Ittekimasu

Cuento breve.

25 de agosto, 2022 Ittekimasu

Para Ana Laura

“Autumn wind of eve, / blow away the clouds that mass / over the moon’s pure light / and the mists that cloud our mind, / do thou sweep away as well…” Hojo Ujimasa.

El golpe que terminó con la vida de Hatsuke Sato fue potente, limpio, certero. La soberbia ejecución evidenciaba la pericia de un individuo habituado a manipular el acero, de alguien que conoce y comprende a la perfección el peso de la hoja afilada y su misterioso poder, capacitado para controlar su respiración, aquietar el corazón y convertir la tensión de los músculos en un preciso accionar, al mismo tiempo, fugaz y fatal. En apenas un instante, todo había terminado.

La noche anterior, por el contrario, había transcurrido de manera lenta y parsimoniosa como si supiera, o pudiera suponer, el desenlace fatal que se avecinaba. Justo cuando Hatsuke terminaba de acomodar en el interior del cajón los documentos que laboriosamente había revisado, una figura femenina se posó en el vano de la puerta y él se volvió para observarla. “Es perfecta, sublime como algo que únicamente una mente divina podría concebir”, pensó. Mirando ahora sus hermosos ojos marrones anegados en lágrimas, sabía bien que no existían palabras que pudieran brindar quietud a su agitado corazón. Los altercados recientes, la caída en desgracia de sus compañeros de armas, la sentencia pronunciada, todo parecía distante y nebuloso. Ambos conocían perfectamente, dado su linaje y su educación, los intrincados caminos del sacrificio y el honor, pero también aquellos senderos vinculados al cariño, la lealtad y el amor incondicional.

Durante algunos minutos, tratando de esquivar la mirada implorante de Miyo y su figura trémula, Hatsuke mantuvo sus ojos fijos en el cuadro que se encontraba en la pared lateral izquierda de la habitación, regalo que le había hecho su padre veinte años atrás, el cual consistía en un hermoso paisaje representado mediante finas líneas propias de la escuela kano y debajo de él una frase severa que, agregada con posterioridad a través de una placa metálica hermosamente grabada, enunciaba: “El deshonor es como la herida de un árbol, a la que el tiempo en lugar de borrar, hace más notoria”. Aquellas palabras, cuyas letras se encontraban grabadas una a una en su memoria, mil veces repetidas, jamás le habían producido un dolor como el que en ese momento experimentaba. “Los documentos se encuentran en regla, todo está ya preparado”, le comentó Hatsuke. Ella asintió sin levantar siquiera la mirada. No lo hacía puesto que, por un lado, ambos habían realizado los preparativos meticulosamente, conscientes de la fecha que establecía el límite para la consumación del rito que, al día siguiente, debía llevarse a cabo. Además, porque su esposo y ella se conocían y comprendían a la perfección. No existía gesto, palabra o mirada que no resultaran transparentes para el otro y detrás de la de Miyo solo había desolación. Y vacío.

Hatsuke se levantó de la mesa que en aquel momento servía de escritorio, excusándose con premura y salió al jardín ubicado en la parte trasera de su hogar para respirar un poco de aire fresco; éste era lo suficientemente amplio para albergar unos cuantos árboles, algunas plantas y muchas y muy coloridas flores de distintos tipos, hecho que le hacía contrastar enormemente con las líneas geométricas y perfectas del interior de la casa. Miko, transcurridos algunos minutos, salió también y se acercó para envolver el tibio cuerpo de su amado en sus brazos. Él la recibió y la estrechó contra sí con la particular mezcla de anhelo y delicadeza con que lo hace el amante enamorado. Hatsuke miró al cielo. La luna se presentaba aquella noche, límpida y bella como nunca creía haberla visto. La ausencia total de nubes no hacía sino realzar la sensación de majestuosidad que le producía aquel cuerpo celeste blanco y brillante que pendía sobre el mundo. 

