El gran provocador

De muy joven, entre la lectura y yo, había una distancia que parecía insalvable. De muy joven, entre la lectura y yo, había una distancia que parecía insalvable. Nunca fui un lector precoz –ya no digamos la...

17 de junio, 2016
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De muy joven, entre la lectura y yo, había una distancia que parecía insalvable.

De muy joven, entre la lectura y yo, había una distancia que parecía insalvable. Nunca fui un lector precoz –ya no digamos la escritura, que en mi caso fue tardía—. A cierta edad, donde los amigos son más importantes que la propia familia y en la que las calles y la casa de otros siempre es preferible a la nuestra, los libros no eran ni mucho menos mi prioridad.

Es decir, mi caso era uno más de los millones de niños y jóvenes que no tienen deseos de leer porque los libros simplemente no son lo suficientemente llamativos como para curiosear en ellos.

Los misterios eran otros. Era descubrir todo aquello que contenía el mundo y que estaba a mi alcance entre los nueve y dieciséis años. Los estímulos que ofrecía la escuela con los amigos y las novias, las calles con más amigos y los vicios, el despertar sexual… eran increíblemente más excitantes que los libros que había en casa.

Con los libros mi experiencia había sido mala, ya que en la primaria (sería en el último año, no recuerdo bien) me dejaban la fantástica obligación-tarea de leer veinte minutos al día El principito, esto no sólo contribuyó, en su momento, a mi alejamiento de los libros, sino que es día en que no puedo ver ese libro.

Leía frente a mi padre, recargado en una de las paredes de la cocina mientras él limpiaba la estufa. Me escuchaba atentamente porque mi padre siempre escucha, porque un lector sabe de la importancia del oído.

A mi padre le encantan las historias de aventuras que lo hagan transportarse a otros lugares, que lo inviten a imaginarse en las montañas o entre icebergs o tomándose un vino negro en un campamento en el desierto del Sahara.

Él lee por mero placer, tal vez, esa parte lectora se la heredó a mi abuelo —creo recordar que mi abuelo era lector. Y es que de mi abuelo solo hay imágenes fijas y silencios. Nunca hablé con él directamente porque conmigo callaba (a saber por qué).

Es decir que en algún momento habría un detonante para que mi lado lector hiciera acto de presencia (así como ocurre con las enfermedades mentales). Si bien mi padre siempre supo el verdadero carácter de los libros y su utilidad, jamás me obligó a leer alguno en particular.

No hacía falta que me dijera qué tenía que leer. Eso no le preocupaba pues tenía claro que una vez me despertara a los libros, yo encontraría mis lecturas.

Y no se equivocó. A partir de los diecisiete años Oscar Wilde y Edgar Allan Poe me abrieron un nuevo camino mucho más respirable que el de mi realidad. Fueron estímulo para acercarme a la literatura (mi aproximación a la filosofía fue mucho antes; sin embargo, no lo considero un inicio lector, más bien fue un acercamiento a las preguntas, a cuestionar todo; es decir, el despertar a todas las cosas y a saber qué eran. Más en un acto que fomentaba mi rebeldía e incomodidad propia de los adolescentes).

Así, entendí que hay otros padres que van apareciendo con los años, en distintas etapas, como sucedió en mi caso cuando llegaron Octavio Paz y Julio Cortázar que se volvieron padres en los años en los que ya era capaz de entenderlos, de absorberles todo aquello que querían decir con sus libros.

Desperté entonces a todo lo diferente. Claro, la curiosidad por la construcción del diálogo, de las opiniones y el enfrentamiento con otras ideas siempre la tuve –sin obviar el conocimiento—. Elementos fundamentales que sirvieron para consolidarme como lector.

De esta manera, mi padre fungió como ese primer impulso generador del todo: el principio. Allí, donde no hay un por qué ni un qué, simplemente hay una fuerza que constantemente invita a salir, a aparecer. El gran provocador en ese sentido fue mi padre.

Y ¿cómo agradecerle?: dejando que, de vez en cuando, tome un libro de mi biblioteca, ¡menos las obras completas de Poe! Aunque no se las negaba directamente: siempre tenía la excusa de que la letra, en esos libros, era muy pequeña, que no podría leer adecuadamente.

Hace una semana llegó con lentes nuevos, para ver de cerca. Me he estado escondiendo de él desde entonces.

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