¿Es verdad el relato que nos cuenta sobre el pasado glorioso y que el futuro nos depara otra época dorada, como en aquellos tiempos, nos adormece e impide reconocer cuando nos acercamos al abismo? Por supuesto que no. Afirmarlo ignora cómo funciona nuestro cerebro. La neurociencia ha descubierto que uno de los hemisferios de nuestro cerebro tiene la función de captar el mundo físico. Millones de señales de lo que nos rodea se registran cada instante en esa parte de nuestra cabeza. La información que percibe carece de orden y sentido. El otro hemisferio recibe la información y trata de darle coherencia y dirección mediante la elaboración de una historia. A esa parte se le conoce como el cerebro narrador. De esta manera, al ordenar la información recibida, se da un sentido a nuestro proceder y, aún más importante, a nuestra vida. Es la forma en que las personas logramos sobrevivir al caos de la vida. Por ello los historias-relatos son tan significativos. Su relevancia es mayor en épocas en las que nuestras viejas certezas se desvanecen al dejar de explicar a nuestro mundo, como sucede en nuestros días.
Los cambios sistémicos, aquellos que trastocan nuestra vida cotidiana y, por tanto a nuestras creencias, son multicausales. Y una de sus características es que destruyen a las viejas formas de reproducción social. En México, por ejemplo, la insolvencia del gobierno de los años ochenta indujo a una serie de reformas en la economía, política, policía, la justicia y el narcotráfico. Y el Estado abandonó su responsabilidad pública. El resultado es un maremágnum. Al colapsar ese antiguo orden nos embargan el desconcierto y la angustia. Tiene una explicación: miles de personas perdieron su forma de vida y van a la deriva. La misma neurociencia nos dice que esos sentimientos activan los resortes de supervivencia: temor y huida frente a un enemigo. En ese estado de ánimo, en el desamparo y sin brújula, una nueva fábula sostiene que el pasado fue mejor y nos promete un futuro luminoso. Nos enganchamos. Por cierto, no se trata de que seamos tontos ni necios. Buscamos un asidero y nuestro cerebro le da sentido al relato que nos da esperanza.
La condición humana es incomprensible “sin la narración de historias”, explica Will Storr, en La ciencia de contar historias, un libro por demás sugerente y respaldado por los nuevos descubrimientos de la neurociencia. En efecto, como sostiene el autor, las personas somos narraciones. Es lo que nos hace humanos. El propósito de las fábulas es tener una visión compartida del mundo que nos rodea para lograr la cooperación y la gobernanza. Michael Foucault cuando teorizó sobre la biopolítica soslayó que el hombre requiere del relato para que las personas unan esfuerzos en la consecución de fines comunes, cuyo propósito es la supervivencia. Para Foucault, el desarrollo y el triunfo del capitalismo no habrían sido posibles sin el control disciplinario llevado a cabo por el bio-poder que ha creado mediante una serie de tecnologías adecuadas para hacer a los «cuerpos dóciles» y así regir. Giorgio Agamben en Homo Sacer precisa que la biopolítica es más antigua y nace con el desarrollo del individuo y el Estado moderno.
La biopolítica, muestra este filósofo italiano contemporáneo, es el punto de encuentro entre la historia personal del hombre, su ser biológico con la política, su ser social, es decir la relación con los otros hombres. Se trata de la cooperación, del arte de acordar, negociar, comerciar, convivir, aceptar las diferencias. Para hacer posible todo esto, las creencias comunes son el instrumento que hacen posible la convivencia y la cooperación. Y justamente esa es la función del relato. En El fuego y el relato, Agamben sugiere que la literatura, el relato, es el puente que vincula y fusiona a las personas con la política y entrelaza la convivencia pública con el gobierno. El origen del relato es la religión, aunque ahora secularizado ya nadie lo identifica ni tiene idea de su evolución hasta llegar a ser lo que es hoy en día: un lugar común. Esas creencias fundacionales son las que forjaron las cosmogonías que nos gobiernan, la moral, las costumbres, las leyes e instituciones modernas. No parece que se esté ante poderes superiores que nos manipulan.
