El poder del relato mueve montañas

El poder de la narrativa es intrínseco a nuestra naturaleza.  Nuestro cerebro es narrador, un gran creador de ficciones

26 de julio, 2022

Hasta hoy, sabemos que el hombre es el único animal que tiene conciencia de su muerte. Quizá por tal razón le fascina atisbar el devenir. Una y otra vez interpela al oráculo con la pregunta de qué le depara su futuro. Siempre especula. Intenta escudriñar qué será de él las horas siguientes y el día después. Con este propósito diseña complejos modelos matemáticos. Recurre a la teoría de juegos y demás artilugios. Anticiparse es su sino, pues la vida es cambio, novedad: fluye sin cesar hasta renacer como polvo. Luego, ¿anticiparse es el trauma de su corta vida? Atrapa la atención de su mente cuando se cierne algo nuevo. Alfred Hitchcock, maestro en encender las alarmas de la imaginación ante un cambio inminente dijo: “No hay ningún terror en un disparo, sólo en la anticipación de él” (Will Storr). La conducta humana es predecible.

Misterio y afán de conocer mueven al hombre. E interroga: qué cómo, cuándo, dónde… Curiosidad innata. Conocer su entorno libera una descarga de dopamina (la hormona de la felicidad) en el sistema de recompensa cerebral, de acuerdo con los estudios de los neurocientíficos que han observado en escáneres la reacción del cerebro humano ante la novedad. Provoca placer como lo hace el dulce, el sexo, las drogas. A su vez, se origina otra descarga, pero ahora de adrenalina (epinefrina) que mantiene en alerta, en tensión, a la expectativa, por lo que sucederá después. En esta ocasión se trata de una reacción semejante a cuando se enfrenta una amenaza, un peligro. “Este estado agradablemente desagradable, que nos hace retorcernos de tentadora inquietud ante la deliciosa promesa de una respuesta, es innegablemente poderoso”. La ciencia de contar historias (Will Storr).

Las historias bien escritas y narradas provocan dicha sensación agridulce en los lectores, radioescuchas y televidentes, sin importar si son ficción o sucesos de la vida real. Tienen el poder de embelesar y atrapar a su público por efecto de las reacciones químicas neuronales de placer (dopamina) y huida (epinefrina). Placer y dolor. Portentosa combinación pues son las mismas emociones que suscita el instinto de supervivencia. Las reacciones químicas que los buenos relatos motivan en el espectador producen el milagro de construir en su cabeza el mundo imaginado por el escritor, como intuyó León Tolstoi: Una verdadera obra de arte borra la separación de la conciencia entre el artista y el espectador. Para alcanzar esta fusión entre narrador y espectador es necesario describir las sensaciones en lugar de utilizar conceptos abstractos como delicioso, terrible, miedo, dolor, angustia…

¿Qué arte de magia, qué hechizo, hace posible fundir la mente del narrador de historias con la de su escucha o su lector? ¿Por qué podemos ver, oír y sentir lo que nos relata un buen escritor de historias? Según Bruce Hood en su libro Domesticated Brain, los humanos dependemos para sobrevivir de nuestra capacidad para colaborar, de ayudarnos, de ser empáticos, pues nuestros cerebros desarrollaron el don de interacción, de la reciprocidad. En la convivencia cotidiana esta afinidad para comprendernos nos permite leer lo que otras personas quieren: percibimos e intuimos lo que desean. De este modo intentamos predecir su comportamiento. Imaginar cómo procederá la otra persona nos genera la sensación de seguridad, de que controlamos el entorno. Es así como se fortalecen la colaboración y la confianza, ingredientes necesarios para emprender tareas comunes, y base del progreso social.

Estas características evolutivas de los humanos nos hacen susceptibles a la influencia del otro. Se trata de un poder moral que permite modificar o complementar los puntos de vista de ambos. Gracias a ello son posibles el acuerdo, el compromiso, el comercio, la diplomacia. Este fenómeno, observable en las buenas historias, obra el milagro de romper las barreras que separan a las personas. En una obra de arte descubrimos el poder de la empatía, que es la base de la colaboración social. Lloramos, nos enojamos cuando el personaje de la obra comete actos que hieren, que maltratan injustamente a quien concebimos que no merece ser lastimado, a quien se le golpea con el látigo, se le hiere con un cuchillo o una pistola. Sufrimos con quien sufre injustificadamente. Y con el personaje que hace el bien, según lo que concebimos como bueno, nos metemos en su piel, nos activa el centro del placer y sentimos su gozo como nuestro cuando, por ejemplo, rescata a la víctima de las garras del monstruo o del político malvado.

