Dentro de las características de nuestro comportamiento en la era digital, se encuentra el poco valor que le concedemos a la palabra dada. Ello viene a colación por lo siguiente: Voy como funcionaria de casilla para las próximas elecciones. No me corresponde, ni por apellido ni por mes de nacimiento, pero me anotaron ante la falta de respuesta de aquellos a quienes les correspondía. Lo visualicé como una oportunidad para trabajar la jornada por mi querido México, de modo que acepté. La técnica que me notificó quedó de acudir a mi domicilio el siguiente domingo por la tarde. Me preparé para recibirla, nunca llegó ni supe de ella durante una semana. El siguiente sábado a media mañana me llama para indicarme que hay un simulacro de votaciones dentro de 90 minutos, así nada más. Al interpelarla por su incumplimiento del domingo anterior y no haber sabido de ella en toda una semana, se disculpó, aludiendo diversos factores ajenos a su persona. Si no hubiera sido por mi reclamo, tal vez ella no hubiera tocado el punto. En ese momento le hice saber que yo estoy participando como ciudadana, sin otra obligación, y que en este caso ella, como empleada asalariada bajo contrato, tiene el deber moral de dar cumplimiento a la palabra dada, y de respetar el tiempo y la buena disposición de los ciudadanos cooperantes.
Es lamentable observar la forma como se ha degradado el valor de la palabra. Se antoja sencillo enfrentar un compromiso diciendo que claro que se hará como nos lo solicitan, pero a la hora de la hora, ignorar la palabra dada. La promesa de cumplimiento a la ligera no siempre deriva en hechos. Me parece mucho más honesto, ante una invitación que finalmente no se atenderá, disculparse de entrada, para que quien nos invita sepa que no cuenta con nuestra asistencia. ¡Vaya! No tenemos obligación alguna de cumplir con todas las solicitudes; rechazar alguna de ellas habla de un amor propio bien plantado, que nos permite decir “sí” o “no” por convicción, sin sentirnos culpables.
Para el caso de un imprevisto que nos impidió cumplir con lo dicho, disculparse en cuanto sea posible. Somos humanos, podemos fallar, pero nos corresponde darle su lugar a la otra persona y notificar lo ocurrido. Merece todo nuestro respeto, al menos así se espera que ocurra en una sociedad bien estructurada, donde cada uno tiene su propio espacio y una libertad responsable que hacer valer. No hay necesidad de mentir para zafarnos de una situación momentánea, cuando en el fondo no existe cumplimiento de lo dicho.
En estos tiempos, y en particular en política, hemos visto la ligereza con que se hace uso de la palabra en muy diversos escenarios. Uno de ellos, imperdonable, es el de la salud, en particular durante la pandemia. La palabra del subsecretario de Salud, Hugo López Gatell, avalada por el ejecutivo federal, llevó a agravar la ya, de por sí, peligrosa situación del COVID. El animar abiertamente a seguir con la vida habitual, insistiendo en que no pasaba nada, finca responsabilidades a este personaje por el exceso de mortalidad detectada. Eso de hablar de inmunidad “moral” ante el contagio, habrá generado un exceso de confianza en ciudadanos que tal vez consideraron su propio actuar tan moral como el del presidente, y se creyeron inmunes. Nunca sabremos cuántos de ellos perdieron la vida. Y ni hablar del número de muertes ocurridas entre el personal sanitario, que llevó a México a ocupar el primer lugar mundial de decesos entre los trabajadores de la salud.
En un mundo así de globalizado como el nuestro, la palabra es moneda de cambio. Nos corresponde ejercer su uso de manera responsable, con apego a la ética, para generar una conciencia social óptima, que apueste a la credibilidad y a la confianza. Cada vez que vayamos a emitir una palabra, revisar hasta dónde estamos dispuestos a ser consecuentes con lo dicho, y de no ser así, mejor no emitirla. En un ambiente político enrarecido, que sea la palabra firme y honesta, una bandera que distinga nuestro actuar, una brújula que oriente el camino de otros. No se vale hablar por hablar; juzgar por juzgar; condenar por condenar. Nuestra palabra lleva connotaciones profundas frente a las cuales nos corresponde ser congruentes. Nuestro amado México se lo merece.
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