El relato es nuestro norte. Por eso es tan relevante. Y en tiempos de alto estrés provocados por cambios disruptivos que desajustan nuestras vidas, como la pérdida de estatus, de empleo, del negocio, por la injusticia, la desigualdad, la inseguridad (física, patrimonial y psicológica), el relato cobra una relevancia crucial. Así que quien logra fabular una buena historia, acorde con nuestras creencias, hace las veces de un encantador. Este es el caso de México, de Estados Unidos y de tantos otros países. Ahora sabemos que el cerebro simplifica los millones de bits de información que procesamos por segundo y esa información sin coherencia la convierte en una narrativa que le da sentido y la sensación de que tenemos el control de las cosas. Para lograr este proceso el cerebro narrador establece un sistema causal: de causa y efecto. Y eso es lo que saben hacer bien los líderes populistas. Estos liderazgos entienden que sufrimos porque perdimos el Paraíso que fue el país en el pasado y nos venden un futuro de retorno al Edén.
No obstante, los liderazgos populistas tienen una gran carencia: solamente logran aglutinar los miedos, las fobias, las angustias sin darles cauce. Sus gobiernos se niegan a convertir al Estado en garante de último recurso de nuestra seguridad física, patrimonial y económica. En lugar de sentar las bases para forjar un Estado social y de derechos dejan a las personas a su suerte, achacando sus desgracias a su mala suerte, a fuerzas sobrenaturales o a la confabulación de hombres malvados que quieren desestabilizar a sus gobiernos. Por desgracia el círculo se retroalimenta: la zozobra y la angustia existencial no ceden, pero fortalecen el relato populista. La precariedad, es decir, la enorme desigualdad social, es el alimento del relato populista: la inseguridad física (hoy vivimos, mañana una bala o un accidente nos siega la vida) y patrimonial (mañana un ladrón nos despoja de nuestros bienes o salario); la inestabilidad laboral y de ingresos (hoy tenemos empleo y comemos, quizá mañana no); la falta de un sistema universal de salud nos condena a la ruina porque debemos solventar una enfermedad penosa… El Estado nos abandonó. Es la gran renuncia a la política.
El desafío que plantea el relato populista es enorme. Y los riesgos que plantea a la gobernanza y el futuro son igualmente desafiantes. La resistencia es importante, pero insuficiente. Se requiere un antídoto. Y ese antídoto solamente es otro relato. Un relato que a partir de las penurias, angustias y carencias de los mexicanos ofrezca empatía y una ruta para hacer que la política sea el medio para asegurar el bienestar. Garantizar la cooperación y la gobernanza requiere un nuevo relato."
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string(7263) "A cuatro años de distancia quizá sea pertinente hacer un balance preliminar de algunas políticas y decisiones relevantes del gobierno federal. El propósito es intentar entrever sus principales efectos sobre el bienestar de los mexicanos. Abordaré sucintamente los siguientes tópicos que considero importantes por su impacto a corto y largo plazo: entramado legal e institucional; informalidad; salarios; salud, entre otros. El común denominador que tienen todos estos factores es la subversión del estado de cosas del país (status quo). Por ello creo decisivo trazar las principales líneas de esos cambios y sus posibles consecuencias.
Mi hipótesis es que no sin razón, el presidente desconfía de las leyes e instituciones que rigen a México. Ya son clásicas dos de sus frases: “Al diablo con sus instituciones” y “No me salgan con que la ley es la ley”. Es sabido que en buena medida el tramado institucional y legal responde a los intereses de las élites, y en particular de la oligarquía plutocrática. El fenómeno es universal, no privativo de México. Por ello hay un enorme descontento y desafecto con la democracia. En este contexto, la respuesta de la gente ha sido elegir como gobernantes a hombres carismáticos, cuyo propósito ha sido concentrar el poder.
