Y el muro al fin cayó

En estos días en que les rendimos a nuestros muertos el homenaje del recuerdo, rescato mis últimos momentos con mi madre… En estos días en que les rendimos a nuestros muertos el homenaje del recuerdo, rescato mis...

7 de noviembre, 2017
muro

En estos días en que les rendimos a nuestros muertos el homenaje del recuerdo, rescato mis últimos momentos con mi madre…

En estos días en que les rendimos a nuestros muertos el homenaje del recuerdo, rescato mis últimos momentos con mi madre (1923–1990) que fue el modelo de mujer quien me construyó como pilar de familia.

Caminaba lento por la alfombra de tréboles.

Miró el muro del fondo, el que creía sólido, inquebrantable. Lo vio con fisuras, fisuras en las que se metían rostros queridos, perdidos, no olvidados. Se agrandaban, se potenciaban y en una vorágine de imágenes sentía estaba empezando a perder su solidez.

Miró a su padre -tan morocho- y a su hermano -tan rubio- y sintió que esos contrastes desaparecían frente a su misma estatura, sus mismas lágrimas, su mismo dolor para diferente calor de ausencia.

Otras imágenes empezaron a mezclarse en esas grietas. Como si una urdimbre de pasado y presente tejiese un entramado que la envolviese, la asfixiase. El cuidado de la virginidad en el zaguán parecía un sinsentido frente a los amores clandestinos, a la sexualidad virtual, a los desenfados y las entregas porque sí. Tantos sinsentidos… Como los ahorros cuidadosos y las estampillas en la vieja libreta del primario y las cuotas, el endeudamiento, el frenesí por el consumo, el gasto sin previsiones. Los remedios caseros y la automedicación sin límites. Los viejos valores y los disvalores. Y ya no oiría la voz firme y cálida que la impulsase a dar el primer paso para optar, para caminar en seguridades, para no sufrir contradicciones frente a lo enseñado y lo instituido. A lo individual y lo social. A lo gastado y lo nuevo.

Todo se enredaba, la apretaba, la sumía en cavilaciones de las que no lograba escapar y que la podían vencer irremediablemente. ¿Quería resistirse o prefería estar en ese lugar hondo, húmedo, imperfecto, donde las impresiones desapareciesen? Sabía que ya no tenía ese abrazo seguro y ese consejo oportuno que la acompañase. Y que el muro que siempre la contuvo se estaba volatilizando.

Caminó como una autómata. No reconocía si tenía pies o reptaba. No poseía latidos. Un fluido untuoso y espeso la recorría por dentro y por fuera. Era tan frío que la quemaba.

Sentía que iba aplastando a esos tréboles que pisaba, que esa alfombra verde se comía desde las plantas de sus pies hacia los dedos, los tobillos, las rodillas. Sus raíces se hundían buscando respuestas, o la savia que la fortificara, o el humus que la alimentara. Sus sandalias habían quedado junto a la capilla en la que el responso no había logrado calmarla y la frescura verde la invadía. Quería escapar, ser ágil, liviana, etérea. Balancearse en la rama más alta. Beberse el cielo celeste de fulgores de sol y plateado de nubes. Atragantarse en anocheceres encendiendo estrellas.

Los tréboles desaparecieron. Todo empezó a oscurecerse. Sus piernas se iban hundiendo en un lodazal tibio que pronto llegaría a su cintura. Contorneaba sus caderas al ritmo del arrebato de una imaginaria música ardiente, esperaba que los movimientos la ayudasen a escapar. Ni música, ni movimientos, ni deseos, lograban evitar el fango que la iba ganando. Sus pechos se llenaban de ese barro chocolate. Ahora sus brazos. Los levantaba, los balanceaba como aspas. El barro le seguía ganando la partida. Desde la altura una luna menguante aparecida en el cielo claro aún, le cayó en la cara pero ya sus ojos inundados de barro no podían verla.

Su espalda… La sintió vacía, seca, limpia. Tan sola. Su madre se había quedado allí. Su rostro rodeado de otros rostros. Silenciosa, oscura, encerrada en la caja eterna de madera. Ya no le sostendría el muro hacia la eternidad. Ya no le tendería el brazo para emergerla del lodo. Ya no le limpiaría sus senos. Ya no le abriría la mirada para soñarle a la luna ni le inventaría formas a las nubes ni canciones al follaje.

Entrecerró los ojos. En un esfuerzo vibrante de alquimias interiores, brotó desde el fondo untuoso del lecho de fango y lentamente caminó el sendero de granza roja. La pateaba suavemente. Quería convencerse de que el mundo material no había desaparecido, que aún seguía ahí con formas y colores. Que lo podía percibir, hacerlo mutar de lugar como comprobando que si lo tocaba y reaccionaba no desaparecería.

Tomó sola el camino principal. Sola, a pesar de que un cortejo de pasos silenciosos, cabezas gachas y miradas perdidas la acompañaba. Nunca le parecieron tan altos, tan fríos, tan impersonales, los edificios que la flanqueaban. Grises, con ángeles e imágenes religiosas, lápidas, flores, algún vitraux decorativo. Miró casi al final del sendero de salida ese panteón que desde niña la había atraído. ¿Por qué lo habían construido de vidrio translúcido rosado en un lugar tan triste, tan lúgubre? Trató de asirse a ese rosado, no pudo, lo rechazó. Prefería los grises siniestros, opacos, infértiles como su alma.

Agitó la cabeza. Levantó la mirada. Se aferró al abrazo de su incondicional amiga. La espalda seguía tan sola, tan fría, tan desnuda. Tomó una bocanada del aire fresco de la ancha vereda exterior. Las rejas quedaron atrás. El muro desaparecido también. Todo iba quedando atrás. Sin olvido. Pero ya sin tiempo ni espacio. Sin sonrisas ni esperanzas. Sin hospitales y duros diagnósticos. Sin dolores ni olores. Sólo ausencia y recuerdos. Una mano no real. La mueca de una sonrisa mágica. Una voz sin sonido. La mirada celeste que se perdía en remembranzas.

Se le acercaban rostros impersonales que no quería ver. Abrazos y saludos protocolares que no deseaba. Palabras de consuelo para el sin consuelo. Una fantasía. Una visible irrealidad. Una irreverente y siniestra realidad.

El olor de las magnolias del viejo cementerio del pueblo, tan unido a tantos instantes cincelados, y los autos negros del cortejo sobre el asfalto la pusieron seca y desnuda en un nuevo y desconocido umbral.

Era definitivo… su madre había muerto. El muro había caído.

 

Qué

 

Qué hace que el sol se opaque,

la luna se torne negra,

la estrella titile y se desplace fugaz.

    Qué hizo que tu regazo me abandone

    y en tu frío lecho

    ya no te pueda encontrar.

Qué hace que el tiempo consuma

Inexorable sus segundos

y la corriente del río

no vuelva atrás.

    Qué hizo que tus ojos se cerraran

    y pierda para siempre

    la palabra mamá.

Qué hace que mi sombra me persiga

y aún con su compañía

me quede en soledad.

 

                   Qué hará que la noche eterna

                   diluya milagrosa tu recuerdo

                   y deje de llorar… soñar… amar…

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