La cumbre de Donald Trump y Vladimir Putin en Alaska fue presentada como un paso hacia la paz en Ucrania. Antes del encuentro ya era posible anticipar distintos escenarios: desde un acuerdo mínimo de alto al fuego hasta la concesión más amplia a Moscú. Al final, prevaleció la opción que se veía como la más probable: que Trump aceptara que Ucrania pierda el 20% de su territorio, ocupado o no por Rusia.
La manera en que ambos líderes bajaron de sus aviones anticipó el desenlace. El ruso, rápido y con energía, la mirada fija al frente, transmitiendo control. El estadounidense, en cambio, lento, escalón por escalón y con la vista puesta en los peldaños, proyectando inseguridad. El primero entró como dueño de la escena; el segundo, cuidando cada paso. Ese contraste visual, reforzado con el cálido apretón de manos y los aplausos de Trump al recibirlo, consolidó la narrativa de un Trump a la zaga del dictador ruso.
El saludo prolongado y sonriente fue más que protocolo: para Trump, la ilusión de mostrarse como mediador fuerte; para Putin, una jugada calculada de paridad en suelo estadounidense. El lugar tampoco fue casual: en 1867 Rusia vendió Alaska a EEUU, y la memoria de aquella pérdida sigue viva en la narrativa del Kremlin.
Tras la escenografía hubo sustancia: un éxito para Rusia, un fracaso para EEUU. La cumbre no produjo ni alto al fuego ni compromisos verificables. Trump, que presumía de cerrar tratos en minutos, salió con las manos vacías después de una reunión de tres horas. Había prometido sanciones drásticas si Putin no aceptaba poner fin a la guerra, pero tras la reunión ni las mencionó. Lo que sí hizo fue alinearse con la narrativa rusa: declaró que el conflicto debe terminar no con un simple cese al fuego, sino con un “acuerdo de paz” que contemple las exigencias de Moscú, incluida la pérdida definitiva del 20% del territorio ucraniano. En otras palabras, Trump abandonó a Ucrania y a sus aliados europeos, dándole carta blanca a Putin para futuras agresiones, incluso contra países que ni siquiera formaron parte de la URSS.
El contraste entre ambos líderes no pasó desapercibido. Un analista ucraniano citado por Al Jazeera describió la cumbre como “una clase magistral de cómo un exagente de inteligencia manipula a un narcisista egocéntrico”. Al aplaudir a Putin, darle un apretón de manos exagerado y adoptar su guion del “deal”, Trump terminó evidenciando su debilidad frente a un hombre que para la Corte Penal Internacional es un criminal de guerra. El control que el ruso ejerce sobre el estadounidense quedó demostrado en Alaska, con consecuencias que rebasan el conflicto en Ucrania.
La ironía es inevitable. Trump prometió acabar con la guerra en sus primeras 24 horas de gobierno. Han pasado ya 5,080 horas desde que asumió la presidencia y la guerra sigue. Ni sanciones, ni acuerdos, ni resultados. El autoproclamado “gran negociador” quedó reducido a simple comparsa: en Alaska, el manipulador fue Putin y el manipulado, Trump.
El propio secretario de Estado, Marco Rubio, dejó ver la impotencia estadounidense al decir ayer que “si la paz no va a ser posible… sólo va a continuar la guerra”. Es decir que Putin es quien decidirá cuándo y cómo terminará la guerra que él inició.
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