Navidad bipolar

Con frecuencia la Navidad viene acompañada por la nostalgia de la magia que solíamos sentir en aquella época decembrina.  

13 de diciembre, 2022

Poco inspirada, atormentada por los cohetes del 12 de diciembre que han taladrado mi cerebro durante todo el día, aún con un poco de resaca y con una fuerte indigestión por los excesos del fin de semana, me doy cuenta de que supuestamente ayer comenzó el famoso maratón “Guadalupe-Reyes” y yo ya estoy agotada.

¿Acaso no entiendo la temporada Navideña? Bueno sí, comprendo que en los países más fríos es necesario crear una motivación para que sus habitantes no se tiren por la ventana en pleno invierno, que el clima gélido deprime a cualquiera y que hay que buscar una o varias formas de sobrellevar la temporada invernal para congelarnos pero de buen humor.

Por difícil que parezca de creer no siempre fui Grinch, es más, recuerdo que de niña me gustaba mucho esta época, disfrutaba con el tema del arbolito de navidad, las posadas y sobre todo los regalos. Me entusiasmaba ayudar a mi madre a preparar el bacalao, envolver regalos, pero sobre todo ir a la feria que en Querétaro, mi natal estado, se llevaba a cabo este mes. Gozaba como una loca yendo a  ver la exposición ganadera y artesanal, pero nada era mejor para mí que el área de juegos mecánicos.

Recuerdo que mi amiga la China y yo llegábamos justo cuando abría la feria con la única intención de subirnos a todos los juegos. No sé de verdad cómo logramos llegar a la edad adulta, asentados sobre bases de piedras improvisadas, amarrados con alambres y palos, unas estructuras de fierro oxidado soportaban toneladas de peso y a miles de escuincles igual de locos que nosotros felices de dar vueltas y colgar de cabeza entre el rechinar de los tornillos y los frágiles arneses de seguridad.

Comíamos lo típico de las ferias: sopes, enchiladas, espiroquetas con una gruesa capa de polvo encima. Nos formábamos hasta tres veces en cada juego y por increíble que parezca nunca volvíamos el estómago. Había un juego en particular que amábamos, era una especie de pozo de metal y uno se paraba de espaldas a la pared, empezaba a dar vueltas y el piso comenzaba a bajar, la fuerza centrífuga hacía que te pegaras a la pared. Era divertidísimo ver a los de enfrente con todo el pelo pegado y los cachetes estirados.

Creo que mi rechazo adulto a la época navideña no es más que una nostalgia mal entendida de mis años de niñez y adolescencia. Ahora todo me parece mal y chocante: el tráfico, la presión de cumplir con la mayor cantidad de compromisos, el gasto desmedido en cosas innecesarias, pero sobre todo las tradiciones que hemos adoptado de nuestros vecinos del norte. No puedo entender estas nuevas modas de los duendes de Santa Claus y cosas así que me parecen francamente macabras, ni las elitistas villas navideñas en los centros comerciales y bueno, peor aún cuando incluyen nieve artificial cada hora. Me chocan las fiestas con música de Michael Bublé y la edición de chocolates navideños.

Tan felices que éramos con las tradiciones adaptadas al estilo latino y disfrutando de cosas mucho más sencillas como poner nacimientos en los que los pastores eran del mismo tamaño que los pollos que convivían sin ningún empacho con elefantes, jirafas y burros y por los que pasaba un río hecho de papel aluminio con peces y tropicales flamingos, todo amurallado por un elegante pliego de papel roca, y disfrutar de las pastorelas de diablos contra pastores.

Como a todos los quejosos, todo me pasa, diciembre suele ser un mes complicado en el que sufro los más ridículos accidentes como cuando me pegué un toque tremendo probando las luces del nacimiento por pisar el musgo húmedo o como cuando traje el árbol natural y una araña me brinco en la cabeza, o cuando pesqué una Influenza N1H1 por insistir en no tapar mi brillante vestido de lentejuelas con ningún abrigo, o como cuando agarré tremenda fiesta el 23 de diciembre y al otro día tuve que trabajar e irme manejando en la noche para depositar lo que quedaba de mí en la cena navideña familiar.

En resumen, fuera de la feria a la que ya nunca puedo ir por trabajo, lo único que me queda es soportar como espartana que esto pase con la menor cantidad de contratiempos posibles, que no me metan a ningún intercambio, que no me haga daño tanta comida y que no engorde lo que yo sé que me merezco engordar, que no pesque algún virus o fiebre tifoidea por el frío, la comida callejera y los innumerables recalentados y que en la cena familiar no me dé por echar pleito con mi mamá que siempre le da mejores regalos a mis hermanos que a mí.

Que enero y febrero meses todavía más difíciles porque son igual de fríos, pero sin fiestas y padeciendo la cuesta de enero y la resaca navideña no me depriman tanto como el último año en cuestión y que me valgan los propósitos y no haga un solo intento por pretender ser mejor persona o hacer deporte o levantarme más temprano y mucho menos por dejar de ver los fantásticos y morbosos programas de Discovery Home & Health.

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