Sentir la muerte, presentirla, percibir desde el sueño, desde la premonición que se centra en nosotros en algún punto determinado.
Vibrar la muerte es su consumación, es quedarse quieto para contemplar, para el último alcance, ése esfuerzo que hacen los que van a morir, con los brazos extendidos como queriendo alcanzar a alguien, o dicen palabras que no parecen tener mucho sentido, pero ¿qué vamos a saber nosotros de lo que siente el que va a morir?
Morirse es volverse tiempo, partirse en mil pedazos para habitar todo lo vivido pero sin penas, sin tristeza, sin dolores, allá, se vuelven niños, recorren sus viejos barrios donde todavía logran divertirse.
Nosotros los vivos tan presente, tan fuera del pasado, eso ya quedó atrás, esos tiempos jamás vuelven y entonces los muertos se ríen de nosotros porque nada sabemos, qué sabemos los vivos sobre lo que viven los muertos: nada.
Y lloramos por los que se han ido, a esos muertos rígidos infelices, cuando sentimos pena por aquel pobre muerto que yace en el ataúd, cuando oramos por su eterno descanso y creemos que así encontrará la luz, ese paraíso del que fuimos expulsados, y entonces los muertos sienten mucha tristeza por nosotros, porque nos quedamos vivos, porque no podemos vivir lo que ellos.
Y es que probablemente los que se viven muertos, mientras los reducimos a cenizas y a la lástima, están más vivos en ese momento. Ya no quieren regresar porque tal vez ahora recorren grandes llanuras luminosas donde se reencuentran con lo lúdico: un espacio lleno de infancia que en la adultez nos parece tan perdido.
Benditos muertos. Cuánto se divierten, cuánto redescubren, cuánto hay del otro lado que no sabemos.
Luego, hay algunos muertos que nos dejan saber que siguen junto a los vivos –¿será que para algunos muertos ya todo es juego?—; al menos en parte, como el poeta israelí Yehuda Amichai ejemplifica en estos magníficos versos: “Y a fin de recordar/yo traigo puesta en mi cara/la cara de mi padre”.
Los hay quienes se pierden totalmente de los vivos, de aquellos que quieren siempre encontrar a sus muertos, para regresarlos, devolverlos a lo que los muertos ya consideran una prisión dolorosa: la vida.
¿Por qué querer traer de vuelta a aquellos que se mueren? Tal vez porque nos sentimos tan solos que no podemos con la carga de los días y necesitamos que alguien nos acompañe, o que nos cuiden desde un cielo que se encuentra siempre entre la bruma.
Hay otros muertos que se hacen vivos en los sueños y dicen otras cosas que no se relacionan con la vida porque ya no les interesa, como en “Pasado en claro”, el poema largo escrito por Octavio Paz, y en donde en una de sus partes se refiere a su padre “(…) lo encuentro ahora en sueños/esa borrosa patria de los muertos/ Hablamos siempre de otras cosas”.
Porque hablar siempre de otras cosas es vivirse en la muerte, es no volver a esa vida dolorosa por entera, en donde el padre de Octavio Paz, una tarde, tuvieron que juntar sus pedazos.
Dejemos entonces a los muertos ser muertos, que vivan su realidad y nosotros la nuestra, que el festejo del día de muertos sea eso, una fiesta donde los dos bandos por fin se junten, no en el dolor, sino en el juego, en las risas, revivamos la infancia en la muerte, donde siempre hablemos de otras cosas.
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