Esta semana quería hablarles, con mayor entusiasmo, sobre Así escribo (Ediciones Cal y arena, 2015), libro donde Delia Juárez, con ilustraciones de Daniel Camacho, compila la “forma en que enfrentan el misterio de la creación” 53 autores mexicanos.
Pero lo cierto es que no hay mucho por decir. Más allá de los clichés, de las poses, del querer ser diferente sin lograrlo, del tan manoseado –¿saboreado?- café, de los gatos, de la escritura a mano con sus plumas Montblanc o Parker a la manera romántica, no hay verdaderas revelaciones: son demasiado personas (tal vez el problema no sean los escritores, sino los que creemos en que son otra cosa).
Se dice que a los autores hay que encontrarlos en los libros y no en persona, porque podemos llevarnos una desilusión. De alguna manera, pensamos en que están envueltos en un aura distinta o que vibran diferente, y los hay que sí, pero son los menos.
En este libro nos encontramos escritores de trayectoria, pensando y escribiendo su literatura entre hijos, maridos, esposas, recién nacidos; trabajos de oficina, viajes, cafés…
Me refiero a que el mito se desdibuja. ¿Cuántos grandes autores de la historia de la literatura universal, les damos elementos que en vida no tenían?
En este libro, algunos escritores, como Hugo Hiriart, se arriesgan un tanto, se quitan importancia, como en su caso que da en el punto central de la experiencia creativa: la imaginación, más allá de la forma, de la estética, de la retórica que se adquiere con los años.
O como Carlos Velázquez, autor de El karma de vivir al norte, se sinceran: su acto de escribir no es mágico ni místico, es algo con lo que se encontró, que ni siquiera termina por gustarle. Simplemente anda por ahí, entre unas buenas líneas, la suerte y su vida diaria.
Esa forma natural de concebir y hacer literatura es la que se diferencia del resto, no hay más allá de un tener qué, en este caso, escribir. Entonces el café se derrama y el gato se esfuma y toda esa parafernalia se huye del cuarto para dejar la verdadera y honesta razón por la que se escribe.
Hay otros más que francamente les importa ya muy poco el “cómo escribo”, porque el acto de escribir va evolucionando, y éste se va quitando capas como por ejemplo, la preocupación por lo estético o el barroquismo famoso que Borges adjudicaba únicamente a los jóvenes, porque debían ocultar que no tenían nada qué decir.
O el tiempo: la hora propicia por escribir o el lugar correctamente decorado para llamar a la inspiración, etcétera. Al final, todo se reduce a escribir cuando se tiene que escribir; es decir, a la hora que sea y donde sea.
Eso sí, para los lectores puede resultar revelador el hecho de darse cuenta, con este libro, que la inmensa mayoría de los autores, aunque sean reconocidos en México o incluso internacionalmente, deben alternar el oficio de la escritura con algunas otras ocupaciones laborales.
La literatura es así, los libros son para leerse en el futuro, en un siempre después que llega casi siempre cuando el autor es mayor o está muerto, pocos gozan en la mediana edad de sus logros literarios, de regalías o de tener muchos lectores.
Octavio Paz debía tener razón cuando afirmó que “ninguna sociedad acepta a sus escritores hasta que ha asimilado lo que dijeron”. Y asimilar cuesta años.
Así escribo apenas esboza la tarea del escritor, el rigor, el trabajo que requiere escribir una obra y cuánta cantidad de novelas, cuentos, ensayos o poemas se quedan en un cajón o se queman o se eliminan de la computadora.
Aunque este libro sí agrega un elemento nuevo: todo el sinnúmero de distracciones a los que se enfrenta, e incluso se han adaptado a esto, los autores, como escribir en pausas mientras se atiende el correo electrónico, el Twitter o Facebook.
En fin, Así escribo da una pincelada de lo que hay detrás del autor, el ser humano, pero no demasiado, lo necesario para ser una muestra que, para un lector curioso o interesado en saber qué hay o quién está detrás de cada obra, puede resultarle atractivo para leerlo en algún viaje.
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