En nuestro caso, y a sabiendas de los vaivenes de la política de un sexenio a otro, el presidente ha otorgado al ejército sus obras emblemáticas. Con esa medida pretende evitar su privatización o que las dejen morir de inanición. Así supone que serán salvaguardadas de leyes que pueden ser cambiadas por mayorías obsecuentes en el Congreso o vendidas y arruinadas por otro jefe del Ejecutivo. A eso ha llevado la desconfianza presidencial en las instituciones y las leyes. Lo adecuado habría sido un nuevo diseño institucional y favorecer la participación ciudadana en decisiones de interés colectivo. Al asignarlas al ejército, de facto se privatizan: serán manejadas de acuerdo con los intereses de la corporación militar y no del interés público o de la nación.
Buena parte del esfuerzo presidencial ha sido debilitar a las instituciones y los contrapesos del poder. Tales son los casos de la misma Constitución, que si no puede modificarla, cambia las leyes secundarias sin importar que violen a la ley superior; la Suprema Corte de justicia mediante la destitución de un ministro (por cierto corrupto) y la cooptación mediante nombramiento de ministros o la intimidación; la misma suerte le espera al INE y a otros órganos autónomos, como la CNDH, por mencionar dos casos emblemáticos. La ley fundamental y las leyes secundarias, así como de estas estructuras institucionales requieren cambios sustanciales para fortalecerlas. Su destrucción o desmantelamiento van a lastimar a quien dice proteger: a los pobres.
La ley se ideó para evitar la arbitrariedad y establecer un mínimo de condiciones para que el más fuerte, poderoso o rico no aplaste a los menos pudientes. Igualmente es la guía y el soporte que hace posible la convivencia pacífica. De esta manera, el riesgo de destruir las leyes y las instituciones puede desembocar en una crisis política y violencia. Ciertamente las leyes y las instituciones tienen muchos sesgos, pero lo que se requiere es una ingeniería constitucional e institucional para que respondan al interés general, sin menoscabo de las minorías. El fin es evitar la concentración del poder y la riqueza en pocas manos. Ganan los poderosos si se devastan leyes e instituciones en vez de mejorarlas.
La devastación institucional, ya de por sí preocupante por los riesgos de violencia y anarquía que corre nuestro país y agravada por el dominio territorial de bandas delincuenciales en zonas muy amplias del territorio nacional, también se extiende al ámbito económico. Cabe decir primero que el presidente ha impulsado cosas trascendentales en el salario mínimo y el outsourcing o subcontratación de trabajadores por terceros que los despojan de derechos y en los hechos son una especie de esclavos modernos que precariza el trabajo. En cuanto al salario mínimo, su incremento ha sido espectacular. ¿Quién en su sano juicio estaría en desacuerdo en estos cambios tan nobles y notables?
No obstante, pongamos en perspectiva los cambios. Una vieja ley establece que cuando una variable se mueve las otras también se alteran. En efecto, la mejoría del salario -aunque sin parangón es aún insuficiente para adquirir la canasta básica- tiene algunos aspectos que vale la pena valorar para poner en su justa dimensión sus beneficios. Como es sabido, en México la mayoría de los establecimientos empresariales son micronegocios y pequeñas empresas. Un salario mínimo mayor representa una onerosa carga para su supervivencia, en particular para las empresas formales, pues suben pagos al IMSS, bonificaciones como prima vacacional, aguinaldo y reparto de utilidades.
Estos factores obligan a muchas empresas a refugiarse en la informalidad, en donde todos pierden: los emprendedores, trabajadores y consumidores. Para que decisiones como el aumento al salario mínimo no induzcan a las pymes a la economía clandestina es menester acompañarlas con una batería de políticas públicas, tales como un eficaz sistema de salud universal que no implique un gasto insostenible, así como estímulos fiscales. El caso es que cuando se mueve una pieza sin atender a todo el entramado económico termina haciéndose daño en lugar de beneficiar a los más pobres que perciben un salario mínimo.
