Tarde perfectamente fría y lluviosa, a la mitad de la jornada me permito el regalo de un par de horas para ir a esta exposición que prometía ser extraordinaria. Solita, a mis anchas, lo sabía cuando pagué mi boleto en taquilla, cuando subí las escaleras y pude admirar los murales de El Palacio de Bellas Artes. La emoción crecía, me tomé un segundo para respirar antes de entrar al salón y empezó el sueño.
Una experiencia onírica fue admirar los 45 cuadros y las dos esculturas de la colección del museo de arte de Dallas que están en estos meses en la Ciudad de México. Imposible ahorrar en palabras para describir el viaje que fue un encuentro brutal con el arte y la belleza. Imposible pensar que afuera seguía la vida ruidosa y caótica como siempre; imposible pensar que tuve que salir de allí y que mientras veo cosas horribles en cada esquina, están esos cuadros maravillosos con toda su inefable belleza dispuestos a regalar vida a quien quiera contemplarlos.
Cada quien procesa y expresa sus emociones frente al arte, la mía es particular, pues cuando me emociono tanto siento una necesidad imperiosa de escribir. Mis dedos van tecleando una máquina de escribir imaginaria y ensayo textos sobre lo que voy experimentando. Hubiese podido hacer una columna sobre cada cuadro, sobre las escalinata del Palacio, sobre los murales, sobre los comentarios que escuchaba de mis desconocidos pero de alguna forma compañeros de viaje de esa tarde.
Estudiantes, personas solas, parejas jóvenes, nos reuníamos frente a cada cuadro y yo podía sentir su emoción, a veces en comentarios a veces solo en suspiros frente a las obras, el arte tiene esa capacidad, la de dejarnos sin palabras, atónitos, gritando dentro de un silencio estremecedor.
Cada cuadro te atrapa, te hace suyo, te invita a nadar y flotar en él; a sumergirte en sus colores, en sus pinceladas, en sus texturas texturas y en su mensaje.
Cada cuadro tiene una y muchas vidas, una y muchas lecturas: lo que el artista quiso decir, lo que en realidad salió de su alma a través del pincel y lo que yo, en la época que me tocó vivir, un siglo después de el clímax de la corriente impresionista, puedo decodificar.
Habrá quien diga que no tienen nada fuera de lo común, que hasta un niño podría pintarlos, pero es que no es eso, no es la complejidad de la técnica, es la genialidad de la emoción que imprimió el artista; es su forma cinestésica de entender la belleza que hay en las cotidianidad; es la capacidad de ver el ritmo y la cadencia de un escenario común, de atreverse a llevar a un lienzo la vida común, la gente común, el protagonismo de los objetos, la sensualidad que hay en la naturaleza.
Antes de ellos se pintaba solo a quien podía pagarlo: reyes, el clero, la gente de la clase alta. Se pintaban santos, dioses, guerras… Los impresionistas salieron a la calle a pintar el mundo, nos enseñaron la magia que existe en cada instante, nos regalaron la capacidad de ver a través de sus ojos un mar en llamas, un bosque que sangra, un cielo que llora, un atado de trigo que baila, flores de loto que pueden tener todas las tonalidades y todas las texturas y de verdad aunque no me lo crean, la capacidad de sanar un alma enferma.
No pasa nada si no te gusta el arte y si no lo ves, pero si lo decides recibir pasa muchísimo. No sé cómo explicarlo, incluso hay estudios científicos que lo confirman: el arte te hace ser una mejor persona, te sana, te da felicidad en cualquiera de sus expresiones. Se sabe que la música clásica es capaz de tranquilizar a cualquier ser vivo y de ayudarle a concentrarse y pensar con claridad; la plástica también. Y no es un tema de pose ni de querer parecer culto porque vas a museos, es todo lo que en un museo puedes recibir: la felicidad y la belleza que hay para ti cruzando esa puerta. Puedo parecer exagerada, pero salí del recinto de Bellas Artes siendo un poco mejor, más feliz y más ligera, viendo la vida de otra forma, encontrando la belleza en cada elemento de la vida diaria, con una sensación de plenitud que no termina y con ganas de volver una y mil veces, de llevar a la gente que quiero a que sienta a que vibre a que se emocione frente a esos contadores de historias, quiero saber qué más se puede ver en cada cuadro y escuchar lo que la demás gente siente y entiende.
Sentir la caricia del arte o su golpe, el ardor de su mensaje y la sutil revelación de todos los secretos de una época; refugiarse en el en el arte, reconocernos como seres humanos, no sé si somos la mejor especie que hay en el planeta pero sí la única capaz de expresarse de esta forma. Reconocer, preferir y apoyar a los artistas a su legado debe ser la forma en que agradezcamos y aplaudamos su talento y su generosidad.
El arte es la salida, la respuesta y la forma más noble y bella de vivir. Subversivos, disruptivos y revolucionarios, Los Impresionistas están en Bellas Artes regalando su arte a quien lo quiera recibir sin distinción de nada.

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