En consecuencia, tratamos de leer, de entender, lo que piensan nuestros semejantes. Conocer lo que quiere el otro es a la vez un medio para colaborar y un instrumento de poder: entendemos para controlar. Si influimos en nuestros iguales controlamos el mundo social que nos rodea. Es la forma de hacer predecible nuestro entorno y, en consecuencia, sentirnos seguros, porque sabemos que compartimos visiones, intereses y valores de lo permitido y lo prohibido. Este afán de control para sentirnos seguros es parcialmente ficción, pues azar y reacciones neuronales tornan impredecible al hombre. Tal característica es la materia prima, el barro, con el que el escritor da vida a sus personajes. Como se aprecia, la narrativa de ficción se fundamenta en la historia que nuestro cerebro elabora para entender nuestro mundo. La semejanza de la primera con la concepción de la realidad, que es una forma de explicarnos nuestro mundo (como la alegoría de la caverna de Platón), hacen irresistibles a las buenas novelas y guiones.

 Un acercamiento a la explicación del fenómeno sobre cómo el cerebro humano trata de controlar su entorno para brindarnos seguridad, lo explica el descubrimiento del doctor Todd Feinberg: una de sus pacientes perdió la vista por un accidente cerebrovascular. No obstante estar ciega, describía que “veía” a su alrededor a personas cercanas a pesar de estar sola en una habitación. El neurólogo Ramachandran en Lo que el cerebro nos dice, describe cómo sus pacientes sentían dolor en un miembro que había sido amputado, a lo que llamó el “miembro fantasma”. El cerebro narrador tarda en procesar la nueva información que le envía el cerebro experimentador, el hemisferio derecho, que nos proporciona la información del mundo exterior. Este proceso explica cómo funciona nuestra mente con el propósito de brindarnos seguridad y darnos la sensación de que tenemos el control de nuestro entorno.

El experto en ciencias cognitivas Donald Hoffman, relaciona este procedimiento a que nuestra evolución nos dota de las percepciones que permiten nuestra sobrevivencia, de manera que el cerebro “oculta” o no percibe buena parte de la información exterior que no tiene ese fin. La analogía entre la paciente que veía lo que no había a su alrededor y la influencia que ejercen los relatos del novelista, del escritor, que nos hace ver, vivir, sentir, lo que padecen sus personajes, nos mimetizamos, aunque nuestro padecimiento sea ficticio, nos permite apreciar el poder de la narrativa porque nuestro cerebro es narrador, un gran creador de ficciones. Esto lo sabían los antiguos. En el principio existía el verbo y el verbo se hizo carne; él estaba en el principio junto a Dios; por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho, dice el relato bíblico (Isaías). El poder de la palabra es inmenso: mueve montañas. En el relato encontramos el origen mismo de las religiones.

A los modernos parece sorprendernos este prodigio que es tan antiguo. Fue conocimiento común en los grandes novelistas y en los guardianes del culto religioso. Ahora este poder lo han redescubierto personajes creyentes o místicos y en cierta medida relacionados con grupos religiosos. Ocurre en momentos de enorme incertidumbre por los cambios tecnológicos, la inseguridad personal, como patrimonial (precariedad) y física, además de las enormes desigualdades que han roto la empatía (la compartición de visiones, valores e intereses comunes) de grupos sociales, pues viven mundos diferentes: dejaron de dialogar, de hablarse. Quizá aquí radique el origen de la polarización.

Estos hombres han sabido hablar a los excluidos y se han ganado su fervor. Lo que hacen, una vez en el poder, posiblemente no les beneficie, pero hablar por las heridas infligidas a los marginados, del maltrato que han recibido es una potente voz que ha forjado un relato disruptivo entre ellos y nosotros. La reconciliación de estos dos mundos requiere de políticas de Estado que permitan desfacer los agravios, tales como salud universal, educación gratuita y de alta calidad, con servicios de comedor, guarderías para madres trabajadoras, fortalecer la organización de los empleados para equilibrar la relación entre el capital y el trabajo, forjar un sistema de pensión y de invalidez para todos, desarrollar una estructura pública de cuidados para la tercera edad… Para ello debe gravarse la fortuna de los más favorecidos. El objetivo es restablecer la comunidad de intereses y compartir objetivos.

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