Si el gobierno se proponía fortalecer lo público sobre lo privado, los indicios apuntan a que está ocurriendo lo contrario. Quizá donde se puede observar con mayor nitidez cómo se fortalecen los mercados privados y muchas veces mercados negros, es el sector salud. La mayor debilidad del sistema público sanitario, de por sí en condiciones críticas, a consecuencia de los cambios realizados por el gobierno federal han sido el fortalecimiento de los consultorios privados, primordialmente los de los adyacentes a las farmacias. Y la escasez de medicamentos que se padece ha favorecido el contrabando, la falsificación y venta de productos caducos. Florecen la informalidad y los mercados negros cuando falta planeación, previsión y se introducen cambios parciales.
En suma, el debilitamiento de las leyes y de las instituciones, así como políticas públicas realizadas con buenas intenciones pero sin una visión integral, están socavando sustancialmente la viabilidad del país. A este complejo panorama se suma la transición presidencial, la posible recesión de la economía de Estados Unidos, nuestro motor económico tanto por las exportaciones y los flujos de remesas y divisas por turismo. Y ni hablar de la violencia creciente. Se avecinan tiempos nublados."
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string(7519) "¿Es verdad el relato que nos cuenta sobre el pasado glorioso y que el futuro nos depara otra época dorada, como en aquellos tiempos, nos adormece e impide reconocer cuando nos acercamos al abismo? Por supuesto que no. Afirmarlo ignora cómo funciona nuestro cerebro. La neurociencia ha descubierto que uno de los hemisferios de nuestro cerebro tiene la función de captar el mundo físico. Millones de señales de lo que nos rodea se registran cada instante en esa parte de nuestra cabeza. La información que percibe carece de orden y sentido. El otro hemisferio recibe la información y trata de darle coherencia y dirección mediante la elaboración de una historia. A esa parte se le conoce como el cerebro narrador. De esta manera, al ordenar la información recibida, se da un sentido a nuestro proceder y, aún más importante, a nuestra vida. Es la forma en que las personas logramos sobrevivir al caos de la vida. Por ello los historias-relatos son tan significativos. Su relevancia es mayor en épocas en las que nuestras viejas certezas se desvanecen al dejar de explicar a nuestro mundo, como sucede en nuestros días.
Los cambios sistémicos, aquellos que trastocan nuestra vida cotidiana y, por tanto a nuestras creencias, son multicausales. Y una de sus características es que destruyen a las viejas formas de reproducción social. En México, por ejemplo, la insolvencia del gobierno de los años ochenta indujo a una serie de reformas en la economía, política, policía, la justicia y el narcotráfico. Y el Estado abandonó su responsabilidad pública. El resultado es un maremágnum. Al colapsar ese antiguo orden nos embargan el desconcierto y la angustia. Tiene una explicación: miles de personas perdieron su forma de vida y van a la deriva. La misma neurociencia nos dice que esos sentimientos activan los resortes de supervivencia: temor y huida frente a un enemigo. En ese estado de ánimo, en el desamparo y sin brújula, una nueva fábula sostiene que el pasado fue mejor y nos promete un futuro luminoso. Nos enganchamos. Por cierto, no se trata de que seamos tontos ni necios. Buscamos un asidero y nuestro cerebro le da sentido al relato que nos da esperanza.
La condición humana es incomprensible “sin la narración de historias”, explica Will Storr, en La ciencia de contar historias, un libro por demás sugerente y respaldado por los nuevos descubrimientos de la neurociencia. En efecto, como sostiene el autor, las personas somos narraciones. Es lo que nos hace humanos. El propósito de las fábulas es tener una visión compartida del mundo que nos rodea para lograr la cooperación y la gobernanza. Michael Foucault cuando teorizó sobre la biopolítica soslayó que el hombre requiere del relato para que las personas unan esfuerzos en la consecución de fines comunes, cuyo propósito es la supervivencia. Para Foucault, el desarrollo y el triunfo del capitalismo no habrían sido posibles sin el control disciplinario llevado a cabo por el bio-poder que ha creado mediante una serie de tecnologías adecuadas para hacer a los «cuerpos dóciles» y así regir. Giorgio Agamben en Homo Sacer precisa que la biopolítica es más antigua y nace con el desarrollo del individuo y el Estado moderno.
