Nuestra casa común

Es urgente tomar conciencia de que el planeta es la casa de todos los seres vivientes. Como pensantes, los humanos somos los responsables de su salvaguarda.

22 de noviembre, 2022

Bioética: Manifiesto por la Tierra es el libro que Arnoldo Kraus acaba de lanzar en estos días.

Médico internista de formación, con especialidad en reumatología, ha despuntado como investigador, docente y escritor dentro del área de la Bioética. Cuenta con varios libros publicados, en los que aborda principalmente el tema de la muerte, sus facetas emocionales y los alcances políticos que cuestiones como el suicidio o la muerte asistida, llegan a alcanzar. En esta ocasión se lanzó a la tarea de coordinar una serie de ensayos escritos por integrantes del Seminario de Cultura Mexicana, como un tributo a Van Rensselaer Potter, quien en 1970 introdujo el término “bioética” en su obra: Bioética: Un puente hacia el futuro.

Kraus es una garantía de rigor científico, siempre de la mano de una faceta humanista que lo hace único. Nadie mejor indicado para coordinar los esfuerzos de pensadores mexicanos actuales, que dan cuenta de la situación que se vive con la contaminación y el cambio climático, como potenciales generadores de la catástrofe mundial que viene, si no para nosotros, sí para nuestros descendientes.  

Inicia el doctor José Sarukhán con una presentación de la obra. La primera vez que conocí a este eminente biólogo fue en el Faro de Veracruz, al despuntar el alba: en compañía de un colega suyo, emprendía labor de campo en la investigación de las tortugas marinas. Aún evoco la imagen de un individuo en pantaloncillo corto, camisa de algodón y un sombrero del mismo material, perfilado por los primeros rayos del sol. Inclinaba su cuerpo para levantar crías rezagadas; las estudiaba por un momento y las dejaba seguir su camino. De esas acciones silenciosas que pintan de cuerpo entero a un individuo al margen de las luminarias y los altoparlantes. Dice mucho del amor a esa “casa común” que se utiliza más como eslogan publicitario que como lo que es: un sitio de todos, en el cual cada uno, independientemente de su contexto, tiene los mismos derechos.  Él da cuenta de las palabras de Rolando Cordera que señalan “una ilusoria fe en que la tecnología y la mano invisible de los mercados resolverán todos los problemas”.

El tan criticado Neoliberalismo conlleva dos fenómenos que en nada abonan al mejoramiento del planeta: Uno es el individualismo y otro el cinismo. Podemos atestiguar uno y otro en los sitios públicos, a través de incontables acciones humanas que perjudican al ambiente. Un ejemplo muy nuestro en México es la forma como taponamos con basura los cauces naturales que atraviesan la mancha urbana. Frente a portentosas lluvias dichos cauces se desbordan, y nosotros mismos, quienes provocamos el problema, atribuimos al gobierno la responsabilidad por lo ocurrido.  Algo similar, aunque tal vez menos dramático, sucede con los efectos nocivos en la salud provocados por la contaminación del aire o del agua. No me refiero a las descargas contaminantes de las grandes industrias, sino a lo que cada uno de nosotros, como individuos, provocamos día con día, cuya suma resulta en consecuencias catastróficas para el planeta.

Aquí quiero llegar justo al punto que señalan los autores: el de  la responsabilidad moral que a cada uno de nosotros corresponde asumir  frente al entorno. Al que más oportunidades de preparación ha tenido, corresponde una mayor responsabilidad sobre los hechos y sobre las personas de su entorno, para hacer valer esa verdad: Detener la destrucción de nuestros ecosistemas depende de la acción conjunta de todos los seres humanos. No se trata de niños “nerds” protestando por las calles, como se ha querido tachar a Greta Thunberg. Es, por el contrario, una convicción interna que será la tabla de salvación de todas las especies vivientes.

El propio Papa Francisco apela a este sentido de solidaridad.  No es posible que pretendamos dejar la responsabilidad del cuidado de la Tierra a grupos ambientalistas, cuando los contaminadores somos todos y cada uno de nosotros.  Él apunta acertadamente hacia una “enseñanza social” que permita cohesionarnos como especie en una labor común y generosa: apostar por la naturaleza, y, en consecuencia, por la vida.

Kraus habla sobre una ética social y planetaria.  Utiliza el término “moral” en el sentido más amplio de la palabra, como un “deber ser” frente a las injusticias sociales que el cambio climático está provocando.  Algo que me cimbra, más allá de su obviedad, es lo expresado, páginas más delante, por Herminia Pasantes, bióloga de la UNAM, cuyos principales estudios  se encaminan hacia la neurofisiología, procurando desentrañar las bases neuroquímicas del comportamiento humano.  Asevera que, de entre todas las especies vivientes, los humanos somos la única especie con capacidad para entender y modificar el entorno.  Todo ello encaminado a la creación de políticas públicas sanas e incluyentes.

Jacqueline Peschard, socióloga de formación, con maestría en Ciencia Política por la UNAM, hace señalamientos así de puntuales como valientes.  Habla de la democracia como el gobierno a través de la discusión, de manera que este  sistema sólo podrá sobrevivir siempre y cuando esté al alcance del ciudadano promedio (o “de a pie”, como me gusta llamarlo). Hace suyo el concepto de Herari de que los humanos pasamos de ser  asesinos ecológicos seriales para convertirnos en asesinos ecológicos en masa.  Viene a nuestra mente cualquier comparación entre los campos de exterminio nazi y los niños víctimas de las grandes hambrunas en países africanos y de Medio Oriente. Esas imágenes apocalípticas que circulan en redes para convencernos de donar a organizaciones internacionales que trabajan por salvarlos de la muerte.  Peschard  habla sobre “una relación ética y compasiva” entre personas y naturaleza, misma que sólo puede desarrollarse en un marco democrático en el que las políticas públicas deriven de un régimen  institucional, sustentado en leyes.  Lo que la autora coteja, dolorosamente, con nuestras frágiles democracias y los afanes ociosos de moralizar al pueblo mediante palabras impresas, huecas en su aplicación.

Un libro que vale la pena leer con detenimiento, por la salvaguarda de nuestra casa común.

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