A esa hora, una ligera brisa agitaba de manera sutil el suave follaje de los árboles de cerezos. El aroma y frescor de esa noche en particular, le recordaban el primer día que había pasado en aquella propiedad, poco después de haber contraído matrimonio. La vivaz e inquieta mirada, el cuerpo grácil e ímpetu voluntarioso habían logrado que se enamorara perdidamente de aquella mujer, única e irrepetible. Ella, por su parte, no podía negar la atracción innata que sentía por aquel guerrero alto y viril, honorable y leal, que tanto le amaba. Ni un solo minuto, de los veinte años que llevaban juntos, Hatsuke había dejado de experimentar esa extraña combinación de ansiedad y sorpresa al encontrarse con ella; veinte años que en ese momento, sintiendo el leve temblor de aquel cuerpo femenino muy cerca del suyo, observando la luna y disfrutando la tenue caricia del viento soplando en su rostro, le parecían apenas un suspiro.

Durante la ceremonia del té, había notado que Miyo se mordía los rojos labios que tanto representaban para él, con inusitada fuerza, tratando de contener la agobiante desolación que, de a poco, aguijoneaba su mente y su corazón. Contrario a las muchas veladas que habían compartido en el pasado, en aquel momento no había espacio para la felicidad en aquella cómoda y suntuosa habitación, como tampoco había temas cotidianos que tratar. El cuerpo y la mente debían luchar afanosamente para que cada palabra pudiera ser pronunciada. Por encima de todo pesaba un rastro de inconfundible tristeza, un sello de cercana y abundante melancolía. La hora del té había pasado y el nudo en la garganta de Miyo seguía allí, inamovible. ¿Cuántas vidas y cuántas muertes debía experimentar el ser humano para lograr un amor así? pensaba Hatsuke, un amor complejo, profundo, total. Miyo, acurrucada ahora en sus brazos, lloraba. Él por su parte, cerraba los ojos, percibiendo el inmenso dolor oculto tras aquellas lágrimas que humedecían su pecho. El abrazo se prolongó algunos instantes más antes de que ella se retirara, no sin antes disculparse y decirle, por medio de un entrecortado susurro, que le esperaría pacientemente en la alcoba que ambos compartían. Hatsuke observó cómo su delicada figura se perdía en el interior de la casa; después, volteó su mirada hacia aquellos lejanos cerezos mecidos por el sutil viento crepuscular.

Recordaba a su mujer en el momento en que se habían conocido, años atrás, perfecta y aún desconocida, llena de misterios e interrogantes, pero al mismo tiempo, tan llena de certezas y de futuro. Aquella mirada tierna y sensible, la boca amorosa que narraba, interrogaba, argumentaba y reía con tal claridad que, a él, le parecía divina, mística. Aquella noche, tibia y serena en que la había conocido, transformó su vida una vez y para siempre. Bajo el abrigo de las sombras, cuando la negra noche se había posado ya sobre el boscoso paraje que podía vislumbrase con cierta dificultad a la distancia, sobre el jardín lleno de flores y sobre la casa misma, se comunicaron de la única forma posible, utilizando el lenguaje del amor, el cual posee la extraordinaria capacidad de transformar la carne en espíritu y éste, en sueño inmortal.

Temprano por la mañana, Hatsuke Sato se vistió, ciñó el tantō a la cintura, ajustó su obi, pronunció por última vez las palabras “Te amo” y besó largamente los carmíneos labios de su amada esposa que le esperaba en el umbral de la puerta. Después, salió de su hogar para jamás volver. Ambos hemos experimentado la máxima felicidad posible, reflexionaba Miyo. Nadie, podría llegar a experimentar un amor así. Sus ojos, húmedos y enrojecidos, observaron durante algunos instantes aquella figura masculina desaparecer en el horizonte y después, fueron a posarse en aquellos cerezos que su esposo había estado observando la noche anterior, mientras sus hojas bailaban la cadenciosa danza que producía el viento de otoño.

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