Para acceder al poder y mantenerlo, los populistas (sean del color que sean, hablen el idioma que hablen, se proclamen demócratas o no, tengan muchos o pocos años, se definan como izquierdistas, derechistas o centristas, confiesen ser religiosos o no) insisten en que “el pueblo”, que para ellos está conformado por los pobres y desposeídos, además de ser bueno y representar lo mejor de los valores patrios y la cultura nacional, ha sido vilmente explotado por los políticos profesionales y sus cómplices, entre ellos, los ricos, los empresarios, los periodistas, los dueños de los medios de comunicación, los intelectuales, los científicos, los tecnócratas, los técnicos y especialistas.
A través de sus palabras, buscan dividir entre buenos y malos a los habitantes de cualquier entidad geopolítica, sea un país o una parte de éste.
Los populistas dicen que los malos son todos aquellos que no piensan como ellos porque son corruptos, están equivocados, nunca toman en cuenta el bienestar de las mayorías, son egoístas, no tienen “llenadera”.
Por su parte, los buenos serían todos los demás, es decir, la mayoría de las personas que no tienen acceso a las mismas oportunidades de desarrollo personal, educacional e intelectual que los malos.
Peor aún, un enemigo del pueblo acaba siendo todo aquel que no está total y absolutamente de acuerdo con ellos. Como lo dijo el presidente Andrés Manuel López Obrador a principios de junio, en Minatitlán (Veracruz): “Es tiempo de definiciones, no es tiempo de simulaciones, o somos conservadores o somos liberales, no hay para dónde hacerse, o se está por la transformación o se está en contra de la transformación del país. Se está por la honestidad y por limpiar a México de corrupción o se apuesta a que se mantengan los privilegios de unos cuantos”.
Solo le faltó decir, como supuestamente dijo Jesús y se anota en Mateo 12:30: “El que no está conmigo, está contra mí”.
Es decir que quienes discrepan de ellos, aunque sea mínimamente, pertenecen al grupo de los malos, porque los populistas exigen de sus seguidores una lealtad ciega que no cuestione ninguna de sus palabras, acciones u ocurrencias.
En los países gobernados por populistas, que cada vez son más como resultado del fracaso del modelo económico neoliberal que prometió mucho y cumplió poco, son enemigos del pueblo –como lo anoté líneas arriba– los medios de comunicación y los periodistas que no están de acuerdo con todo o parte de las acciones de sus gobernantes.
En Estados Unidos, Trump descalifica a los medios impresos, televisoras y periodistas que difunden información, comentarios y análisis que no cuadran con su idea del mundo. Dice que son medios fallidos y periodistas mediocres.
En México, AMLO suele decir que son corruptos la mayoría de los periodistas que no piensan como él y califica como un “pasquín inmundo” a un diario que cotidianamente critica a su gobierno y a su partido.
Ambos gobernantes tienen el derecho a decir lo que quieran, pero no deberían olvidar que sus palabras tienen mucho peso y pueden ser interpretadas por uno o varios de sus seguidores como una invitación para dañar el patrimonio o la integridad física de quienes están dentro del grupo de los malos que no quieren al pueblo bueno y explotado.
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