Quetzalli: La historia de una lucha

Mi artículo en esta ocasión se trata de un cuento corto de mi autoría para celebrar el mes de la mujer.

14 de marzo, 2016

Mi artículo en esta ocasión se trata de un cuento corto de mi autoría para celebrar el mes de la mujer.

Ya me faltan poquitas, -pensó Quetzalli[1], – mientras terminaba de desgranar las últimas mazorcas para preparar la masa de las tortillas. Quetzalli era una joven indígena de largo cabello y ojos negros, vivía en una casita muy pobre en una comunidad perdida en la sierra. Nunca conoció a sus padres, la habían abandonado desde nacida, se crio con sus abuelos que se dedicaban al campo. Tenían una que otra vaquita, pero obtenían sus ingresos de lo poco que vendían en el mercado del pueblo vecino.

A ella se le veía presurosa siempre para ayudar a su abuela, una anciana mujer que había dado hasta la última fracción de energía en esa vida dura de las mujeres indígenas, con largas jornadas de sol a sol en esos verdísimos campos en aquellas húmedas tierras. Su abuelo padecía de alcoholismo, también aquejado por achaques propios de la edad pero con suficiente energía todavía para trabajar la tierra desde el amanecer. Quetzalli debía madrugar para tomar una camioneta de redilas de modelo antiguo más digna para transportar ganado que gente y que servía como único transporte desde el pueblo a la cabecera municipal donde acudía a la escuela.

Una blusa con coloridos bordados, unos jeans viejos y sandalias fueron su atuendo para aquel último día de clases para concluir el bachillerato, la indicación fue, pueden traer “ropa de calle”. Quetzalli tenía el promedio más alto de su generación producto de una devoción al estudio poco común y unas ganas de salir adelante que avergonzaría a más de uno. Su condición de niña de origen indígena y pobre le impidió algunas veces poder ser seleccionada para participar en diversas olimpiadas del conocimiento regionales, estatales y nacionales, <<no tenía “ropa presentable”>> objetaban algunas autoridades educativas, entre ellas el maestro Fabrizio Rueda, hijo de migrantes españoles en nuestro país que había desempeñado varios cargos educativos regionales y estatales, razón por la cual Quetzalli y él coincidieron varias veces. Fabrizio era un hombre severo y extremadamente machista; en sus gestiones había destacado por lograr mejoras en el sector educativo; no obstante era un personaje poco querido por la gente por verse involucrado en varios conflictos por su característica intolerancia con respecto a la raza, nivel socioeconómico y género. Fabrizio vio por primera vez a Quetzalli en una de las juntas regionales preparatorias para la olimpiada de matemáticas estatal; la miró de arriba abajo e intentó persuadirla de no participar – De verdad ¿no te da vergüenza venir a la escuela en guaraches? en ese tipo de eventos van estudiantes con uniformes completos, hijos de buenas familias, ¡creo que sólo irás a hacer el ridículo! y para ser honesto, pienso que acabarías en último lugar de seguro, no tienes pinta de ser una estudiante destacada- replicó el maestro con actitud déspota. Quetzalli sólo se quedó callada con su carita agachada; las palabras del maestro Fabrizio habían conseguido herir su sensible corazón adolescente. Dirigió su mirada al suelo para verse las sandalias, aquellas duras palabras surtieron efecto en Quetzalli, no sólo sintió vergüenza, sino que la atrapó una enorme sensación de inseguridad. Aquel ataque de parte del docente la había destrozado.

Llegó a casa para arrojarse a su viejo catre a llorar desconsoladamente repitiéndose una y otra vez en su mente –el maestro Fabrizio tiene razón, alguien como yo ¿cómo podría soñar con ganar una competencia de conocimiento? ¡no soy nada!- y así entre sollozos le llegó la noche y el sueño finalmente la venció. Al amanecer, Quetzalli, se levantó de madrugada como era su costumbre, hizo unas tortillas y recogió algunos huevos del corral para sus abuelos, desayunó café y un trozo de pan, debía correr para no perder el transporte.

Esa mañana se sentía un poco mejor después del desagradable episodio del día anterior con el maestro Fabrizio. En la escuela, la esperaba la Directora, la maestra Alicia, a quien de cariño todos le decían maestra Licha, mujer de mediana edad, estricta pero muy querida entre los jóvenes estudiantes por su actuar siempre afable y comprensivo- ¡Quetzalli bueno días! en cuanto puedas pasa a mi oficina para darte tu gafete oficial y el material para tu participación en la olimpiada ¡sólo faltaban dos días! – Quetzalli con una expresión de alegría en su rostro, asentó con la cabeza y se dirigió casi saltando de contento a su aula, embargándole una enorme sensación de seguridad. Estaba decidida a participar, no tenía duda alguna. Finalmente llegó el gran día, Quetzalli junto con otros tres jóvenes, viajaron a la entidad contigua donde tuvo un desempeño sobresaliente.

Días después llegaron los resultados, no fue sorpresa que Quetzalli obtuvo la medalla del primer lugar. Poco a poco fue adquiriendo popularidad entre sus compañeros, siempre con muestras de discriminación, envidia o mala fe de algunos, más aún, ella siempre se quedaba solamente con las muestras de compañerismo y amistad que por otro lado nunca faltaban. Hubo otras competencias en el transcurrir de los semestres y el maestro Fabrizio movía sus influencias para evitar que Quetzalli participara en los eventos de mérito escolar. A pesar de ello, la maestra Licha siempre la apoyaba y la alentaba; también la defendía y le regalaba uniformes, era el orgullo de su escuela. Toda aquella adversidad no obstó para que Quetzalli participara en muchas otras olimpiadas: oratoria, declamación, ciencias naturales, dibujo, ensayo etc…, obteniendo siempre los primeros lugares que sólo la hicieron fortalecer su dedicación y férrea decisión de salir de esa terrible marginación y miseria en la que vivía junto a sus abuelos. Pasaron los años y Quetzalli cosechaba logros y éxitos, una beca aquí otra allá. Estudió la noble profesión de medicina y nada le impidió que lograra cada sueño que se fijaba. Ya no contaba con sus abuelos, los había enterrado hacía mucho. En un gran congreso médico internacional había conocido a un médico austriaco con quien se casaría tiempo después.

Gozaba ya de una posición acomodada y de vez en vez regresaba a su pueblo a compartir sus conocimientos con la gente. Daba consultas sin costo y ayudaba a todo aquel que se lo pedía. La gente le hablaba de un anciano que padecía de diabetes e insuficiencia renal. Aquel era un caso precario, el abuelo se hallaba sólo y abandonado y a ella le conmovió tanto todo lo que comentaban de su condición que se compadeció de él y sin siquiera conocerlo decidió costearle el tratamiento para su mejoría. Acudió a donde el hombre, tocó a la puerta y con mucha dificultad el viejecito la hizo pasar …¿cómo se llama usted?, -preguntó Quetzalli al viejo-, a lo que él le respondió -mi nombre es Fabrizio Rueda.


[1] “Quetzalli” en lengua náhuatl, es mujer preciosa.

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