Murakami, un triste cronista de nuestro tiempo

Hace alrededor de veinte años que leí a Haruki Murakami por primera vez. Con libros como Kafka en la orilla y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo me pareció un autor novedoso, con una manera...

13 de junio, 2025 Por fin ese adulto perdido en la irrelevancia forma parte de algo, mientras que en el mundo real no es sino un engranaje más de un entorno que carece de sentido.

Hace alrededor de veinte años que leí a Haruki Murakami por primera vez. Con libros como Kafka en la orilla y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo me pareció un autor novedoso, con una manera de contar atractiva, un universo narrativo refrescante, que era capaz de imbuir un misterio en sus historias que me resultaba seductor.

Los años han pasado y veo con tristeza que, aun cuando continua conservando el talento para construir atmósferas misteriosas en el primer tercio de sus novelas, en realidad siempre nos cuenta la misma historia, y más o menos de la misma manera. Por momentos pareciera que Murakami se dedica a plagiar a Murakami, aunque cada vez, en mi opinión, con menos solvencia.  

Su última novela es un buen ejemplo de esto. La ciudad y sus muros inciertos (1), recién publicada por Tusquets, es un refrito de los mismos tópicos que el autor utiliza hasta la nausea. De nuevo un adolescente se enamora, ese amor nunca se concreta, porque su novia idílica desaparece sin dejar rastro. Ese rompimiento le marca la vida para siempre, convirtiéndolo en un solitario, cuya existencia se vacía de sentido, propósito y perspectiva. Consigue un trabajo apropiado pero insulso, tiene una vivienda cómoda recursos económicos suficientes –sobre todo desde la perspectiva conformista de no aspirar en realidad a nada– y así pasa décadas hasta que un hecho mágico o un impulso inexplicable lo llevan a territorios inesperados, sin que eso conduzca necesariamente al personaje a una transformación importante que permita que su vida deje la tonalidad gris que lo ha caracterizado.

Sin embargo, aunque en esta novela ocurre nuevamente lo mismo, no me gustaría quedarme en ese nivel de análisis sino tratar de entender si la narrativa de Murakami cuenta algo más de lo que parece contar –aun sin que sea necesariamente la intención del autor, que pareciera, con todo el derecho, a apostar al mero entretenimiento, objetivo que sus miles de lectores confirman que consigue con cada entrega.  

Lo que veo en las tramas de Murakami, además de improvisación permanente –pareciera escribir a golpe de súbitos “y qué tal si ahora pasara X” en vez de un plan narrativo– es que a los jóvenes de sus novelas no se les cumple ninguna de las promesas que el mundo al que llegan parece hacerles. No encuentran el amor, ni la realización, ni siquiera la riqueza y no tienen más remedio que conformarse con lo que obtienen para vivir y refugiarse en la fantasía y la evasión. Los personajes de Murakami permanecen atrapados en una realidad con la que no pueden lidiar porque en el fondo tampoco tiene demasiado caso. Por más que se esfuercen, su aporte en el mundo es imperceptible y si encima esa chica de prepa que tanto amaba lo abandona, la vida es un sinsentido total.

Es entonces que el personaje descubre, en el caso de esta novela, “La ciudad sin nombre”, donde habita el auténtico yo de las personas. En ella vive la chica que amó, o más bien “su verdadero yo” y por lo tanto no lo recuerda. Ahora lo que desea es, desde “su verdadero yo” conquistar el “verdadero yo de la chica”, para vivir en esa ciudad idílica para siempre. Ese lugar ideal está ubicado fuera de la “realidad”, y sólo ahí es posible encontrar “el verdadero yo”. Ese «yo verdadero», en el caso del personaje, cumple por fin una función importante dentro de la dinámica de la ciudad sin nombre. Esa función consiste en leer sueños viejos.

Por fin ese adulto perdido en la irrelevancia forma parte de algo, mientras que en el mundo real no es sino un engranaje más de un entorno que carece de sentido.

Es importante mencionar que la ciudad sin nombre está  amurallada y es inexpugnable. Una vez que se entra no se puede salir –salvo el protagonista, que arbitrariamente entra y sale varias veces, pero en fin–, el punto es que para entrar es indispensable renunciar a la sombra, a lo malo, a lo negativo.

Desde mi perspectiva, la ciudad que propone Murakami, no es sino un territorio de escape, de evasión, de aislamiento que evita vivir en el mundo real con toda su complejidad, con su dolor, con el gran conflicto que implica relacionarse con los otros. Mejor huir del mundo para refugiarse en una fantasía donde nadie puede tocarnos. ¿No será que «la ciudad sin nombre» se parece demasiado a ese mundo virtual donde pretendemos vivir a través de perfiles sociales que reflejan una vida falsa y que nos distancian del otro, porque si permitimos que se nos acerque se daría cuenta que nada en nosotros es como aseguramos que es?

Visto así, Murakami, dentro del vacío en que ha ido sumergiendo su narrativa, efectivamente cuenta algo. El problema es que, en primer término, pareciera que no lo hace apropósito, y, en segundo término, se queda ahí, atorado, sin que el personaje, que nunca deja de añorar ese mundo ideal e imaginario, encuentre soluciones verdaderas, más allá de un paliativo temporal. Y lo más grave es que el autor, con cada novela, da vueltas al mismo universo sin que parezca que haya salida y dando la impresión de sentirse cómodo guarecido ahí.  

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(1) Murakami, Haruki, La ciudad y sus muros inciertos, Primera Edición, México, Tusquets, 2024, Págs. 560.

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