Una noche cualquiera de verano, mis pupilas registraron y lograron retener, hasta su caída al suelo, a una escasa docena de metros de donde yo estaba, una luz verde, me extrañó que no se difuminara en el cielo, que se disipara su espontáneo e inesperado fulgor en la inmensidad de la mitad del cielo oscuro y salpicado por lunares plateados. Aún extrañado e incrédulo, corrí hasta donde aún brillaba cual luciérnaga, lo que yo adivinaba como un pequeño meteorito aún candente por su fricción con la atmósfera, pero al llegar me encontré con una pequeña piedra traslucida de color verde. Es una esmeralda, me dijo un experimentado joyero al consultarlo con la pieza en su mano; nunca conté a nadie mi experiencia, puesto que no era mi deseo que me tomaran por mitómano, mas si guardé la piedrita preciosa como un tesoro, en mi caja fuerte, junto a documentos y mis alhajas y relojes de medio pelo.
Ya para el invierno, entre la navidad y el año nuevo, volví a ver un resplandor similar cayendo del cielo, esa noche, por cierto, no tan estrellado. Cayó la luciérnaga del reino mineral aun más cerca de mi que la primera, a un par de metros, la recogí y era hermosa. Me ahorré la vuelta y la consulta al joyero, las piedras eran prácticamente idénticas, y como esa noche no llevaba yo encima unas cervezas ni nada parecido o aun más fuerte, como si ocurrió con mi primera experiencia de la misma especie, ahora sí mi sorpresa fue mayúscula; por más que busqué por internet una experiencia de un fenómeno similar, no la encontré ni por asomo, ni siquiera en relatos de ficción, vaya, y pa’ acabar pronto.
Así que el siguiente año el mismito fenómeno paranormal, meteorológico o transdimensional, divino o yo que sé, se fue sucediendo cada día (o noche, más bien) con mayor frecuencia, hasta alcanzar a ser siete en un mismo mes, aunque con ausencias prolongadas hasta por varios meses completos; su intermitencia me llenaba y me llevaba a los límites de la angustia, pero cuando sucedía de nuevo, caía yo en un estado casi de éxtasis y euforia callada y compartida solo para mi mismo, mas y sin ninguna comparación con las ocasiones en que tuve a bien cacharlas al vuelo, ya fuera corriendo hasta el encuentro con ellas, cosa que me ocurrió seis veces, o la madrugada en que viajaba por la autopista Ciudad de México – Puebla, que pude acelerar y atraparla con la camioneta en movimiento y a alta velocidad. Cuando mi colección de esmeraldas celestes llegó al número de 111, estas experiencias cesaron por completo. Una noche, eso sí, tuve un sueño muy especial relacionado con las luciérnagas espaciales petrificadas, soñé que al amor de mi vida, la invitaba a cenar, con el firme propósito de pedirle el pasar el resto de la vida juntos, y que lo hacía al tiempo de abrir la palma de mi mano derecha, que escondía las 111 esmeraldas mágicas, al tiempo de que se convertían, ya abierta la mano en un hermoso anillo de oro coronado con una sola y más grande esmeralda; la respuesta era un rotundo “SI, SI QUIERO”, por parte de mi novia, al tiempo de colocarle yo el citado anillo.
De modo que, llegado el día, años después, recordé aquel sueño, invité a mi novia a cenar con la misma finalidad que la del episodio onírico ya pasado y repetí el método, hice la pregunta pertinente, abrí la mano con las 111 piedritas verdes y brillosas, con la esperanza de entregar un anillo, pero no, nada, ahí estaban a la vista de ella un montón de las mismas piedras verdes. Ante mi tribulación, y para mi sorpresa, y sin dejar explicarle aún nada, ya que ella me conocía lo suficiente como para saber que no era yo, ya no de inventar sucesos, sino siquiera de exagerarlos y tenía el firme propósito de contarle fielmente la historia de la por mi esperada argolla con su gema, me dijo antes de abrazarme con todas sus fuerzas y con su voz quebrada: “cierra la mano, que se te puede caer alguna esmeralda, son lo más lindo que he visto en mi vida, y claro que aceptó. Hasta que la muerte nos separe”.
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