Hoy, como hago dos lunes al mes, preparo mi colaboración para esta revista digital que tantas satisfacciones me ha dado. La fecha coincide con el natalicio de mi señor padre, Agustín Maqueo Cario, quien estaría cumpliendo 102 años. Su vida fue larga, en etapas azarosa, pero puedo decir que cada capítulo que escribió y superó hizo de él una mejor persona. Al final de sus días, cuando el cáncer, un enemigo con el que luchó por 25 años, lo tenía físicamente muy debilitado, se propuso escribir una plaqueta autobiográfica de la cual fui primera lectora.
Dos de los grandes momentos que él quiso destacar fueron su trabajo como residente de obra en la construcción del edificio “El Moro”, inaugurado en 1946 y considerado como uno de los rascacielos más elevados de la Ciudad de México. Lo asociamos en automático a la Lotería Nacional, del cual ha sido emblemática sede. La segunda obra que mi padre tuvo en su corazón fue la restitución de las torres del puente colgante de Ojuela, en el municipio duranguense de Mapimí que en ese tiempo estaba prácticamente en el abandono.
La primera obra, El Moro, estuvo bajo la dirección de uno de sus mentores: el ingeniero Kurt Groenewold Guerra. En su relato detalla la forma como se fue levantando el gran edificio “art decó” y recuerda una noche cuando, haciendo guardia junto con el “maistro” de obra, la inmensa mole comenzó a tronar. Se temió lo peor, pero afortunadamente fue un simple acomodo del material que no pasó a mayores. La cimentación antisísmica corrió a cargo del ingeniero José Antonio Cuevas. Tanto Cuevas como el ingeniero Manuel González, ambos maestros suyos en el IPN, trabajaron en el centro histórico de la Ciudad de México bajo la consigna de prevenir dos grandes problemas: La afectación sísmica y el hundimiento de edificios coloniales. De esto último la mayor obra fue la colocación de pilotes en la Catedral Metropolitana.
El destino llevó al ingeniero recién egresado a la ciudad de Torreón, Coahuila, donde hizo su vida hasta el final. A inicios de los años noventa el Gobierno de Durango y la empresa Peñoles lo buscaron para proponerle una obra que se antojaba imposible: la restitución de las torres del puente colgante de Ojuela. Este fue construido por el prestigiado ingeniero alemán Santiago Minhguin a finales del siglo 19, y considerado como uno de los tres puentes colgantes más largos del mundo. Su recorrido es de 315 metros a 180 metros de profundidad, y une el pueblo de Ojuela con la mina del mismo nombre, de donde se extraían metales como oro, plata y zinc. La veta se agotó y el pueblo quedó desierto. Sus pobladores se mudaron a la cabecera municipal de Mapimí, población cercana donde continuaba la actividad minera.
La restitución de las torres se antojaba como una obra de cálculo desafiante. Varios de sus colegas desanimaron a mi padre a emprenderla, pero él se propuso, con esta obra, cerrar su ciclo profesional. Fue un trabajo agotador, tanto el cálculo, hecho en tiempos cuando este dependía de cerebro, papel y lápiz, pues las computadoras apenas entraban en circulación y requerían la compleja elaboración de programas para su funcionamiento. Consiguió ver terminada su obra y ya, a partir de ese momento cerró su etapa de constructor.
El tiempo es el más indómito de los elementos con los que vamos armando nuestra propia vida. Frente a él nos corresponde aprovecharlo cada minuto, cada día, siempre. Llegar al término de nuestros días, ojalá, haciendo entrega de un mundo mejor que el que recibimos. Utilizar los recursos propios de manera idónea, propuestos a ser hoy mejores seres humanos que ayer, y así cada día hasta el final. Como diría Borges: El tiempo es el mejor antologista, o el único, tal vez.
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