La mañana del pasado sábado fue fría, así que salí con suéter, bufanda doble y chamarra rumbo a un pueblo que se encuentra cerca de la autopista México-Querétaro: Tepotzotlán (Estado de México).
De niño mi padre me llevaba a desayunar quesadillas a ese pueblo que, para aquél entonces, no era mágico: hoy sí.
Visitábamos el templo que está a un costado del Museo Nacional del Virreinato, el tronco que parece haberse abierto cual flor y poco más.
Esta vez no fui a desayunar propiamente al pueblo mágico, antes, el paseo requería visitar el Parque Ecológico Xochitla que está a unos minutos del centro de Tepotzotlán.
El recorrido fue corto. Anduve los cinco kilómetros de caminos que van serpenteando jardines y figuras construidas de forma muy creativa.
Durante la caminata se escuchan aquellos que transitan la avenida: camiones de carga, uno que otro microbús que te despierta de ese respirar pacífico, un recordatorio de que aquello sigue esperando por nosotros, de que no podemos escapar de eso de lo que estamos huyendo: el bullicio, los cláxones, la gente; el dinamismo enfermizo de las sociedades, la perpetuidad de la rutina, en fin, de cuando en cuando, entre las flores coloridas, el lago, el sonido de las aves, se asoma el gran monstruo de cemento y nos guiña el ojo.
Ya en Tepotzotlán el frío aminoró. Los turistas caminaban por la explanada del centro del pueblo, frente a ellos, la gran fachada de la catedral que desde que recuerdo ha estado cerrada. Los puestos de artesanías se mezclan con sus similares que comercian algo que no parece tan mágico como pueden ser mochilas piratas de marcas como Ferrari, flanquean el breve recorrido turístico.
Comí justo frente a la explanada que recibe el frente de la catedral y el jardín del famoso tronco, y más allá, el Antiguo Colegio de Noviciado de Tepotzotlán (“para el siglo XVIII, Tepozotlán era […] uno de los centros educativos más importantes de la Nueva España”) que cuenta con varias exposiciones permanentes.
Entrar a ese recinto es volver, pocas veces he sentido la claridad del pasado, del tiempo, de los jesuitas que deambulaban esos pasillos fríos y laberínticos en algún momento.
De entre increíbles frescos, pinturas, objetos de la Nueva España y más, se podía sentir el rumor de los rezos callados, de las ausencias que siempre habitan ese tipo de lugares, que encierran los ecos de los que alguna vez fueron vivos.
La antigua biblioteca del colegio me maravilló, ¿qué se habrá leído ahí, la historia leyéndose a sí misma? Mejor, ¿qué hombre de fe, qué novicio, en el siglo XVIII, leyó lo prohibido, aquellas letras que poco a poco lo expulsarían de ese sitio que lo aprisionaba?
Después, hay que arriesgarse en alguna escalera que parece entregarse al vacío o a la piedra y no, entonces descubres más cámaras y entiendes la disciplina que se llevaba a cabo en el Colegio, y el frío de los pasos de unas monjas casadas con cristo y entonces en una vitrina aparece el látigo del azote que les hacía recordar su compromiso con aquél que derramó su sangre para limpiarnos, para que nosotros dejáramos de sangrar y sin embargo…
Escritorios de la época, utensilios de cocina, los comedores, y la imagen de Sor Juana, y entre los murmullos adosados en las paredes, puedo recordar un tanto mi época con los Salesianos, a ellos les aprendí eso, murmurar, a hablar quedo, rezar, a ver imágenes religiosas, a volver a los aposentos solitarios y mudos de los sacerdotes, a entender aquel frío que me mantenía con los brazos apretados contra mi cuerpo.
El recorrido de pronto desemboca en un mirador espléndido desde donde se puede ver toda la cordillera montañosa que nos mira desde el atardecer, con un sol que apenas se abre paso de entre las nubes: lo verdaderamente mágico.
Salí del Museo Nacional del Virreinato con cierta duda, me quedé mirando la entrada, como si en verdad no quisiera irme, estaba seguro de que cuando la oscuridad lo invadiera todo, aquél pasado —los murmullos, los pasos y las sombras de aquellos que se han quedado perpetuados en los siglos — se harían presentes.
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