EL ESTADIO

Que cuál es mi hazaña o mi momento más memorable en mis 52 años como hombre de mar, me preguntan amigos, pero solo a mis...

1 de mayo, 2020

 Que cuál es mi hazaña o mi momento más memorable en mis 52 años como hombre de mar, me preguntan amigos, pero solo a mis nietos se los cuento, acérquense chamacos. Siempre fui, en esencia un pescador de camarón, en otra época de atún, algunos años de a pura mantarraya, pero hubo un paréntesis de dos años y meses, en los que me aventuré a ser tripulante raso en un barco mercante. Duros los días, tanto los de carga, descarga y estiba, como los de alta mar, un punto era el enorme barco de carga en medio de la nada. Tenía yo 39 años, el mediodía que escuchamos todos a bordo el estruendoso e inverosímil ruido intenso de una multitud que rugía, salimos todos a cubierta, y era ni más ni menos que un estadio, que minuto a minuto se convertía en un ya enorme pero vetusto estadio de futbol en medio del océano; ya un compañero, de mucha edad y experiencia en esos menesteres, había contado esa especie de leyenda urbana de los mares, no solo existían barcos fantasma, que él, y otros tantos habían visto, algunos más de una vez; pero lo del estadio flotante me parecía, sin más, una volada.

 

   Los accesos abiertos, los túneles de entrada al kafkiano inmueble móvil lucían amplios y con un par de viejos hombres amables que algo nos gritaban al tiempo de hacer señales de que nos acercáramos hasta estar a un brinco de distancia, eso hizo el Capitón, lo mismo el coloso de hormigón. De ahí salió un joven, que con uniforme verde a rayas negras y una como liga en un brazo, a manera de ser el capitán de una escuadra futbolera nos invitó, en un inglés británico y algo arcaico, que entráramos 15 de los tripulantes. Atónitos, pero con una emoción irrepetible, mezcla de incredulidad, miedo y euforia, nos pusimos de acuerdo. Éramos solo 10 los que no teníamos tanto miedo, los mismos que convencimos a otros cinco.

   Al entrar, los cánticos y las banderas, los gritos y la algarabía eran ensordecedores, todos apoyando al equipo local. El segundo de abordo, hombre de 60 años, entró y de inmediato se convirtió en el entrenador y Director Técnico. Entre los once de inicio, no estaba yo, fui al banquillo que lucía en pésimo estado, se asomaban varillas oxidadas y prácticamente no quedaban rastros de pintura. Primeros 30 minutos y el partido más que bravo, todo a nuestra contra; se cansaron de fallar ocasiones de gol, ya fuera porque esa tarde no la traían consigo, y también por dos atajadas monumentales del portero, de origen ruso, por cierto. Al medio tiempo y en ceros, pero más de milagro que por otra cosa, como el buen futbol nuestro, por ejemplo y para ser honestos. Así que los tres que estábamos en la banca entramos de cambio y de golpe, corría el minuto 30 de la parte complementaria, y ya para esos momentos el equipo cuando menos que jugaba a algo.

   Al entrar, tuvimos un mejor desenvolvimiento, técnico y táctico, tan es así que tuvimos la primer llegada clara, con una pared en la que participé y di el pase a un joven vasco, de 19 años apenas, que saco un bombazo de fuera del área que cimbró el palo travesaño, aquel fue un punto de quiebre, ya que la afición se enfrió, nosotros tomamos la pelota, pesada y de cuero viejo cosida en gajos, y ya casi no la prestamos al rival; tejíamos jugadas, tan es así, que por ahí del minuto 37, el público se le volteó a su equipo, cantando incluso “OLES” a nuestro favor. En una jugada de pase filtrado de un italiano, de apellido Panini hacia mí, que no estaba (de milagro) en off side, me vi mano a mano con el portero, de apariencia muy poco amigable y pasado de kilos, pero incansable y como de plastilina, así que me sin más, me vi con él en un mano a mano. El silencio que se hizo en aquel momento era casi sepulcral, solo superado por el que siguió a mi toque suave del balón por abajo, cruzado y suave, mientras entraba y besaba las viejas redes. Los gritos, míos y de mis compañeros pasaron a ser lo único que se oía en el otrora decibelesco coloso, “¡gol, gool, gooool!”, así que los siguientes cinco minutos restante y lo que el árbitro agregara de tiempo de compensación, nos tiramos los once atrás, “¡Catenaccio, Catenaccioo!”, gritaba el viejo entrenador, así que esos ocho minutos, en total, fueron para nosotros eternos, y ellos como balas furiosas, no dejaban de llegar a nuestra portería, hasta que cayeron presas de la presión y el nerviosismo, por no poder anotar, y por la exigencia de su gente. Al silbatazo final, de nuevo reinó un silencio aun mayor y de amenazante incertidumbre, pero el mismo árbitro, mientras el equipo local estaba tirado en la tierra, con algo de pasto y lodo y algunos llorando, nosotros, que jugamos sin camiseta, recibimos de parte del nazareno el trofeo, pesado, viejo y de plata empatinada por los años; yo en hombros, apoteósicos segundos, imborrables en mi mente aun hoy. Es el mismo trofeo que preside mi habitación; esa es mi mayor hazaña en los mares, y acaso sin duda en el deporte, en mi amado futbol, que acaso jamás destaque jugándolo, más que aquella surrealista tarde. Aunque con un dejo en mis recuerdos de un sentimiento ambivalente, ya que ellos llevaban dos años entrenando diario, supimos por el encargado de salir a despedirnos, sin jugar “una final”, como escuché lamentarse a unos niños aficionados, que lloraban amargamente junto a los túneles, ahora ya, accesos para la salida; lo peor de todo, aseguró el tipo de la despedida, era la incertidumbre, ya que no había una fecha determinada para la próxima gran final.

 

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