La biopolítica, muestra este filósofo italiano contemporáneo, es el punto de encuentro entre la historia personal del hombre, su ser biológico con la política, su ser social, es decir la relación con los otros hombres. Se trata de la cooperación, del arte de acordar, negociar, comerciar, convivir, aceptar las diferencias. Para hacer posible todo esto, las creencias comunes son el instrumento que hacen posible la convivencia y la cooperación. Y justamente esa es la función del relato. En El fuego y el relato, Agamben sugiere que la literatura, el relato, es el puente que vincula y fusiona a las personas con la política y entrelaza la convivencia pública con el gobierno. El origen del relato es la religión, aunque ahora secularizado ya nadie lo identifica ni tiene idea de su evolución hasta llegar a ser lo que es hoy en día: un lugar común. Esas creencias fundacionales son las que forjaron las cosmogonías que nos gobiernan, la moral, las costumbres, las leyes e instituciones modernas. No parece que se esté ante poderes superiores que nos manipulan.
El relato es nuestro norte. Por eso es tan relevante. Y en tiempos de alto estrés provocados por cambios disruptivos que desajustan nuestras vidas, como la pérdida de estatus, de empleo, del negocio, por la injusticia, la desigualdad, la inseguridad (física, patrimonial y psicológica), el relato cobra una relevancia crucial. Así que quien logra fabular una buena historia, acorde con nuestras creencias, hace las veces de un encantador. Este es el caso de México, de Estados Unidos y de tantos otros países. Ahora sabemos que el cerebro simplifica los millones de bits de información que procesamos por segundo y esa información sin coherencia la convierte en una narrativa que le da sentido y la sensación de que tenemos el control de las cosas. Para lograr este proceso el cerebro narrador establece un sistema causal: de causa y efecto. Y eso es lo que saben hacer bien los líderes populistas. Estos liderazgos entienden que sufrimos porque perdimos el Paraíso que fue el país en el pasado y nos venden un futuro de retorno al Edén.
No obstante, los liderazgos populistas tienen una gran carencia: solamente logran aglutinar los miedos, las fobias, las angustias sin darles cauce. Sus gobiernos se niegan a convertir al Estado en garante de último recurso de nuestra seguridad física, patrimonial y económica. En lugar de sentar las bases para forjar un Estado social y de derechos dejan a las personas a su suerte, achacando sus desgracias a su mala suerte, a fuerzas sobrenaturales o a la confabulación de hombres malvados que quieren desestabilizar a sus gobiernos. Por desgracia el círculo se retroalimenta: la zozobra y la angustia existencial no ceden, pero fortalecen el relato populista. La precariedad, es decir, la enorme desigualdad social, es el alimento del relato populista: la inseguridad física (hoy vivimos, mañana una bala o un accidente nos siega la vida) y patrimonial (mañana un ladrón nos despoja de nuestros bienes o salario); la inestabilidad laboral y de ingresos (hoy tenemos empleo y comemos, quizá mañana no); la falta de un sistema universal de salud nos condena a la ruina porque debemos solventar una enfermedad penosa… El Estado nos abandonó. Es la gran renuncia a la política.
El desafío que plantea el relato populista es enorme. Y los riesgos que plantea a la gobernanza y el futuro son igualmente desafiantes. La resistencia es importante, pero insuficiente. Se requiere un antídoto. Y ese antídoto solamente es otro relato. Un relato que a partir de las penurias, angustias y carencias de los mexicanos ofrezca empatía y una ruta para hacer que la política sea el medio para asegurar el bienestar. Garantizar la cooperación y la gobernanza requiere un nuevo relato."
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