La artista surrealista Meret Oppenheim dijo que “la libertad no se concede, uno tiene que tomársela”. Tomarse la libertad de ser libre como una necesidad que sobrepasa al derecho mismo que encierra el concepto de libertad.
Y ser libre se transfigura en una suerte de visión que va más allá de la superficialidad de las emociones que nos bombardean interiormente ante todos los hechos que ocurren a nuestro alrededor; la libertad, ante todo, da “cuenta de que una situación es injusta”.
La libertad ideológica la piensa Žižek de esta manera: “El primer paso hacia la libertad es ser consciente de la situación injusta y desigualdad en que te encuentras”.
Así, mirar, comprender el entorno, pensarlo, reflexionarlo y reaccionar a ello es un acto que reafirma la libertad de aquel que ve exactamente lo mismo que el no-libre, y sin embargo, la interpretación de lo visto es muy diferente entre ambos.
A partir de una ideología libre, una actitud libre, nos damos cuenta de que hay temas que no deberían ni qué discutirse, como, por ejemplo, la diversidad sexual, y menos desde el punto de vista tolerante; es decir, ser tolerante, porque tolerar (de acuerdo a la Real Academia Española) es “soportar, admitir o permitir una cosa que NO gusta o no se aprueba del todo”, sino desde la particularidad –ni siquiera de la aceptación— de lo natural (ir en contra de lo natural crea la sensación profunda de injusticia).
Ser tolerante ante una minoría es verlo desde una visión superior, desde una posición ventajosa, desde lo que el tolerante cree correcto pero en todo caso respeta, ¿a quiénes?: a los “equivocados”, esos alejados del concepto “normal” (la famosa tolerancia).
Y pregunto, ¿respetar qué? ¿Respetar desde la seguridad moral y física de la distancia? ¿Respetar y tolerar desde nuestra perspectiva de “normalidad”?
Pero, ¿quiénes nos hemos creído para “soportar, admitir o permitir” — respetar— la libertad de los demás?
Dividir minorías es también provocada por la mal llamada tolerancia, y el respeto que se desprende de ésta y que resulta no sólo falso sino hipócrita.
No se tendría que tolerar la diversidad sexual ni aceptarla como algo que hay que soportar, como algo que se salió de la normalidad y que ahora tenemos que vivir con ello (repito, nos volvemos tolerantes desde la seguridad que otorga la distancia: los que consideramos diferentes a nosotros están muy bien, pero lejos, en las zonas que la propia “tolerancia” les ha otorgado); es decir, no tenemos que aprobar lo que está bien y mal en este terreno, porque aquí este par de conceptos se anulan: simplemente la diversidad, las diferencias, son propias de la existencia.
¿Quiénes somos para hablar de aquello que es normal si propiamente dicho nadie cabe en ese concepto al que le hemos ido agregando elementos trasnochados para hacernos encajar a la fuerza en un grupo o sociedad que consideramos vital para no quedarnos solos, segregados?
Nuestra “normalidad” surge con fines de conveniencia: está pervertida de inicio.
El problema es seguir pensando estos temas desde una posición de superioridad con respecto a los demás que consideramos distintos.
Habrá que discutir, en todo caso, la moralidad, el dogma religioso que nos mantiene detenidos en estos asuntos naturales.
La diversidad sexual, la diferencia racial, no debería ser tema, ni tendría que estar argumentándose en contra y a favor, simplemente porque son propias de lo natural.
Tampoco vamos a caer en el concepto demagógico de que todos somos iguales, porque naturalmente no lo somos y ahí radica el equilibrio innato de las cosas.
Somos diferentes entre nosotros en favor de nuestra propia evolución individual y social.
Complementar nuestras diferencias (saber la valía del otro) es un signo de crecimiento y no al contrario.
Entender que lo que nos hace diferentes es motivo de unión y no de distancia, será –así lo creo— el primer paso para una conjunción social tal, que nos lleve a vivir la experiencia total de libertad (¿acaso de paz?) que tanto buscamos en falsos profetas y sistemas políticos comodinos.
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