Lo ocurrido el pasado domingo 1 de junio es una tragedia nacional cuyos alcances aun son difíciles de determinar. Estamos en el último margen de posibilidad de reconocer que esta reforma es un total despropósito y rectificarla antes de que el daño sea irreversible.
Sócrates ha sido reconocido desde su propio tiempo, pero sobre todo por las grandes inteligencias de la historia de occidente, como uno de los pensadores más eminentes que ha dado la humanidad. Sin embargo fue condenado a muerte por un tribunal legalmente establecido a partir de argumentos, digamos endebles: la impiedad de negar a los dioses reconocidos por el Estado y la supuesta inmoralidad de “corromper a la juventud”. Se le consideró culpable y se le condenó a morir, pensando que tras la condena Sócrates se “enmendaría” y estaría de acuerdo en huir o conmutar su pena por otra más benigna, dando la razón a la autoridad que lo condenó. Sócrates se negó a someterse al chantaje y prefirió morir antes de renegar sus principios.
Es probable que algunos de los que emitieron ese fallo hayan pensado genuinamente que aquel hombre merecía morir, pero algún otro seguramente intentaba presionarlo o seguía alguna directriz que buscaba a callar al filósofo. Estas cosas –y otras peores– suceden con más frecuencia de lo deseable cuando los aparatos de justicia manipulan y se utilizan con fines políticos y con la mera intención de mostrar el poder con que se cuenta.
Lo ocurrido el pasado domingo 1 de junio es una tragedia nacional cuyos alcances aun son difíciles de determinar. Por más que el oficialismo lo intente “vender” como un éxito, yo no ví por ningún lado una “fiesta democrática” o una genuina celebración de la gente –ese pueblo que supuestamente se volcó a dar su apoyo al plan C de la pasada compaña– del calibre de la que vivimos cuando en el año 2000 Vicente Fox echó al PRI de Los Pinos o de la algarabía popular de cuando Andrés Manuel López Obrador se convirtió en presidente tras una elección histórica.
En contraste, el bando opositor se regodea con la poca participación –sin que hayan mostrado influencia alguna en el electorado y apostando a que la desidia generalizada se interprete como activismo– para restarle legitimidad a una elección que, pésele a quien le pesa, es tristemente legal.
Lo cierto es que en “el país más democrático del mundo”, sólo uno de cada diez electores decidieron ejercer el derecho a votar (el número oficial ronda el 12% pero al quitar los votos nulos –tanto los conscientes como los producidos por errores involuntarios al llenar una pila de boletas complejas y poco amables– bajará casi seguro a un dígito el porcentaje de votación).
Lo cierto es que el ejercicio electoral para elegir jueces y ministros será todo lo ilegítimo moralmente que se quiera, pero es legal, derivará en un cambio objetivo del poder judicial y traerá consecuencias materiales muy profundas y de muy largo plazo.
Estamos en el último margen de posibilidad para reconocer que esta reforma es un total despropósito, que carece de sentido, que no resolverá uno solo de los problemas que promete atajar, que el “nuevo” poder judicial tendrá aun más problemas que el actual –y mira que ya es decir– y que además manchará inevitablemente el “legado” del líder histórico López Obrador al haber sido, en la práctica, producto de su obcecación vengativa.
Desde luego, hoy para los liderazgos de Morena es una fiesta porque se han hecho del poder total –fiesta que no comparte su militancia, que padecerá las consecuencias de lo ocurrido igual que todos los demás ciudadanos de a pie–. Sin embargo, como todos los movimientos y gobiernos, un día será sustituido por otro, y entonces sobre los legisladores que han permitido este desastre, caerá el juicio de la historia.
Esta es la última oportunidad para reconocer que no es verdad que el pueblo se volcó en la reforma judicial, que no es verdad que esta modificación resolverá algo, que no es verdad que el hecho de que la elección sea legal la hace legítima, que de ningún modo el pueblo se verá favorecido.
Por su parte, del lado de la oposición, urge que reconozcan que antes de esta elección, el poder judicial –que incluye fiscalías, ministerios públicos, policías, etc.– tenía infinidad de problemas creados por las propias dinámicas nefastas que salpican a todo el sistema político mexicano, entre los que se cuentan ineficacia, impunidad y corrupción y que siempre –cuando menos desde el año 2000 que se inició la supuesta transición a la democracia– carecieron de la responsabilidad política, histórica y moral para arreglarlo.
Este es el momento, quizá el último, en que sería posible pactar una reforma de verdad, integral y completa, construida, impulsada y votada por todas las fuerzas políticas, mediante la cual, por consenso, arreglar el tiradero que se gestó en septiembre y se ha ido profundizando hasta el pasado domingo y que tendrá consecuencias desastrosas para el futuro de México.
Soy ingenuo, pero no tanto. No hay idea más equivocada que aquello de que lo bueno y lo verdadero termina por imponerse. La verdad y la virtud son producto del trabajo, de la voluntad, del deseo, de la buena planeación, de la eficacia y, sobre todo, de la buena fe de quienes participan.
Desde luego que sé que esa histórica rectificación de todas las partes en pugna no ocurrirá. La clase política de ninguno de los colores tiene la altura y el talento para reconocer sus errores, para trabajar por lo mejor para México a largo plazo –aunque se afecten sus intereses– y, por una vez, poner a la nación por delante de sus rencillas y privilegios. Ninguno de los partidos ni de los líderes actuales posee la visión para aprovechar este fracaso monumental y convertirlo en una oportunidad para reconstruir al país. La oposición no quiere entender que Morena, en efecto, goza del respaldo mayoritario y por lo cual sus programas y políticas deben considerarse prioritarias, sin embargo, las minorías también deben ser representadas con dignidad y valentía.
Por su parte, el oficialismo, borracho de poder, sintiéndose dueño y señor “del pueblo” y convencidos de que solo “su palabra es la ley”, no está dispuesto a escuchar a nadie ni a reconocer que sus gobiernos se han caracterizado por la ineficacia, la improvisación y la destrucción sistemática de toda institución del pasado sin contemplar de manera seria cómo habrán de funcionar las cosas una vez que terminen de demoler el Estado entero. Ya no cabe seguir echando culpas al pasado. Llevan casi siete años en el poder. ¿Cuánto tiempo más la violencia, la corrupción, la pobreza, las carencias en salud, educación y un larguísimo etcétera seguirán siendo culpa del pasado?
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